" ES PARA EL DIRECTOR, UN HONOR PRESENTAR ESTE MAGNÍFICO ARTICULO DEL GRAN AMIGO Y COLEGA ,PROFESOR TITULAR DE CIRUGIA, DR HUGO ESTEVA "
PARA MI PRIMA: IZQUIERDAS Y DERECHAS
Hugo Esteva
Tengo una prima que es excelente persona, fue lindísima mujer –y sigue siendo una buenamoza si descontamos estar ya en una edad en que eso importa menos-, magnífica madre y poco común abuela, que me ha pedido definir qué es ser de izquierda y qué de derecha. Dice que lo quiere por escrito porque, de lo contrario, se va a olvidar enseguida. Allá voy.
Como se sabe, las categorías de derecha e izquierda provienen de la Revolución Francesa. Antes, la gente era como se debía o, si no, era resentida. Pero todo lo malo que provino de la Revolución de 1789 y sus antecedentes no sólo definió como izquierda a ese resentimiento de origen burgués, sino que contaminó a buena parte de lo que hasta entonces había sido el Antiguo Régimen y le metió también la pequeñez burguesa. En fin, habrá ante todo que aceptar que nada verdaderamente bueno se define por derechas e izquierdas, que ambas son partes de una visión menor del hombre, de su inteligencia y hasta –permítaseme bordear lo blasfemo- de su alma. El hombre, hijo de Dios, está muy por encima de estas definiciones que lo apocan; dueño de una sublime libertad, goza de un valor eterno del cual no deja de conservar cierto “polvo de estrellas”. Y esto, a pesar del pecado original.
De todos modos la civilización contemporánea en que nos movemos y decae a ojos vistas, emplea cotidianamente lo de izquierdas y derechas para establecer dos visiones políticas, en el sentido amplio del término, que abarcan además lo social y lo económico. Pero que van más allá, como se verá.
Un hombre de izquierda es alguien que, en última instancia, cree sólo en un mundo material regido por leyes propias, no trascendentes, nacidas de distintos tipos de conflicto: desde la evolución de las especies (fruto de la pelea por la supervivencia y la dura adaptación al medio ambiente) hasta la lucha de clases (choque entre superestructuras provenientes de la desigualdad). Cree que el hombre es originalmente bueno, pero que las condiciones socio-económicas lo enfrentan con sus iguales. Piensa que el sitio de desarrollo del hombre es universal, internacional en su expresión histórica actual, y que las naciones son fruto de la ambición humana; desaparecerían si las condiciones objetivas que nos rodean fuesen materialmente más justas. Por ende, fuera de alimentar cierto sentimentalismo, el amor a la patria es para él algo que termina entorpeciendo el verdadero desarrollo humano. Un desarrollo progresivo y progresista, que llegaría a la perfección si las estructuras se lo permitiesen. Así, el hombre perfecto del futuro es el modelo a endiosar para quienes se sienten de izquierdas y todo lo que dificulte tal camino a tal perfección debe ser destruido. En tal nombre, con ese sentido del progreso, la izquierda ubica su verdad; por tanto no duda en usar la mentira como un arma de lucha que le abra paso hacia el paraíso material que vislumbra, por eso también tiene una singular perseverancia frente a las cosas de este mundo. Y una singular saña para destruir el pasado: porque entiende que el pasado ata al hombre con viejos temores y antiguas fantasías –como las que han dado origen imaginario a los dioses, creaciones del hombre todavía no totalmente libre-, y porque son así defectuosas y despreciables todas las instituciones del pasado que no tiendan al progreso. Así la familia como la hemos conocido, así los sexos, así los cultos. La explosión científico-tecnológica de buena parte de los siglos XIX y XX los alentó en la idea de que iban a liberarse de Dios, por eso fueron positivistas. El freudismo y sus derivaciones parecieron ser capaces de explicarles sus propias conductas y las de sus congéneres prescindiendo de –o reemplazando- toda idea de pecado. La anticoncepción, el aborto sin mayores riesgos para la madre, la eutanasia y afines dieron la sensación de que esta gente iba en camino a la felicidad. Por eso no han trepidado en utilizar los métodos más violentos ni los más torcidos para lograrla. Y como creen que la felicidad es su derecho, la exigen aunque sea a través de la angustia. Como pasa siempre con el camino equivocado, no van a llegar a ninguna meta: por eso son peligrosamente insaciables. Y siguen tristes.
