Imperdible homilía del padre Raniero Cantalamessa
La
predicación del padre Cantalamessa fue, sin dudas, de una gran
profundidad, con palabras claras hacia un mundo que reemplaza a Dios y
pone en su lugar los bienes materiales, en especial el dinero.
"El
dinero es el anti-dios porque crea un universo espiritual alternativo,
cambia el objeto a las virtudes teologales", dijo. "Como todos los
ídolos, el dinero es «falso y mentiroso»: promete la seguridad y, sin
embargo, la quita; promete libertad y, en cambio, la destruye".
Con
rotunda claridad sentenció: "El mayor pecado de Judas no fue haber
traicionado a Jesús, sino haber dudado de su misericordia".Texto completo de la homilía del Viernes Santo en la basílica de San Pedro, viernes 19 de Abril de 2014
"Estaba también con ellos Judas, el traidor"
Dentro de la historia divino-humana de la pasión de Jesús hay muchas
pequeñas historias de hombres y mujeres que han entrado en el radio de
su luz o de su sombra. La más trágica de ellas es la de Judas Iscariote.
Es uno de los pocos hechos atestiguados, con igual relieve, por los
cuatro evangelios y por el resto del Nuevo Testamento. La primitiva
comunidad cristiana reflexionó mucho sobre el asunto y nosotros haríamos
mal en no hacer lo mismo. Tiene mucho que decirnos.
Judas fue elegido desde la primera hora para ser uno de los doce. Al
insertar su nombre en la lista de los apóstoles, el evangelista Lucas
escribe: «Judas Iscariote que se convirtió (egeneto) en el traidor» (Lc
6, 16). Por lo tanto, Judas no había nacido traidor y no lo era en el
momento de ser elegido por Jesús; ¡llegó a serlo! Estamos ante uno de
los dramas más sombríos de la libertad humana.
¿Por qué llegó a serlo? En años no lejanos, cuando estaba de moda la
tesis del Jesús «revolucionario», se trató de dar a su gesto
motivaciones ideales. Alguien vio en su sobrenombre de «Iscariote» una
deformación de «sicariote», es decir, perteneciente al grupo de los
zelotas extremistas que actuaban como «sicarios» contra los romanos;
otros pensaron que Judas estaba decepcionado por la manera en que Jesús
llevaba adelante su idea de «reino de Dios» y que quería forzarle para
que actuara también en el plano político contra los paganos. Es el Judas
del célebre musical «Jesucristo Superstar» y de otros espectáculos y
novelas recientes. Un Judas que se aproxima a otro célebre traidor del
propio bienhechor: ¡Bruto que mató a Julio César para salvar la
República!
Son todas construcciones que se deben respetar cuando revisten alguna
dignidad literaria o artística, pero no tienen ningún fundamento
histórico. Los evangelios —únicas fuentes fiables que tenemos sobre el
personaje— hablan de un motivo mucho más a ras de tierra: el dinero. A
Judas se le confió la bolsa común del grupo; con ocasión de la unción de
Betania había protestado contra el despilfarro del perfume precioso
derramado por María sobre los pies de Jesús, no porque le importaran los
pobres —hace notar Juan—, sino porque «era un ladrón y, puesto que
tenía la caja, cogía lo que echaban dentro» (Jn 12,6). Su propuesta a
los jefes de los sacerdotes es explícita: «¿Cuanto estáis dispuestos a
darme, si os lo entrego? Y ellos fijaron treinta siclos de plata» (Mt
26, 15).
Pero, ¿por qué extrañarse de esta explicación y encontrarla demasiado
banal? ¿Acaso no ha sido casi siempre así en la historia y no es
todavía hoy así? Mammona, el dinero, no es uno de tantos ídolos; es el
ídolo por antonomasia; literalmente, «el ídolo de metal fundido» (cf. Éx
34,17). Y se entiende el porqué. ¿Quién es, objetivamente, si no
subjetivamente (es decir, en los hechos, no en las intenciones), el
verdadero enemigo, el competidor de Dios, en este mundo? ¿Satanás? Pero
ningún hombre decide servir, sin motivo, a Satanás. Quien lo hace, lo
hace porque cree obtener de él algún poder o algún beneficio temporal.
Jesús nos dice claramente quién es, en los hechos, el otro amo, al
anti-Dios: «Nadie puede servir a dos amos: no podéis servir a Dios y al
dinero» (Mt 6,24). El dinero es el «Dios visible» , a diferencia del
Dios verdadero que es invisible.
