Reservas sobre el movimiento armado A medida que pasaban los meses, las reticencias de la Iglesia para apoyar a los cristeros iban creciendo, también en Roma. Recordemos que la doctrina tradicional de la Iglesia reconoce la licitud de la rebelión armada contra las autoridades civiles con ciertas condiciones: 1, causa muy grave; 2, agotamiento de los medios pacíficos; 3, que la violencia empleada no produzca mayores males que los que pretende remediar; 4, que haya probabilidad de éxito (Pío XI, Firmissimam constantiam 1937: Dz 3775-76). Pues bien, la persecución de Calles daba claramente las dos primeras condiciones. Pero algunos Obispos tenían dudas sobre si se daba la tercera, pues pasaba largo tiempo en que el pueblo se veía sin sacramentos ni sacerdotes, y la guerra producía más y más muertes y violencias. Y aún eran más numerosos los que creían muy improbable la victoria de los cristeros. No faltaron incluso algunos pocos Obispos que llegaron a amenazar con la excomunión a quienes se fueran con los cristeros o los ayudaran. Aprobaron la rebelión armada los Obispos Manríquez y Zárate, González y Valencia, Lara y Torres, Mora y del Río, y estuvieron muy cerca de los cristeros el Obispo de Colima, Velasco, y el arzobispo de Guadalajara, Orozco y Jiménez, quienes, con grave riesgo, permanecieron ocultos en sus diócesis, asistiendo a su pueblo. La reprobaron en mayor o menor medida otros tantos, entre los cuales Ruiz y Flores y Pascual Díaz, que siempre vió la Cristiada como «un sacrificio estéril», condenado al fracaso. Y los más permanecieron indecisos. Pues bien, siendo discutibles las condiciones tercera y cuarta, ha de evitarse todo juicio histórico cruel, que reparta entre aquellos Obispos los calificativos de fieles o infieles, valientes o cobardes. En todo caso, es evidente que la falta de un apoyo más claro de sus Obispos fue siempre para los cristeros el mayor sufrimiento... 18 enero 1928. -Por fin, a mediados de diciembre de 1927 el arzobispo Pietro Fumasoni Biondi, Delegado Apostólico en los Estados Unidos, y encargado de negocios de la Delegación Apostólica en México, transmite a Mons. Díaz y Barreto, Secretario del Comité Episcopal, a quien el mismo Mons. Fumasoni había nombrado Intermediario Oficial entre él y los Obispos mexicanos, la disposición del Papa, según la cual «deben los Obispos no sólo abstenerse de apoyar la acción armada, sino también deben permanecer fuera y sobre todo partido político». Norma que Mons. Díaz comunicó a todos los prelados (18-1-1928) (Meyer I,18; Lpz. Beltrán 111, 150-52)... Se echaron al campo, «para buscar a Dios» Agosto de 1926. Muchos campesinos, de la zona central de México sobre todo, se echan al monte, como Francisco Campos, «a buscar a Dios Nuestro Señor». «En Cocula (Jalisco), desde el 1º de agosto la iglesia estaba custodiada permanentemente por 100 mujeres en el interior y 150 hombres en el atrio y en el campanario, de noche y de día. Los cinco barrios se relevaban por turno y a cada alarma se tocaba el bordón. Entonces, todo el mundo acudía al instante, como refiere Porfiria Morales. El 5 de agosto tocó la campana cuando ella estaba en su cocina; su criada María, exclamó: "¡Ave María Purísima!". Se quitó el delantal, tomo su rebozo y un garrote, y cuando aquélla le preguntó a dónde iba, le contestó: "¡Qué pregunta de mi ama! ¿Qué no oye la campana que nos llama a los católicos de la Unión Popular? ¡Primero son las cosas de Dios!" Y salió dejando las cacerolas en el fuego» (Meyer I,103). No podrá encarecerse suficientemente el valor de las mujeres católicas mexicanas en la Cristiada, repartiendo propaganda, llevando avisos, acogiendo prófugos o cuidando heridos, ayudando clandestinamente al aprovisionamiento de