Respecto de los hombres de derecha, es necesario hacer una primera salvedad. Si se va a entender por derecha a los liberales que se sentaban a la diestra en la Asamblea Nacional francesa y a sus descendientes actuales, ahí no vale la pena hacer distinciones respecto de los de izquierda. Son tan materialistas unos como otros. Sus valores, de ida o de vuelta, terminan siendo los económicos. Pertenecen a una misma mentalidad que sólo distingue dos matices relativos, enfrentados apenas en el modo de repartir la riqueza. Me refiero aquí a los liberales “de derecha”: capitalistas sin problemas frente a la usura, que en el fondo creen –como calvinistas- que Dios premió sus virtudes al hacerlos ricos. Se me podrá llamar exagerado, pero el modo admirativo en que buena gente que uno conoce pondera la riqueza está mostrando un dejo de ese concepto. El solo hecho de que estos liberales piensen que tenía razón Adam Smith al hablar de la competencia y el juego económico, estableciendo que del choque de ambiciones entre quien quiere vender caro y quien quiere comprar barato surge el precio justo, lo dice todo. No se puede alegar ingenuidad cuando se está estableciendo que de la contraposición de dos egoísmos, de dos mentiras, nacen la virtud y la verdad. Estos economicistas, almas ganadas por la especulación, son los representantes de un modo de ser que, como el otro, también quiere hacer del hombre un esclavo. Aquéllos lo hacen del Estado sovietizado; éstos del mercado soberano. Y los liberales son hasta peores como individuos, porque a lo sumo son capaces de arriesgar un poco de su poder pero, habitualmente, ni siquiera su propio dinero. Si así no fuera, no hubiesen inventado las sociedades anónimas ni las compañías de seguros.
Al referirme a los hombres de derecha voy a intentar caracterizar a aquellos que, a sabiendas o no, han escapado al influjo de la Revolución Francesa. A aquellos para quienes el lema “Libertad, Igualdad, Fraternidad” es desde la base incompatible con su afán por la independencia, su aceptación de que todos los hombres somos iguales ante Dios pero así también sagrados en nuestras diferencias, su sentido de la caridad hacia el prójimo. Quizás haya habido algunos de éstos sentados a la derecha en la Asamblea revolucionaria parisina; pero en ese entonces los verdaderos hombres de derecha fueron quienes se batieron hasta el martirio en la Vendée, por su patria, por Dios y por el rey (aun a pesar del rey). Eran los hombres de siempre, desde aristócratas a labradores, curas y laicos, que creían en lo de siempre: la sujeción al orden objetivo bajo el que habían nacido, el respeto a lo aprendido de los padres y la noción de su propia pequeñez llena de responsabilidades ante la historia y ante el Creador. Hombres que percibían el “santo temor de Dios” con naturalidad; no como el miedo al Todopoderoso patrón de los castigos, sino como la pena límpida por no ser capaces de estar a la altura de Su amor.
Un hombre de derecha, que así entendido podría llamarse mejor un hombre tradicional, un hombre de siempre, es entonces alguien que se ata voluntariamente al deber surgido de la noción de que lo poco que se es vale sólo en función de ponerlo al servicio del prójimo, reflejo y objeto del amor de Dios. Pero ese deber implica honor, y es el sentido del honor –callado habitualmente, manifiesto si hace falta- lo que distingue al hombre de derecha. Ese honor implica la verdad: la obligación moral de la verdad en la relación uno a uno con los demás; un sentido que hasta puede llegar a poner en peligro la empresa general ante la obligación particular.
La lealtad está implícita en las relaciones políticas de los hombres de derecha, y la primera lealtad es con la palabra dada. A diferencia de los izquierdistas, cuyo sentido de la verdad está supeditado al progreso de la Revolución, el hombre tradicional es por naturaleza conservador porque se ve obligado por su conciencia a guardar todo lo que de verdad ha recibido del pasado, verdad que en su escala humana es el resto histórico de la Verdad original.
