Mons. Héctor Aguer
En la bula Misericordiae vultus, de indicción del Gran Jubileo que estamos celebrando este año, el Papa Francisco aborda un problema teológico central: la relación entre justicia y misericordia. En el número 20 del mencionado documento se dice: no son dos momentos contrastantes entre sí, sino dos dimensiones de una única realidad que se desarrolla progresivamente hasta alcanzar su ápice en la plenitud del amor. En el párrafo 6 del mismo texto se incluye una expresión bella y exacta de Santo Tomás: es propio de Dios usar misericordia y especialmente en esto se manifiesta su omnipotencia. Estimo que en el Antiguo Testamento la relación entre misericordia y justicia, en cuanto atributos divinos que se manifiestan en la historia del pueblo de Israel, es dialéctica, aunque se percibe un intento de solución por referencia a la fidelidad de Dios. En el Libro de los Salmos, la justicia y la misericordia se remiten, una y otra, a la fidelidad; Dios es fiel, idéntico a sí mismo; se podría afirmar, casi tautológicamente, que es misericordioso porque es justo, y es justo porque es misericordioso. Porque inclina su corazón a nuestras miserias humanas nos aplica su justicia para que las reconozcamos y recurramos a él para recibir su generoso perdón. En el Nuevo Testamento se revela una superación de aquella dialéctica entre justicia y misericordia, especialmente en la teología paulina de la justificación del pecador elaborada en las Cartas a los Romanos y a los Gálatas. Dios justifica al pecador en virtud de la sangre de Cristo, que asumió nuestro lugar, nuestra miseria, para que la justicia se tornara misericordia.
No puedo extenderme más en estos prolegómenos. El Aquinate conocía muy bien la Sagrada Escritura, y a los Padres de la Iglesia; esa tradición tan amplia cuanto admirable se encuentra detrás de su estudio sobre la justicia y la misericordia de Dios, y aflora discretamente cuando corresponde. No falta el apoyo en Aristóteles y en Cicerón, sobre todo en el primer estudio cronológicamente hablando de Santo Tomás sobre el tema de la justicia, a saber, el Comentario al Libro IV de las Sentencias, distinción 46. En las dos cuestiones de este apartado se encuentra un desarrollo muy extenso, que se reducirá a lo esencial en la síntesis de la Summa Teologiae.
Justicia y misericordia de Dios
Un planteo previo al estudio de la justicia divina consiste en establecer de qué modo o en qué sentido puede atribuirse a Dios una virtud moral. El asunto es aclarado en el primer artículo de la cuestión 21, en la respuesta a la primera objeción. Sólo cabe atribuirle aquellas virtudes que versan circa operationes, como la justicia, la liberalidad y la magnificencia, cuyo sujeto no es una pasión sino la voluntad, ya que no hay en Dios apetito sensitivo. Pero siguiendo a Aristóteles se excluyen las actiones civiles, como hacer contratos, restituir depósitos y otras ocupaciones por el estilo, propias de los hombres. El pasaje citado descuella porque en el mismo el Filósofo afirma que la felicidad perfecta -aquella de la que gozan los dioses- es theōretiké tis enérgeia: la contemplación. En la Summa Contra Gentiles, obra de 1259, Tomás había escrito que la perfección de la inteligencia y de la voluntad divina no puede carecer de aquellas virtudes quae sunt principia operationum absque passiones; al comienzo de ese capítulo había citado como ejemplo: verdad , justicia, liberalidad, magnificencia, prudencia y arte; excluye allí la justicia conmutativa, ya que Dios no recibe nada de nadie, aunque podamos hablar así per similitudinem. Dirá lo mismo en el Comentario al De divinis Nominibus: entre las virtudes morales, solo la justicia puede atribuirse a Dios con mayor propiedad, porque no versa sobre pasiones sino sobre acciones. Subrayo el magis proprie, ya que en la Sagrada Escritura, en el Antiguo Testamento especialmente, se muestra a un Dios apasionado en su relación con el pueblo que ha elegido, y con los otros, mediante expresiones que obviamente la exégesis debe interpretar como figuras humanas de su justicia (la ira y la amenaza, por ejemplo) o de su misericordia (la ternura materna o el amor esponsal) que permiten comprender el misterio de su intervención en el mundo de los hombres.