alimentos y armas. Las Brigadas Femeninas de Santa Juana de Arco, las Brigadas Bonitas, escribieron historias de leyenda... Pero, en fin, la guerra es cosa de hombres, y a ella se fueron campesinos recios. Ezequiel Mendoza Barragán, un ranchero de Coalcomán, en Michoacán, cuya voz patriarcal hemos de escuchar en otras ocasiones, lo cuenta así: «Centenares de personas firmamos los papeles, se enviaron a Calles y a sus secuaces, pero todo fue inútil... Los Calles se creyeron muy grandotes y más nos apretaron, matando gente y confiscando bienes particulares de los católicos. Yo, ignorante, pero con brío, al saber los nuevos procedimientos de tal gobierno, me exalté y quise tapar el sol con un dedo, así eran mis sentimientos, me fui a conquistar gente armada y dispuesta a la guerra en defensa de la libertad de Dios y de los prójimos» (Testimonio 17). El curso de la guerra Jean Meyer, en el volumen I de su obra, describe al detalle las vicisitudes que corrió al paso de los años la guerra de la Cristiada, que él divide en estas fases: -incubación, de julio a diciembre de 1926; -explosión del alzamiento armado, desde enero de 1927; -consolidación de las posiciones, de julio 1927 a julio de 1928, es decir, desde que el general Gorostieta asume la guía de los cristeros hasta la muerte de Obregón. -prolongación del conflicto, de agosto 1928 a febrero de 1929, tiempo en que el Gobierno comienza a entender que no podrá vencer militarmente a los cristeros; -apogeo del movimiento cristero, de marzo a junio de 1929; -licenciamiento de los cristeros, en junio 1929, cuando se producen los mal llamados Arreglos entre la Iglesia y el Estado. El ejército federal El ejército «consustancial con el gobierno» en el México de entonces «consideraba a la Iglesia como su adversaria personal. Agente activo del anticlericalismo y de la lucha antirreligiosa, hizo su propia guerra, su guerra religiosa. El general Eulogio Ortiz mandó fusilar a un soldado, en el cuello del cual vió un escapulario. Algunos oficiales llevaban sus tropas al combate al grito de ¡Viva Satán!» (Meyer I,146). «Cada arma reclutaba por su cuenta. El enganche debía ser voluntario y firmado al menos por tres años», condición que muchas veces se incumplía, tanto que «se seguían utilizando las cuerdas para atar a los voluntarios. Se echaba mano de cualquiera: condenados de derecho común, obreros sin trabajo, campesinos», y sobre todo «del subproletariado rural y de los indios, vencidos o no» (149-150). La brutalidad y la indisciplina de esta tropa es apenas descriptible. Al no haber servicio de intendencia, «el avituallamiento estaba a cargo de las compañeras de los soldados, las famosas soldaderas, que marchaban al lado del ejército y que, como la langosta, caían sobre las granjas y los pueblos... La deserción, frecuente en tiempo de paz, llegaba a ser masiva en tiempo de guerra» (152). El general Amaro, jefe del ejército federal, no conseguía «poner en línea más de 70.000 hombres, aunque se pasaba el tiempo reclutando: ¡20.000 desertores al año, de 70.000 soldados!» (153). Este general famoso, el indio Amaro, hijo de un peón de Zacatecas, hombre inteligente, implacable y sanguinario, el que mandó a su aviación bombardear en el cerro del Cubilete el monumento a Cristo Rey, llegó a ser muy culto, y se reconcilió con la Iglesia varios años antes de su muerte. Los federales, malos jinetes, eran peores soldados, que disparaban de lejos, gastaban mucha munición, perdían las armas con facilidad, y no conocían bien el terreno por donde andaban. Eso explica que los cristeros, cuyas características de lucha eran las contrarias, les infligieran tantas bajas. Los callistas, eso sí, eran muy crueles, pero «la dureza de la represión, la