EL BRITÁNICO EN EL FRENTE
CHILENO
EL BRITÁNICO EN EL FRENTE CHILENO
EL BRITÁNICO
EN EL FRENTE CHILENO
Hace más de
30 años, el oficial de la fuerza aérea británica Sidney Edwards fue
escogido para la que sería la misión de su vida. En medio de la guerra de
las Malvinas, él tendría que lograr el apoyo de Chile contra Argentina.
Cuando los documentos oficiales en su país fueron desclasificados, Edwards
decidió relatar su historia en un libro, que hoy está a punto de publicar.
Ahora cuenta su experiencia por primera vez en una entrevista, y detalla
la colaboración chilena en el conflicto.
Revista “Qué Pasa” Chile
jueves 03 de julio de 2014
“El
general Matthei era un hombre muy pragmático y sabía que si Chile no nos
ayudaba en la guerra, después los argentinos caminarían derecho a tomar
las islas del Beagle. Lo otro que sabía es que ésta era una oportunidad
ideal para conseguir armamento, inteligencia y otras cosas”.
Patricia
estaba preocupada. Era 1982, la guerra acababa de empezar y ahora estaban
ordenando a su esposo, de un día para otro, dejar su trabajo en Londres.
Más que eso, ella no podía saber. “Patricia se había acostumbrado al hecho
de que a veces no le podía contar lo que estaba haciendo”, recuerda Sidney
Edwards, su marido y, en esa época, oficial de la fuerza aérea británica.
“Como hablas español bien y por tu experiencia, obviamente esto tiene que
ver con las Falklands”, le dijo Patricia. Él simplemente sonrió y dejaron
de hablar del tema. Un par de días después estaba en un avión rumbo a
Sudamérica.
“Más tarde
me diría que pensó que yo estaba en Argentina todo ese tiempo, espiando, y
eso la tenía muy preocupada. Me dijo también que si hubiera sabido que
estaba en Chile no se habría preocupado tanto”, explica desde Inglaterra
el aviador retirado, quien está a punto de publicar en su país el libro My
Secret Falklands War (de la editorial británica Book Guild). Nacido en
1934, cuando los argentinos invadieron las Malvinas, Sidney Edwards era un
experimentado oficial de 47 años. Antes había sido agregado aéreo en
Madrid -donde aprendió español- y, además de ser piloto, tenía
conocimientos de inteligencia y de operaciones conjuntas con las otras
ramas de las fuerzas armadas. “Tenía una combinación inusual de elementos
que se necesitaban para esta misión”, dice Edwards.
Su objetivo
era conseguir y coordinar el apoyo del gobierno de Chile a la defensa
británica de las islas del Atlántico Sur. Antes de tomar un avión, vestido
de civil, hasta Santiago, Edwards tuvo sólo dos días para armar la maleta
y preparar su viaje. En ese tiempo, se reunió con Miguel Schweitzer,
embajador chileno en Londres, y Ramón Vega, quien era agregado aéreo en
esa misma ciudad y quien mucho después llegaría a ser comandante en jefe
de la Fuerza Aérea. Ya en el vuelo, por fin pudo pensar en su estrategia
en Chile. “Me puse a planear cómo aproximarme al general Fernando Matthei,
cómo le explicaría lo que queríamos lograr”, dice Edwards.
Una vez en
Santiago, Edwards partió directo a la embajada de su país. En la tarde ya
tenía agendada una cita con el comandante de la Fuerza Aérea. “El general
Matthei me dio la mano cálidamente”, dice Edwards en su libro. “Me ofreció
cooperación total dentro de los límites de lo práctico y de lo
diplomáticamente posible. Enfatizó la necesidad de mantener el secreto”.
El británico le dijo que entendía la delicadeza de las relaciones entre
los dos países y continuaron conversando.
“No pude
creer la cooperación que logré con él y, por supuesto, con el resto de sus
oficiales”, recuerda Edwards. “Obviamente el general Matthei era un hombre
muy pragmático y sabía dos cosas clave: que si Chile no nos ayudaba en la
guerra, después los argentinos caminarían derecho a tomar las islas del
canal Beagle. Lo otro es que Matthei sabía que ésta era una oportunidad
ideal para conseguir armamento, inteligencia y otras cosas que normalmente
no habrían conseguido”.