La distinción aristotélica entre justicia conmutativa y justicia distributiva es tomada como punto de partida en todo discurso tomasiano sobre la justicia de Dios. Para distinguirlas el Filósofo se basa en la proporción y en las relaciones aritméticas. Pero en la Summa la autoridad de la afirmación para descartar en Dios la justicia conmutativa procede de San Pablo: Nadie pudo darle nada antes a Dios para que Él deba retribuirle; es imposible entablar con Él una relación de toma y daca. En cambio, corresponde a la naturaleza divina ser el Dador por excelencia, el que gobierna o dispensa, como en el orden de una familia o de una sociedad (del siglo XIII, claro está; actualmente el autor no podría asumir estos ejemplos): dat unicuique secundum suam dignatatem. El orden del universo, que los hombres procuran empeñosa e injustamente desordenar, manifiesta la justicia de Dios, lo mismo que su providencia, dentro de cuyo admirable concierto cabe el ejercicio, muchas veces descabellado, de la libertad humana.
Estamos en el artículo primero de la cuestión 21 de la Primera Parte de la Summa, que se cierra con una cita dionisiana que viene apropiadamente a completar lo ya expresado acerca de la dignidad de los beneficiados a los que Dios reparte sus dones. La justicia distributiva observa en los tratos y gracias divinas una igualdad proporcional (tò análogon de Aristóteles), es decir ut det unicuique secundum quod dignus est. En este pasaje de la Expositio conviene remarcar el “a cada uno”; el conocimiento y el amor de Dios se dirigen personalmente a sus criaturas. Se observa entonces un orden (táxis) en el cual la naturaleza (physis), la dignidad (axía) y el poder (dýnamis) de los seres es tomado en cuenta, para el trato con ellos, por la generosidad del Creador. En su Comentario al De divinis Nominibus, que precede en dos o tres años al comienzo de la Summa, Tomás se remite a dos obras de San Agustín para señalar que Dios distribuye todo el bien (esa es la mensura, que incluye la belleza de la forma y el decoro del orden. Debe descartarse, entonces, toda confusión; el conjunto de la obra divina es, según Dionisio amigé kái asýmphyrta, sin mezcla ni embrollo.
Se cumple una obra de la justicia de Dios cuando Él da a cada uno lo que le debe según la razón (el lógos) de su naturaleza y condición; al hacerlo no es deudor de nadie sino que se remite al orden de su sabiduría. Como se ha indicado antes, en esa relación Dios distribuye unicuique proportionabiliter secundum suum modum. A veces su justicia es condescendencia de su bondad, otras veces retribución de los méritos. Esta afirmación se apoya en una cita del Proslogion de Anselmo: Dios es justo cuando castiga a los malos porque es eso lo que corresponde a sus méritos, pero cuando los perdona es justo porque esa acción de perdonar condice con su bondad. Por aquí despunta nuevamente la inseparabilidad de la justicia y la misericordia en la naturaleza divina, y se advierte la ambigüedad en que se incurre cuando se pretende proyectar en Dios los parámetros humanos de la justicia. En el Comentario a las Sentencias se lee que en Dios se encuentra alguna forma de justicia conmutativa respecto a la creatura, como se encuentra entre padre e hijo, según una igualdad de proporción; esta se establece entre lo que Dios hace con sobreabundancia y lo que a la creatura le falta: id quod superabundanter facit podría llamarse misericordia (aunque Tomás no lo diga). Se verifica en el perdón de los pecados, quia decet eum; ¡qué más propio de Dios!.
Tomás identifica la justicia de Dios con la verdad (la emuná veterotestamentaria), porque se cumple en ella la adaequatio de las cosas al saber divino creador; en la creación en cuanto tal -aun cuando el hombre la arruine- y en los avatares de la historia, brilla el orden de la sabiduría divina. Por eso todo tiene sentido.