Honor y lealtad se resumen en un inquebrantable sentido de la independencia, que se exige para sí, pero que se quiere para la familia y para la patria. Y que necesariamente se respeta en los otros: individuos, grupos o naciones. Ese respeto proviene de saber que la vida es sagrada y que de tal idea surgen una serie de obligaciones para el hombre de siempre. Por eso, si acepta en extremo disponer de las vidas en la guerra, la defiende sin concesiones ante las políticas del aborto y la eutanasia, caras a los izquierdistas. Por lo mismo, repugna de los llamados “Derechos humanos”, producto de la Revolución, que manipula la izquierda creando una Justicia tuerta. Ante la sacralidad de la vida de los hijos de Dios, crecen las obligaciones de las almas nobles en la misma medida en que se pulverizan los derechos de los resentidos.
Ser de derecha, ser nacionalista, ser conservador, no significa ser xenófobo ni pasatista. Quiere en cambio decir no profesar acerca de la inteligencia endiosada ni de su limitada ciencia. Es tener claro que la verdad científica de hoy puede ser el error grosero de mañana, y no confundir las verdades relativas de lo humano con las absolutas de las cuales la Fe nos alcanza una salvadora noción. Pero ha sido siempre también saber servirse con respeto de los descubrimientos de los hombres, con la prudencia que puede devolverlos transformados en bien para otros.
Los de derecha que, por lo que antecede, tienen clara conciencia de los límites, saben también que esos límites deben ser defendidos. Y que la defensa de los límites –personales, grupales, nacionales- requiere en ocasiones de la violencia justa. Pero saben también que la violencia justa se ejerce a cara descubierta y a la luz, porque implica como pocas cosas al honor. Por eso el verdadero hombre de derecha abomina del atentado nocturno y aborrece el terrorismo. Porque el honor y la verdad se levantan al sol y porque por eso mismo son abominables las sociedades secretas. El que actúa a lo oscuro, desde las tinieblas, llámese como se llame, no es de derecha.
El pensamiento de derecha es, por supuesto, universal. Y los hombres tradicionales, los hombres de siempre, se reconocen a lo largo de las épocas y de las civilizaciones. Pero saben también que el alcance de sus principios, de su honor y de su amor requiere en cada momento de las humanas fronteras de las familias y las patrias. Y que, como dijese con ilustre intuición José Antonio Primo de Rivera, el destino universal de los hombres sólo se adquiere desde la unidad de la patria. Tal sentido trascendente de la patria es el que provoca en el hombre de derecha un especial dolor y una especial compasión ante el compatriota; no es otro el sentido de la solidaridad que ha agrandado en todos los tiempos el pecho del derechista.
Sea o no religioso, el hombre de derecha sabe que somos criaturas caídas y, lo manifieste o no según la profundidad de sus convicciones trascendentes, tiene claro que la línea histórica por la que marcha la humanidad no es una recta de evolución progresiva, como pretenden los de izquierda. Esa noción, a la que vino a poner un falso fundamento pretendidamente científico el darwinismo, hace a la conducta mucho más de lo que pueda aparentar en superficie. El hombre de siempre intuye cuánto puede aprender del pasado y lo estudia con afán y con respeto. Aunque hasta el arte se lo muestre de modo evidente, el progresista genera en cambio la idea de que el hombre de antes era menos desarrollado que uno; por eso no tiene el menor cargo de conciencia cuando tergiversa el pasado o, sencillamente, lo borra, como se comprueba a través de la educación dominada por él.
Así la línea: progresismo versus apego a la tradición opacada. La lógica humana indicaría que los primeros deberían ser individuos alegres, confiados del exitoso camino que transitan. Sin embargo, es todo lo contrario, el gesto habitual de la izquierda es hosco, oscuro, gris, reconcentrado. La derecha, en cambio, es alegre; no se esconde ante el enfrentamiento ni le teme al vino. Es que la derecha, pese a todo lo que impera, tiene esperanza. Esa Esperanza que proviene de la Fe y que debe escribirse con mayúscula.
Mi prima es, como se habrá supuesto, una señora de derechas. Por hábito familiar heredado y por el ejemplo que da con su vida. Pero, en su bondad -y quizás porque habrá visto a su alrededor a algunos de esos liberales mal llamados “de derecha”, que son unos miserables al servicio del dinero-, piensa a veces que el sentido de justicia social proviene de la izquierda. Espero que la historia de Cristo, la más humilde de nuestra patria y aun estas modestas líneas que le he dedicado, la ayuden a considerar la verdad.