En su libro,
Edwards describe todas estas reuniones entregando nombres y detalles, a
pesar de que las pocas notas que podía tomar debía destruirlas de
inmediato. “Éste fue un periodo muy relevante en mi vida y lo tengo muy
fresco en mi memoria”, dice.
UN RADAR
MIRANDO AL ESTE
El sonido de
un teléfono lo despertó súbitamente. Sin entender muy bien qué pasaba,
Edwards miró el reloj en su velador. Eran las tres de la mañana y lo
llamaban de la embajada: tenía mensajes de Londres y debía ir a verlos.
“Caminé rápidamente por las calles desiertas”, recuerda Edwards. “Me había
olvidado que había toque de queda hasta las cinco de la mañana. Tuve
suerte de no ser arrestado o incluso tiroteado”.
A pesar de
este tipo de preocupaciones, para su misión fue útil encontrarse en una
dictadura. Todo se conseguía rápido: a los pocos días ya tenía un carné de
identidad y una licencia para manejar. Vivía con un pie en la embajada
británica y otro en las oficinas centrales de la Fuerza Aérea chilena.
Desde ahí coordinó el uso de un radar de largo alcance en Punta Arenas,
que permitía ver los movimientos aéreos en Ushuaia, Río Gallegos,
Río
Grande y
Comodoro Rivadavia. “El general Vicente Rodríguez y yo acordamos que
crearíamos un sistema para poner esta información al alcance de la fuerza
en la misión”, explica Edwards en su libro. También coordinó, junto con
Londres, la llegada a Santiago de un equipo del Servicio Aéreo Especial
británico (SAS) con un sistema satelital de comunicaciones seguro.
Además,
comenzó a ver la posibilidad de usar un aeropuerto chileno para misiones
Nimrod, que permitían volar a gran altura cerca de la frontera con
Argentina y obtener información de lo que pasaba en ese país. Matthei
prefirió no usar bases en el continente, pero no tuvo problemas con
aprovechar la pista de aterrizaje ubicada en la isla San Félix, a 892
kilómetros de la costa chilena, a la altura de Chañaral. Unos cuantos
aviones británicos llegaron para ésta y otras labores, pintados con los
colores chilenos. En la isla, a cargo de la Armada, el almirante José
Toribio Merino había ordenado darles todas las facilidades. “Fueron
probablemente cinco vuelos de reconocimiento o algo así. Su importancia
fue que nuestra inteligencia en ciertos aspectos de las fuerzas argentinas
no era mucha, porque nunca esperamos tener problemas con ellos”, dice
Edwards.
Mientras
tanto, el oficial inglés llevaba una cuenta de los aviones derribados,
buques hundidos y tropas heridas. “Junto con mis colegas chilenos
estábamos de acuerdo en que los pilotos argentinos estaban mostrando un
gran coraje”, dice. En Londres, los mensajes cifrados que mandaba Sidney
Edwards desde Santiago se comenzaban a hacer famosos entre ese pequeño
círculo que estaba a cargo de dirigir la guerra. Llegó a escuchar que
hasta la primera ministra Margaret Thatcher se refería a ellos con el
nombre informal con que fueron bautizados: los “sidgrams”.
“Mi opinión
personal, y creo que es similar entre mis jefes del Ministerio de Defensa
y la primera ministra Margaret Thatcher, es que la ayuda que logramos de
Chile fue absolutamente crucial”, dice Edwards. “Sin ella, habríamos
perdido la guerra”. En ese sentido, la principal contribución, de acuerdo
a Edwards, fue la información del radar chileno en Punta Arenas. “Lo más
importante fueron los avisos tempranos de ataques aéreos”, dice el ex
piloto. “Sin éstos, cuando tienes un fuerza de mar sólo con una pequeña
defensa aérea, como teníamos, habríamos tenido que montar patrullas aéreas
de combate carísimas y aviones volando constantemente, listos para
interceptar intrusos”. Edwards cree que esto evitó muertes en ambos lados
y, finalmente, hizo que la guerra fuera más corta.