El Pseudo Areopagita menciona tres actividades de la justicia divina: la distribución en cuanto tal, el orden por el cual es siempre inconfusa -no irrumpe ni usurpa un beneficiado a otro- y el hecho de ser la justicia divina la causa, para cada uno, de su propia operación; de allí el concierto, la sinfonía de la totalidad, que se logra por la observancia de los límites. Una interesante observación: quienes protestan contra la justicia divina ignoran la argumentación precedente y manifiestan su propia injusticia, diríamos que se autoexcluyen de aquella inigualable y misteriosa armonía. Otra objeción: si es justo, Dios debería imponer necesidad, suprimir toda variación -implícitamente la libertad humana- para fijar a todas las creaturas en una identidad inmóvil que sería más perfecta. La sabiduría divina, por el contrario, conserva cada naturaleza en su propio orden y capacidad : los mortales como mortales y los inmortales inmortales. Tomás apunta que este, el del objetante, es un iudicium perversum. Se me ocurre que ha sido y es, bajo diversas formas, el sueño de todas las gnosis. Una queja de todas las épocas ya la recogía Dionisio en el siglo V o VI: ¿por qué Dios, si es justo, permite que los buenos sufran a manos de los malos y no impide esa iniquidad? Los buenos -se responde- si son verdaderamente tales (sancti, en griego hósioi) al sobrellevar las penas temporales se unen con amor más fervoroso a las realidades espirituales, crece en ellos el amor de Dios y la fuerza para luchar virilmente por la justicia. También es propio de la justicia divina que la fuerza de ánimo no se debilite o desfallezca totalmente por los dones de la prosperidad.
La cercanía en Dios de la justicia y la misericordia, su paradojal vinculación, pudo comprenderla Santo Tomás en su rezo cotidiano de los Salmos, ya que es muy difícil que el Doctor Común de la Iglesia pudiera aislar uno de otra, pensamiento y oración. El Salmo 135 (136 en la numeración hebrea) repite como estribillo ki leolam jasdô, “porque es eterna su misericordia”; entre las obras de misericordia realizadas en favor de su pueblo se incluye el castigo de los enemigos: hirió a los primogénitos de Egipto, hundió en el Mar Rojo al Faraón con sus tropas, dio muerte a los reyes Sijón y Og para entregar sus territorios al pueblo de Israel. Es verdad que en el Antiguo Testamento Dios parece hacerlo todo Él directamente, obviando el complejo juego de las causas segundas. Este modo de expresión, propio de la cultura de la época en que se gestaron aquellos textos venerables,y del pensamiento semítico en general, no debe constituir prejuicio para que nosotros examinemos los atributos divinos de acuerdo a un método estrictamente teológico, con los antecedentes filosóficos que correspondan.
En su Expositio sobre el texto dionisiano, admite Santo Tomás que son efectos de la justicia divina la salvación universal, la liberación y una especie no injusta de desigualdad. Salvación (sōtería) implica que el Señor custodia y conserva en cada uno la sustancia propia según su naturaleza, sin mezcla extraña, el propio orden, y es causa de la propia operación. En los tres casos subraya Dios que su salvación es pura (kathará); se refiere al respeto de lo que a cada ser corresponde según su propiedad. Dios libra del mal a las criaturas ejerciendo su justicia, impidiendo que “caigan” del propio bien. Se trata de la restitución de la caída causada por el libre albedrío (anticipándonos podemos identificar esta acción divina con el perdón de los pecados) o en la corrupción natural. Dios lo hace per propiam bonitatem. La liberación (apolýtrōsis) consiste en que no permite que los seres caigan en la nada (to mē eînai); libra asimismo de la caída de la pasión al pecado (plēmmelés) y de la debilidad (adranéia) que impide conservar el propio orden. También libra la justicia divina de la privación (stérēsis) o defecto en la perfección. El Señor lo hace, apunta el Aquinate, paterno et misericordi affectu: completa, restaura y confirma en el bien, perdona los pecados. El original dionisiano dice patrikōs, paternalmente. Excluyendo siempre toda desigualdad injusta; da lo más o lo menos según la proporción que corresponda a la dignidad de cada naturaleza y su propia capacidad. Como vemos, reaparece siempre la condición que caracteriza a la justicia conmutativa. Pero a esta altura de la obra del Angélico, genéticamente considerada, si bien la misericordia aparece como efecto de la justicia, se identifica con ella.