ejecución de todos los prisioneros, la matanza de los civiles, el saqueo, la violación, el incendio de los pueblos y de las cosechas, dejaban en la estela de los federales otros tantos nuevos levantamientos en germen» (I, 194). La guerra se hacía también en la prensa del gobierno, ocultando la magnitud del conflicto o dando siempre la victoria por inminente. Unida a la lucha militar, el general Amaro propugnaba una campaña de «desfanatización», como aquélla por la que dio orden al gobernador de Jalisco de cambiar los nombres de todos los lugares que llevaban nombres de santos (I,178). Todos los medios valían, también el soborno. Así, en una ocasión, el gobierno trató de comprar a un jefe cristero llamado «el 14», el cual respondió: «Que a mí ni me den nada, que nomás arreglen eso de los padrecitos y de las iglesias, y yo me estoy en paz, pero mientras no lo arreglen que no piensen que con dinero me van a comprar» (177). La desesperación del gobierno se iba acrecentando a medida que pasaban los meses, y se veía incapaz de vencer -en palabras del gobernador de Colima- «las hordas episcopales de fanáticos que engañados por la patraña clerical se han lanzado a la loca aventura de restaurar el predominio de los curas» (189). Balance de la guerra A mediados de 1928 los cristeros, unos 25.000 hombres en armas, «no podían ya ser vencidos, dice Meyer, lo cual constituía una gran victoria; pero el gobierno, sostenido por la fuerza norteamericana, no parecía a punto de caer» (I, 248). En realidad, la posición de los cristeros era a mediados de 1929 mejor que la de los federales, pues, combatiendo por una Causa absoluta, tenían mejor moral y disciplina, y operando en pequeños grupos que golpeaban y huían -piquihuye-, sufrían muchas menos bajas que los soldados callistas. Después de tres años de guerra, se calcula que en ella murieron 25.000 o 30.000 cristeros, por 60.000 soldados federales. En enero de 1929, el embajador norteamericano Morrow -que insistía al gobierno y a la prensa para que no hablasen de cristeros sino de «bandidos» (I,301)- estimaba improbable pacificar el Estado «antes de que se solucione la cuestión religiosa». En febrero los mismos políticos veían el panorama muy oscuro, y un senador decía en un discurso a sus colegas: «¿Es que nuestros soldados no saben combatir rancheros, o no se quiere que se acabe la rebelión? Pues dígase de una vez y no estemos echando más leña. No se olviden ustedes de que con tres Estados más que se levanten de veras, ¡cuidado con el Poder Público, señores!» (I,285). A mediados de 1929 se veía ya claramente que, al menos a corto plazo, ni unos ni otros podían vencer. Sin embargo, en este empate había una gran diferencia: en tanto que los cristeros estaban dispuestos a seguir luchando el tiempo que fuera necesario hasta obtener la derogación de las leyes que perseguían a la Iglesia, el gobierno, viéndose en bancarrota tanto en economía como en prestigio ante las naciones, tenía extremada urgencia de terminar el conflicto cuanto antes. Eran, pues, éstas unas favorables condiciones para negociar el reconocimiento de los derechos de la Iglesia... Rumores de un posible arreglo Desde mediados de 1927 estuvo al mando supremo de los cristeros el general Gorostieta, militar de carrera, a quien iban llegando de cuando en cuando rumores de posibles arreglos entre la Iglesia y el Estado, a espaldas de la Guardia Nacional cristera. Como estos rumores iban en aumento, el 16 de mayo de 1929 escribió a los Obispos mexicanos una larga carta, de la que citamos algún fragmento: «Desde que comenzó nuestra lucha, no ha dejado de ocuparse periódicamente la prensa nacional, y aun la extranjera, de posibles arreglos entre el llamado gobierno y algún miembro