TENSIÓN
EN PUNTA ARENAS
Casi a la
medianoche del 18 de mayo de 1982, en las afueras de Punta Arenas, un
helicóptero Sea King británico yacía ardiendo cerca del mar, vacío. Dos
horas después, el teléfono de Sidney Edwards nuevamente lo despertaba en
Santiago. Era el general Vicente Rodríguez. “Estaba extremadamente
agitado”, escribe Edwards en su libro. “Necesitaba saber urgentemente qué
estaba pasando, porque él y el general Matthei estaban recibiendo muchas
críticas de parte del general Pinochet, que quería saber qué hacía un
helicóptero británico en Chile”.
Durante todo
su tiempo en Chile, Edwards nunca habló con Pinochet. Pasó al lado suyo un
par de veces y sabe que, en algunas ocasiones, Pinochet estaba en la
oficina de al lado, pero nunca se presentaron. “Eso fue hecho
deliberadamente. Él quería tener una especie de cláusula de escape, para
poder negar que tuviera conocimiento de mí”, explica el inglés. “Me parece
que lo que quería hacer era que si cualquier cosa salía mal, él podría
decir: fue Matthei, yo no sabía lo que él estaba haciendo”.
En el caso
de este helicóptero, Edwards dice que tampoco sabía lo que había pasado.
Preguntó a Londres y le explicaron que, mientras tanto, dijera que había
sido una falla en una misión de reconocimiento de rutina. “Los diarios y
canales de televisión en Chile pronto comenzaron a reportear la historia”,
recuerda el oficial. De a poco el interés en la noticia empezó a
disminuir, pero había un periodista que no dejaba de investigar el tema.
Edwards se lo comentó a sus pares chilenos: dijo que estaría feliz cuando
el periodista decidiera poner su atención en otros temas y, poco tiempo
después, lo hizo. “Cuando le pregunté a Patricio (Pérez, oficial de la
FACh) sobre este reportero, él sonrió y me dijo: ‘No te preocupes, él está
vivo, pero muy asustado’”, recuerda Edwards. “Me sentí muy mal por este
periodista”, escribe el inglés en su libro.
Días después
aparecieron tres tripulantes del helicóptero, que se entregaron a las
autoridades. Sidney Edwards tuvo que organizar, junto a la gente de la
embajada, una conferencia de prensa para explicar qué había pasado. El
piloto dijo que el mal clima lo había obligado a descender y abortar esta
misión de rutina. Pensando que estaban en Argentina, se escondieron hasta
que no pudieron más. Sin embargo, para Edwards era claro que esto era
parte de algo mayor, como le autorizaron a revelar a la FACh más tarde.
“Ésta era una misión sólo de ida, para dejar fuerzas especiales en el sur
de Argentina, antes de que la tripulación volara a la frontera con Chile”,
dice Edwards.
En secreto,
entonces, Edwards y la FACh coordinaron mover a los oficiales de la SAS a
Santiago. “Nunca escuché la historia oficial detrás de este incidente,
pero después de la guerra pude tener una buena suposición de lo que había
pasado”, dice Edwards, quien cree que el objetivo era inhabilitar los
misiles Exocet argentinos y los aviones Super Étendard que los llevaban.
Ésta sería una misión previa al plan final, que finalmente habría sido
abandonado tras la caída de este helicóptero.
Argentina,
de todas maneras, ya había usado gran parte de sus Exocets y, semanas
después, el 14 de junio, las tropas trasandinas se rindieron. Murieron 255
británicos y 649 argentinos en total. Edwards se quedó unos días más en
Santiago y recuerda haber celebrado en la discoteca Las Brujas. “Muchos de
nuestros colegas chilenos se nos unieron allá y parecían tan contentos
como nosotros con la victoria”, recuerda el piloto.
Edwards por
fin pudo relajarse un poco más en Chile. Luego de unos días, le pidieron
que volviera a Londres. Ahí recibiría la Orden del Imperio Británico por
sus servicios. “Pero, para evitar atraer atención al vínculo con Chile, no
me pondrían como parte de la lista de la guerra de las Falklands”, dice.
La razón de
este honor debería permanecer en secreto. Hasta hoy.