No debe extrañar, por tanto, que en la síntesis que es su obra magna, Tomás haya reunido en una misma cuestión los dos atributos divinos. La misericordia se le atribuye maxime, pero como un hecho, como efecto de su bondad, que se identifica con su ser, y no como un efecto pasional. Ahora bien, ¿cómo podemos comprender los hombres que Dios –los dioses, dirían los antiguos- se inclinan hacia nuestra miseria por un vuelco de su corazón? En el Antiguo Testamento, como ya lo he indicado, para dar a entender las intervenciones de YHWH a favor de su pueblo, se lo presenta apasionado, iracundo o tierno, paternal y maternal. Los nombres hebreos de la misericordia pueden ser tanto jésed (gracia, bondad) o jen (mismo significado), cuanto rajamim, el adjetivo correspondiente a este término es rajúm. Se trata de una misericordia entrañable, ya que réjem designa el útero, el seno materno; la misericordia de Dios, que es Padre, es maternal, así se nos hace comprender sensiblemente, a través de tales figuras, hasta dónde puede llegar su amor. Atribuir a Dios la misericordia implica afirmar una relación suya con la miseria. La afirmación certera, referida obviamente a la naturaleza divina Deus autem nullo modo miseriae particeps esse potest elude la cuestión cristológica de la kénosis del Hijo, que sin contagiarse de nuestros pecados cargó con ellos para disolverlos en su tránsito pascual. Agustín desarrolló ampliamente una teología de la infirmitas Christi, especialmente en sus Enarrationes in Psalmos, y el mismo Tomás, en su Comentario a la Carta a los Filipenses, subraya la humilitas, la obedientia, y añade que Cristo non recusavit mortem y también non fugit ignominiam. Esa participación de la persona del Hijo en la miseria humana fue el instrumento de la misericordia divina. Habría que hurgar en la tercera Parte de la Summa.
El misericordioso, enseña Tomás, afficitur ex miseria alterius per tristitiam, como si la miseria ajena fuese suya propia. Lo que corresponde a Dios no es entristecerse, sino eliminar la miseria de la creatura por un efecto de la bondad divina. Aquí aparece una triple distinción: la bondad es la fuente de una comunicación de perfección, pero en cuanto esas perfecciones son otorgadas por Dios según la proporción o medida de su sabiduría, son obra de su justicia; en cuanto son pura bondad, ya que no pueden implicar para Dios utilidad ninguna, habrá que hablar de liberalidad y en cuanto que las perfecciones que concede suprime los defectos, la intervención divina corresponde a la misericordia. Esta enseñanza aparecía esbozada, como hemos visto, en la Expositio tomasiana sobre Dionisio.
En el artículo cuarto de la cuestión que voy comentando, el Aquinate apunta: opus divinae iustitiae semper praesupponit opus misericordiae. Pero la misericordia no deroga la justicia, sino que es una cierta plenitud suya. El antecedente está siempre en la bondad de la voluntad divina, que es el último fin, y la creatura es creatura. La misericordia aparece en todas las obras de Dios, y su bondad es tan abundante que siempre da de más: largius dispensat quam exigat proportio rei. Esta riqueza sobreabundante es una manifestación de su omnipotencia. Me permito introducir aquí una brevísima digresión, un juicio que proviene del sentido común cristiano: recuerdo haber leído en el Diario de Santa María Faustina Kowalska que el diablo odia a Dios porque Dios es bueno. Ni la misericordia de Dios ni la nuestra pueden serle gratas al Enemigo.
Misericordia y justicia del cristiano
San Cesáreo, obispo de Arlés a comienzos del siglo VI, enseñaba a sus fieles que existe una misericordia terrena y humana y otra celestial y divina; la primera consiste en atender las miserias de los pobres, la segunda en el perdón de los pecados.
Santo Tomás despacha, también en cuatro artículos, la cuestión de la virtud humana, es decir, cristiana de la misericordia. En el primero parte de la descripción agustiniana: es la compasión cordial, que conmueve nuestro corazón por la miseria ajena y nos impulsa a ayudar a superarla en la medida que podamos; se deduce allí también, de una afirmación del Doctor Hiponense, que la miseria se impone al sujeto que la padece, y por lo tanto contradice su felicidad. El motivo de aquel sentimiento son los males que dañan y entristecen, porque naturalmente todos deseamos lo contrario; al compadecernos compartimos esa situación de desdicha. La motivación se robustece, obviamente, si el miserable sufre el bloqueo de su libertad, y la necesidad de que alguien se apiade es aún mayor si al pobre la suerte siempre le es adversa. Subrayo el semper. Sabemos que esto ocurría en tiempos de Aristóteles, de quien se cita en el texto un pasaje de su Retórica, en tiempos de Santo Tomás y en el nuestro. La desgracia acecha continua e inopinadamente a la condición humana. Pobre llamé yo al digno de misericordia, que es víctima indignamente de sus males; la sociedad moderna exhibe muestras desgarradoras, inhumanas, de exclusión y abandono. ¿Quién, qué corazón se moverá a ayudar a esas multitudes?.