señalado del Episcopado mexicano, para terminar el problema religioso. Siempre que tal noticia ha aparecido han sentido los hombres en lucha que un escalofrío de muerte los invade, peor mil veces que todos los peligros que se han decidido a arrostrar. Cada vez que la prensa nos dice de un obispo posible parlamentario con el callismo, sentimos como una bofetada en pleno rostro, tanto más dolorosa cuanto que viene de quien podríamos esperar un consuelo, una palabra de aliento en nuestra lucha; aliento y consuelo que con una sola honorabilísima excepción [Mons. Martínez y Zárate, obispo de Huejutla, 17 años desterrado] de nadie hemos recibido... «Si los obispos al presentarse a tratar con el gobierno aprueban la actitud de la Guardia Nacional, si están de acuerdo en que era ya la única digna que nos dejaba el déspota, tendrán que consultar nuestro modo de pensar y atender nuestras exigencias; nada tenemos que decir en este caso... «Si los obispos al tratar con el gobierno desaprueban nuestra actitud, si no toman en cuenta a la Guardia Nacional y tratan de dar solución al conflicto independientemente de lo que nosotros anhelamos...; si se olvidan de nuestros muertos, si no se toman en consideración nuestros miles de viudas y huérfanos, entonces... rechazaremos tal actitud como indigna y como traidora... «Muchas y de muy diversa índole son las razones que creemos tener para que la Guardia Nacional, y no el Episcopado, sea quien resuelva esta situación. Desde luego el problema no es puramente religioso, es éste un caso integral de libertad, y la Guardia Nacional se ha constituido de hecho en defensora de todas las libertades y en la genuina representación del pueblo, pues el apoyo que el pueblo nos imparte es lo que nos ha hecho subsistir... «Como última razón creemos tener derecho a que se nos oiga, si no por otra causa, por ser parte constitutiva de la Iglesia católica de México, precisamente por ser parte importantísima de la Institución que gobiernan los obispos mexicanos» (+Meyer I,316-320) El 2 de junio de 1929 el general Gorostieta fue asesinado en una emboscada por los callistas, y le sucedió al frente de la Guardia Nacional el general Degollado. Los «mal llamados Arreglos» (21-6-1929) La historia de los Arreglos alcanzados en junio de 1929 es tan triste que haremos de ella una referencia muy breve, ateniéndonos sobre todo a la documentada información que López Beltrán ha dado recientemente del asunto. Mons. Ruiz y Flores, Delegado Apostólico ad referendum, escogió como secretario para negociar a Mons. Pascual Díaz y Barreto, el «único Obispo que había mostrado decidido empeño en lograr una transacción con los callistas» (Lpz. Beltrán 499). Ambos fueron traídos de los Estados Unidos a México, incomunicados en un vagón de tren, por el embajador norteamericano Dwight Whitney Morrow, banquero y diplomático, protestante y masón, cómplice de Calles y del presidente Portes Gil. Ya en la ciudad de México continuaron incomunicados en la lujosa residencia del banquero Agustín Legorreta. No recibieron ni a los Obispos mexicanos ni a un enviado de la Liga. Tampoco quisieron recibier al Obispo Miguel de la Mora, secretario del Subcomité Episcopal, que mandó aviso a Mons. Flores de que «tenía grandes y urgentes cosas que comunicarle, y que no fuera a pactar nada sin antes oírlo». Las puertas de aquella casa, en esos días, sólo estuvieron abiertas «para Morrow, para los sacerdotes extranjeros: Wilfrid y Parsons y Edmundo Walsh, S.J. [experto en política internacional de la universidad de Georgetown], para Cruchaga Tocornal, el embajador de Chile, y para otros extranjeros. Para los extraños. No para los mexicanos» (Lpz. Beltrán 516). Puede afirmarse, pues, que los dos Obispos de los