LUIS ALBERTO BARNADA
LUIS ALBERTO BARNADA
“En todo diligencia y en nada prisa,
Si quieres que en tí rija la inteligencia.
Y en lo que ya has actuado con negligencia
Prefiere, a lo apurado, las consecuencias.”
Estos versos, que titulara “Normas para la diaria labor”, caracterizan de manera absoluta el pensamiento profundo, realista y lleno de alta ironía de Luis Alberto Barnada, que acaba de terminar una vida plena en Concordia, su ciudad natal. Con gracia las firmó como “abogado, filósofo, poeta y célebre conversador del siglo XX, de quien sólo se conserva este texto”. Porque, en efecto, su rasgo prototípico fue el de gran animador de entrañables tertulias entrerrianas, porteñas y, si acaso se diera, universales. Escrito en la plenitud de su vida, el poema ha contado con cierto don profético. Porque, en realidad, la patria y su provincia en particular distaron mucho de darle el sitio que su capacidad y su nobleza hubieran requerido, aunque no van a impedir que tantos como hemos disfrutado de su enseñanza y su consejo lo recordemos siempre como a un hombre ejemplar.
Estudiante de Derecho en Buenos Aires, supo enseguida encontrar las más fructíferas fuentes de lo intelectual de su tiempo en el Nacionalismo. Católico íntegro, pero poco amigo de lo clerical, tuvo la más clara y natural síntesis de la verdad siempre a mano. Lector, polemista pero, sobre todo, hombre capaz de entender a los demás hombres desde los vericuetos de lo cotidiano, poseía esa capacidad de simplificar propia de las inteligencias superiores. “¿Pero qué otra cosa quieren que nos pase, si en la Segunda Guerra Mundial ganó lo viejo?”, nos dijo una tarde de verano, en momentos en que la patria se arrastraba por la traicionera y traicionada década del setenta.
Porque él, como el padre Leonardo Castellani –mentor a quien se refería con invariable afecto- fue de los nacionalistas que no se equivocaron: de aquellos que supieron entender y transmitir que el verdadero enemigo de la patria y las almas era el liberalismo, más que el comunismo. Y que lo sigue siendo bajo sus mil formas amebiásicas, bajo todos sus disfraces, mientras el comunismo desploma su naturaleza efímera.
De ahí que tuviera clarísimo que 1945 había sido el momento de la derrota de la única síntesis superadora de la falsa antinomia materialista, de la síntesis liberadora de lo mejor de los espíritus ordenados en el deber hacia el prójimo y la tierra natal, la síntesis vertebrada por los Estados nacionalistas. Y que 1945 era el retorno a lo peor que había anidado el oscuro siglo XIX.
Vuelto -ya abogado- a su provincia para cumplir deberes de familia, se volcó a la docencia secundaria y luego universitaria. Por supuesto, apenas tuvieron oportunidad, los liberales de la “libertadura” lo dejaron sin cátedra. Y, sin embargo, tiempo después la Universidad de Entre Ríos (UNER) le debió su supervivencia.
En efecto, cuando su amigo de juventud Juan Llerena Amadeo fue ministro de Educación con el Proceso, la UNER –acantonada en Paraná y viciosa de carreras superpuestas con las de la Universidad del Litoral, río de por medio- estaba sentenciada. Consultado Barnada, tuvo la lucidez de sugerir el traslado del rectorado a la costa del río Uruguay y la elegancia de no afincarlo en Concordia, de crear carreras de verdadera necesidad y de trazar un plano de integración geopolítica con la República Oriental del Uruguay, que sigue y seguirá vigente más allá de ningún desacierto “pastero”.
Naturalmente, otra vez los tolerantes liberales de la democracia alfonsinista lo obligaron a renunciar y arrancaron con él la imagen de la Virgen a quien había encomendado el corazón y la inteligencia de la Universidad. Desde entonces anochece la mediocre burocracia lo que pudo haber sido un foco que superara los límites de la provincia.
Como abogado, Barnada fue mucho más constructor de acuerdos que amigo del pleito. Y, además, generoso asesor de mil necesitados con favores que –me consta- callaba con celo. Pero, por sobre todo, era el prototipo del abogado que se constituye en arquitecto de su sociedad, allanando conflictos, aclarando intereses, encontrando la medida justa. Así lo recuerda, por ejemplo, la Asociación Médica de Concordia, a la que asesoró en los confusos días del pretendido Sistema Nacional Integrado de Salud, manotazo de ahogados ideólogos sanitarios de los setenta.
Finalmente, fue poeta finísimo y ejemplar cabeza de familia. Pero, sobre todo, fue nacionalista fundador del Nacionalismo de su ciudad y su provincia, y católico sin desvíos ni desmayos. Todos los consejos le fueron pedidos, a todos respondió con la serenidad propia de su formación.
Como la vida -a la que quería alegremente- se le fue alargando, supo encontrar una fórmula de virtud: mano amplia para regalar las mejores lecturas a tantos allegados y un corazón puro de amor a la Virgen.