En el ad primum admite el Aquinate que la culpa, el pecado, puede ser ya de algún modo pena -¿no es acaso para un cristiano la máxima desgracia?-, de allí que debamos compadecernos de los pecadores, que pueden sobrellevar consecuencias no deseadas, aunque los aplaudan los periodistas, que suelen aplaudir insensatamente a los que viven en pecado y padecen luego el resultado de su extravío. De nosotros, y de las personas que nos son queridas no tenemos, propiamente hablando, misericordia, sino más bien dolor. Este dato es fundamental: la compassio super miseria aliena, que constituye la misericordia, solo puede surgir en el alma del misericordioso porque aquella desgracia del otro le duele y lo entristece como si fuera propia. O está afectivamente a él ligado -propter unionem amoris- o se encuentra en una situación semejante y piensa que los mismos males pueden precipitarse sobre él. Una observación de índole psicológica y sociológica lleva a Tomás a hacer la cuenta: la gente reflexiva y los ancianos por su experiencia -ambos saben qué es la vida- así como los timoratos y debiluchos tienden a ser misericordiosos; los que se creen felices y los poderosos, en cambio, se encierran fácilmente en su egoísmo, porque todo, al parecer, les va bien.
La dimensión propiamente moral de la misericordia es abordada en los dos artículos restantes de esa cuestión 30. Se afirma el carácter virtuoso de lo que ya no se reduce a “sentir” dolor y tristeza por el mal del prójimo, sino que en su configuración ética y en sus efectos intervienen la razón, la voluntad, la libertad, el dominio de sí. Una postura que el Aquinate define motus appetitus intellectivi. Ya no un mero arranque del corazón, sino -como lo expresa una bella cita del agustiniano De civitate Dei- la misericordia se asocia a la justicia para ayudar al indigente o perdonar al arrepentido. El sentimiento que nos afecta ante el mal ajeno es entonces asumido de modo enteramente personal, es una decisión sólida y de suyo habitual, que enriquece la personalidad. No tiene por qué oponerse al sentimiento, que podrá otorgarle un rasgo de cercanía y de ternura, ya no momentáneo, pasajero, sino especie sensible de una firme y generosa voluntad. Análogamente a lo que se refiere a la misericordia de Dios, también en el caso del hombre, en el nuestro, se trata de hechos, de acciones.
El razonamiento de Tomás sobre la virtud cristiana de la misericordia culmina con el planteo acerca de su jerarquía en la escala de las virtudes. Afirma que considerada en sí misma es la máxima porque resulta algo así como una fuente, una efusión que tiene por finalidad rescatar al otro de sus carencias. ¿Qué acción mayor se puede ejercer? Por eso se ha dicho ya que es la misericordia algo propio de Dios y en lo que se revela su omnipotencia. Pero si nos referimos a la persona que ejerce la misericordia, habrá que afirmar que esa virtud es superada por la caridad, por el afecto de caridad que nos une directamente a Dios, y este bien incomparable es mayor, porque Dios es mayor, es superior, que el prójimo del cual se ocupa el misericordioso. Ahora bien, el Aquinate debe reconocer que la misericordia es potissima, la mayor, de todas las virtudes que se refieren al prójimo; no se puede hacer algo más valioso que subvenir a los defectos ajenos. Es el sacrificio que más agrada al Señor; nos asemejamos a su modo de obrar. Misericordiosos como el Padre, ha sido precisamente el lema del Año Jubilar de la Misericordia. El estudio que Santo Tomás nos ha ofrecido nos permite considerar que aquella aspiración que la Iglesia nos propone, no es un eslogan, sino la cima de un proceso de crecimiento espiritual que no podrá alcanzarse sino a través de un trabajoso empeño de purificación, para que reine en nuestros corazones ese rasgo que nos identifica con el Padre. En los Evangelios, sobre todo en el texto de Lucas, se insiste en la preferencia de Cristo y por consiguiente de sus discípulos, por los pobres. Las miserias materiales iban muchas veces, según el Evangelio, unidas al pecado. ¿Por qué no habrá de ocurrir lo mismo ahora? Se perfila así el pésimo de los defectos a atender: la miseria espiritual, junto con el alivio, en cuanto sea posible, de tantas miserias materiales.