Arreglos con Portes Gil no cumplieron las Normas escritas que Pío XI les había dado, pues no tuvieron en cuenta el juicio de los Obispos, ni el de los cristeros o la Liga Nacional; tampoco consiguieron, ni de lejos, la derogación de las leyes persecutorias de la Iglesia; y menos aún obtuvieron garantías escritas que protegieran la suerte de los cristeros una vez depuestas las armas. Sólamente consiguieron del Presidente unas palabras de conciliación y buena voluntad, y unas Declaraciones escritas en las que, sin derogar ley alguna, se afirmaba el propósito de aplicarlas «sin tendencia sectaria y sin perjuicio alguno». Así las cosas, los dos Obispos, convencidos por el embajador norteamericano Morrow de que no era posible conseguir del Presidente más que tales Declaraciones, y aconsejados por Cruchaga y el padre Walsh, que las «creían suficientes», aceptaron este documento redactado personalmente en inglés por el mismo Morrow: «El Obispo Díaz y yo hemos tenido varias conferencias con el C. Presidente de la República... Me satisface manifestar que todas las conversaciones se han significado por un espíritu de mutua buena voluntad y respeto. Como consecuencia de dichas Declaraciones hechas por el C. Presidente, el clero mexicano reanudará los servicios religiosos de acuerdo con las leyes vigentes. Yo abrigo la esperanza de que la reanudación de los servicios religiosos [expresión protestante, propia de Morrow, su redactor] pueda conducir al Pueblo Mexicano, animado por un espíritu de buena voluntad, a cooperar en todos los esfuerzos morales que se hagan para beneficio de todos los de la tierra de nuestros mayores. México, D.F. Junio 21 de 1929.-Leopoldo Ruiz, Arzobispo de Morelia y Delegado Apostólico» (Lpz. Beltrán 527). Las leyes vigentes, por supuesto, eran aquéllas que habían desencadenado la Cristiada. ¿Para derogar aquellas leyes vigentes habían muerto inútilmente veinte o treinta mil cristeros?... Frutos de la Cristiada ¿Inútilmente lucharon, con tan grandes pérdidas y sufrimientos, los cristeros y sus familias? En 1929 el jesuita Eduardo Iglesias, bajo el pseudónimo Aquiles P. Moctezuma, en El conflicto religioso de 1926, escribía relativamente satisfecho: «Terminadas felizmente las conferencias entre el Estado y la Iglesia»... (441). No es ésa la interpretación hoy más común. Pero también hay actualmente quienes estiman que los Arreglos «fueron los menos malos posibles dentro de las circunstancias». Así lo cree, por ejemplo, Juan Landerreche Obregón, quien además insiste en que los Arreglos «de ninguna manera significaron que el esfuerzo, el sacrificio y la sangre de los cristeros hayan sido inútiles para la libertad de la Iglesia Católica y el respeto a la religión y a los fieles. Por el contrario, los cristeros demostraron al gobierno con sus sacrificios, sus esfuerzos y sus vidas, que en México no se puede atacar impunemente a la religión católica ni a la Iglesia... Y todo esto se demostró en forma tan convincente a los tiranos, que los obligó no sólo a desistir de la persecución religiosa, sino los ha obligado también a respetar la religión y la práctica y el desarrollo de la misma, a pesar de todas las disposiciones de la Constitución [de 1917] que se oponen a ello, y que no se cumplen, porque no se pueden cumplir, porque el pueblo las rechaza... Los frutos [de la Cristiada] se han recogido y se siguen recogiendo sesenta años después de su lucha y seguramente culminarán a su tiempo en la realización plena por la que lucharon quienes dieron ese testimonio» (Prólogo a E. Mendoza, Testimonio 4,7-8). En 1993 el gobierno de México concedió a la Iglesia un precario reconocimiento legal como asociación religiosa, y reestableció sus relaciones diplomáticas con |