Una leyenda equivocada
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Una leyenda equivocada
NORBERTO FUENTES. 
 Resultaba extraño escuchar a uno de los más encumbrados generales  cubanos referirse al Che Guevara de forma despectiva y hasta brutal. Era sabido  que su campaña de Bolivia había resultado un fracaso y que, menos tres cubanos y  un par de bolivianos, el empeño le había costado la vida a todo su destacamento.  En Cuba, para designar un responsable, se hizo necesario disolver el Grupo de  Operaciones Especiales (GOE) e integrar sus mejores hombres a Seguridad Personal  y luego reorientar todas las escuelas de adiestramientos de guerrillas -hasta  entonces bajo responsabilidad del GOE- y comenzar a estudiar la campaña de  Bolivia como un patrón de casi todo lo que no debía hacerse en un movimiento  guerrillero. Pese a todo, y como una tozuda reacción de orgullo, había entre los  cubanos la convicción de que era un icono del movimiento revolucionario mundial  y que su utilidad era inestimable de ese modo. De ahí que el Che se mantuviera  en una especie de canonización sin cuestionamientos entre la cúpula militar y  que este fuese el carril tendido para los teóricos y propagandistas de la  Revolución.
 De modo que cuando Arnaldo Ochoa le espetó con toda violencia y  desprecio a la misma hija del Che, sobre la mesa de comedor de la Casa Uno de  Luanda, que su padre era un perdedor, yo comprendí por primera vez que había una  posibilidad más allá de la libertad, y que ésta era el desacato. Arnaldo, con  grados de general de División, era el jefe de la Misión Militar de Cuba en  Angola. Aleida -Aliusha- Guevara acababa de graduarse de médico y cumplía misión  internacionalista en un hospital de Luanda. Los otros presentes éramos el  general de Brigada Patricio de la Guardia, dos o tres de nuestras respectivas  mujeres, y yo. Fue en los primeros días de diciembre de 1987, la guerra de  Angola se estaba acabando y hacía 20 años que habían matado al Che. La Casa Uno  había sido en la época colonial la residencia del cónsul americano (sin ese  nombre, por supuesto) y los cubanos la remodelaron para eventuales visitas de  Fidel y como residencia del jefe de su Misión Militar.
 El almuerzo era un mono. El mono Hugo, que estuvo encerrado como  siete años en una jaula del portal amurallado de Casa Uno y que Ochoa, apenas  nombrado jefe de la Misión, decidió servírselo en fricasé. Advierto que fue una  nimiedad lo que motivó la explosión de Arnaldo. Aliusha aparentemente quiso  darle una tónica de acto cívico a la ocasión, aunque siempre lo tomé, más bien,  como una zalamería de ella ante el héroe revolucionario. Dijo algo sobre la  permanencia del Che en las batallas revolucionarias cuando Arnaldo le espetó un:  «Ah, chica, cállate, que tu padre era un perdedor». El silencio fue instantáneo  en aquella sobremesa y lo que recuerdo es la sonrisa de Ochoa, y la blancura de  sus dientes, y el brillo de sus ojos detrás de sus pequeñas gafas. Mantenía la  sonrisa, desafiante, ante Aliusha. Aliusha quiso responder con la misma  virulencia y, corriendo ruidosamente su silla hacia atrás, le dijo: «¡Que mi  padre no te oyera!», la voz ya a punto de rajársele en un sollozo. «Tu padre no  tenía nada que enseñarme, Aliusha, no me jodas tú -y repitió, con saña-: Tu  padre era un perdedor».
 Había, en efecto, una idea romántica y era por la que nos dejábamos  llevar, e incluso resultaba aceptable la forma en que el argentino había  perdido. El consenso político cubano determinaba que existía un heroísmo  indudable en el empaque de aquella derrota. Todos sabíamos que se había rendido,  pero cuando tú te acomodas a una idea, luego ni las más sólidas evidencias  logran hacerle mella fácilmente. Fue entonces que se despejó algo, y entendí por  qué la actitud de Arnaldo era, al menos para mí, tan sobrecogedora, y es que  Arnaldo, en su desfachatez sin contención, sacó a flote lo que estaba dormido.  Ahora aclaro que ni Patricio ni yo ni ninguna de las respectivas mujeres salimos  en su defensa -de ninguno de los dos-, pero no hacía falta porque a esa niña de  bata blanca, a la que se le saltaban las lágrimas, era evidente que Arnaldo le  gustaba. Amén de que Arnaldo no hacía ningún esfuerzo por retirar la sonrisa de  su rostro.
 
 
 