Santo Tomás recoge esa doble dimensión de la miseria humana en su extenso comentario a las Bienaventuranzas en la Lectura in Matthaeum. Como telón de fondo se encuentra siempre la noción clásica de beatitudo; clásica y múltiple, que él se ocupa de discutir y distinguir cuidadosamente. La obra procede de las clases dictadas en París, entre 1256 y 1259. La definición de la misericordia es ya la que pasará a las obras posteriores, y parte de la comprensión misma del nombre, en el que se implican la miseria y el corazón. Felicidad y miseria marchan juntas porque la primera se obtiene mediante el ejercicio de las virtudes, mientras que la segunda -peor que la carencia de bienes temporales- es la vida en pecado. Y es esta la doble faz de la vida humana. En efecto, existe una doble miseria, la carencia extrema de los bienes materiales necesarios y la otra, que no suele verse, el desorden de vida por olvido de Dios y desprecio de su ley, y en consecuencia surgen dos acciones diversas de la misericordia: el consejo y la corrección de los pecadores (algo que actualmente la corporación mediática y los lobbies no toleran) y la ayuda efectiva a los marginados del mundo cómodo y consumista (que suele ser objeto de promesas incumplidas de los políticos y de la bulla demagógica de algunos sectores). El ejercicio cristiano de la misericordia se cumple con la mirada puesta en el Reino definitivo, del cual quedará evacuada la doble realidad de la miseria, la espiritual y la material. En anticipo del Reino, el amor cristiano nos impulsa a colaborar en la mejoría del mundo presente, ocupándonos de sus múltiples males: la falta de tierra, techo y trabajo de tantísima gente, la ruina de la educación, el menoscabo de la dignidad humana en la mujer, los niños desnutridos y los huérfanos con padres vivos, el descuido de los ancianos y de los enfermos, la violencia multiplicada y otros males que saltan a la vista. Hacer lo que podamos es la consigna. También el anticipo del Reino exige que procuremos vivir en santidad y denunciar el pecado sin condenar a las personas -el juicio está reservado a Dios -pero indicando con claridad que se trazan sendas perversas hacia la ruina espiritual- de la que se seguirá también probablemente la material. Las perversiones son asumidas por los legisladores, ilegítimamente, en el cuerpo legal de la Nación. Se contraría en esas disposiciones injustas no solo la fe católica y el talante básicamente cristiano de nuestro pueblo, sino aun la razón natural, la naturaleza de la persona humana. Se lo hace en nombre de la justicia, de la no discriminación; una contradicción absurda y engañosa.
Viene a propósito la fórmula exactísima que desliza Tomás en su comentario a la bienaventuranza de los misericordiosos: “la justicia sin misericordia es crueldad, la misericordia sin justicia es la madre de la disolución”. Fue escrita en el siglo XIII, pero le cae exactamente al XXI, en el que sufrimos a la vez la crueldad y la disolución.
Mons. Héctor Aguer, Arzobispo de La Plata.
Me limito a solo dos ejemplos del Salterio. En el Salmo 35 (36), 6-7 se confronta la maldad del pecador y la bondad de Dios: Tu misericordia (jasdeka) Señor, llega hasta el cielo, tu fidelidad (emunateka) hasta las nubes. Tu justicia (tsidqateka) es como las montañas, tus juicios (mishpateka) como un océano inmenso. También en el Salmo 91 (92), 3 las leyes del paralelismo sugieren identificar la misericordia o el amor (jasdeka) con la fidelidad (emunateka) de Dios.
Para citar un solo pasaje, cf. Rom. 3, 21-22: dikaiosýne theoû dià písteōs Xristoû.
Summa Theologiae I, q. 21, 1-4.
Ética a Nicómaco, Libro X, cap. 8, 1178ss.
Summa Contra Gentiles I, cap. 93.
In Librum Beati Dionysii De Divinis Nominibus Expositio, Cap. VIII, lectio IV: inter virtutes morales, sola iustitia potest Deo magis proprie attribui. (Ed. Ceslai Pera 771).
Ética a Nicómaco, Libro V, cap 3 y 4, 1131 b -1132ª, donde se analiza simétricamente lo justo y lo injusto. La distinción establece: lo justo es lo proporcional (to análogon), propio de la distribución; o bien una igualdad (íson ti), la conmutación.
Rom. 11, 35. La expresión paulina tiene antecedentes en el Antiguo Testamento; el màs cercano parece Job 41, 3, aunque las versiones varían notablemente. La idea que transmite el pasaje es que nadie puede tratar con Dios de igual a igual, ni enfrentarse a él. El Apóstol habla de dar por anticipado, tomando la iniciativa (proédōken), para ser retribuido en justicia (antapodothésetai)
I, q. 21, a. 1 c.
Santo Tomás afirma que el orden universal aparece también in rebus voluntariis manifestando su justicia (ib.)
De Divinis Nominibus, cap. VIII (47ª). Las referencias agustinianas en la Expositio de Tomás corresponden a De natura Boni contra Manichaeos cap. 3, V y De Genesi ad litteram, lib. IV cap. 3. Notar también que en este Comentario el Doctor Común ya citaba el texto paulino de Rom. 11, 35 (Ed. Pera 775).
I q. 21, a.1 ad 3.
IV Sent. D. 46, q. 1 qla. 1.
I, q. 21, a. 1 ad 3. Proslogii, c. 10: cum punis malos, instum est, quia illorum meritis convenit; cum vero parcis malis, instum est, quia bonitati tuae condecens est.
I, q. 21, a. 2
Expositio, ed. Ceslai Pera 779 ss.
Ib. 783
Ver ahora el capítulo VIII, lección V del texto dionisiano y del comentario tomista.
I, q. 21, aa. 1-2; aa. 3-4.
IV Sent. D. 46, q.2 a.2).
Ad Philippenses, lectio 2.
Ib. a. 3 c.
I, q. 21, a 3 ad 2: misericordia non tollit iustitiam, sed est quaedam institiae plenitudo. En el Comentario a las Sentencias encontramos esta otra fórmula: nec immensitas misericordiae excluidit iustitiam a divino opere, nec immensitas iustitiae misericordiam (IV Sent. d. 46, q. 2 a. 2).
II-II, q. 30, a 4c: misereri ponitur proprium Dei, et in hoc maxime dicitur eius omnipotentia manifestari. El dicitur se refiere al origen litúrgico de la fórmula; en tiempos de Santo Tomás y durante los siglos sucesivos hasta la reforma establecida por Pablo VI, la misericordia como manifestación de la omnipotencia divina aparecía en la Oración Colecta del Domingo X después de Pentecostés: Deus qui omnipotentiam tuam parcendo maxime et miserando manifestas: multipica super nos misericordiam tuam; ut ad tua promissa currentes, caelestium bonorum facias ese consortes. La oración ha perdurado con una leve variante en el actual Ordo Missae como Colecta del Domingo XXVI del Tiempo Ordinario: Deus, qui omnipotentiam tuam parcendo maxime et miserando manifestas, gratiam tuam super nos indesinenter infunde, ut, ad tua promissa currentes, celestium bonorum facias ese consortes. Hago notar que según estas expresiones la misericordia divina consiste en el perdón de los pecados. La liturgia es una de las fuentes de la teología.
Sermo 25, 1: Est ergo et terrena et caelestis misericordia, humana scilicet et divina. Qualis est misericordia humana? Ipsa utique, ut respicias miserias pauperum. Qualis vero est misericordia divina? Illa, sine dubio, quae tribuit indulgentiam peccatorum (CCL 103, 111).
II-II q. 30, 1-4.
Id. a. 1 ad 2. En el ad tertium añade Tomás otra exquisita observación: la gente acostumbrada a llevarse el mundo por delante y los que reaccionan virilmente ante los problemas porque así los ha hecho la vida con sus golpes, no se inclinan a la misericordia. Lo mismo ocurre con los soberbios, que piensan que todo lo que sufren los demás se lo merecen.
II-II q. 30, a. 2.
Ib. a. 3.
Ib. a. 4: secundum se quidem misericordia máxima est. Subrayo el quidem: por cierto, en realidad, sin dudas.
Ib. ad 1.
Ib. ad 3.
Super Evangelium S. Mattaei Lectura, Ed. R. Cai, Caput V, II.
Ib., ed. Cai 429: iustitita sine misericordia crudelitas est, misericordia sine iustitia mater est dissolutionis.