El dinero es el anti-dios porque crea un universo espiritual
alternativo, cambia el objeto a las virtudes teologales. Fe, esperanza y
caridad ya no se ponen en Dios, sino en el dinero. Se opera una
siniestra inversión de todos los valores. «Todo es posible para el que
cree», dice la Escritura (Mc 9,23); pero el mundo dice: «Todo es posible
para quien tiene dinero». Y, en un cierto nivel, todos los hechos
parecen darle la razón.
«El apego al dinero —dice la Escritura— es la raíz de todos los
males» (1 Tm 6,10). Detrás de todo el mal de nuestra sociedad está el
dinero o, al menos, está también el dinero. Es el Moloch de bíblica
memoria, divinidad filistea a la que se le inmolaban jóvenes y niñas
(cf. Jer 32,35), o el dios Azteca, al que había que ofrecer diariamente
un cierto número de corazones humanos.
¿Qué hay detrás del comercio de la droga que destruye tantas vidas
humanas jóvenes, la prostitución, detrás del fenómeno de la mafia y de
la camorra, la corrupción política, la fabricación y el comercio de
armas, e incluso —cosa que resulta horrible decirlo— a la venta de
órganos humanos extirpados a niños? Y la crisis financiera que el mundo
ha atravesado, y este país está aún atravesando, ¿no es debida en buena
parte a la «detestable codicia de dinero», la auri sacra fames , por
parte de algunos pocos? Judas empezó sustrayendo algún dinero de la caja
común. ¿No dice esto nada a algunos administradores del dinero público?
Pero, sin pensar en estos modos criminales de acumular dinero, ¿no es
ya escandaloso que algunos perciban sueldos y pensiones cien veces
superiores a los de quienes trabajan en sus dependencias y que levanten
la voz en cuanto se apunta la posibilidad de tener que renunciar a algo,
de cara a una mayor justicia social?
En los años 70 y 80, para
explicar, en Italia, los repentinos cambios políticos, los juegos
ocultos de poder, el terrorismo y los misterios de todo tipo que
afligían a la convivencia civil, se fue afirmando la idea, casi mítica,
de la existencia de un «gran Anciano»: un personaje espabiladísmo y
poderoso, que por detrás de los bastidores habría movido los hilos de
todo, para fines que sólo él conocía. Este «gran Anciano» existe
realmente, no es un mito; ¡se llama Dinero!
Como todos los ídolos, el dinero es «falso y mentiroso»: promete la
seguridad y, sin embargo, la quita; promete libertad y, en cambio, la
destruye. San Francisco de Asís describe, con una severidad inusual en
él, el final de una persona que vivió sólo para aumentar su «capital».
Se aproxima la muerte; se hace venir al sacerdote. Éste pide al
moribundo: «¿Quieres el perdón de todos tus pecados?», y él responde que
sí. Y el sacerdote: «¡Estás dispuesto a satisfacer los errores
cometidos, devolviendo las cosas que has estafado a otros?» Y él: «No
puedo». «¿Por qué no puedes?» «Porque ya he dejado todo en manos de mis
parientes y amigos». Y así muere —concluye san Francisco—, impenitente y
apenas muerto los parientes y amigos dicen entre sí: «¡Maldita alma la
suya! Podía ganar más y dejárnoslo, y no lo ha hecho!»
Cuántas veces, en estos tiempos, hemos tenido que repensar ese grito
dirigido por Jesús al rico de la parábola que había almacenado bienes
sin fin y se sentía al seguro para el resto de la vida: «Insensato, esta
misma noche se te pedirá el alma; y lo que has preparado, ¿de quién
será?» (Lc 12,20)! Hombres colocados en puestos de responsabilidad que
ya no sabían en qué banco o paraíso fiscal almacenar los ingresos de su
corrupción se han encontrado en el banquillo de los imputados, o en la
celda de una prisión, precisamente cuando estaban para decirse a sí
mismos: «Ahora gózate, alma mía». ¿Para quién lo han hecho? ¿Valía la
pena? ¿Han hecho realmente el bien de los hijos y la familia, o del
partido, si es eso lo que buscaban? ¿O más bien se han arruinado a sí
mismos y a los demás?
La traición de Judas continua en la historia y el traicionado es
siempre él, Jesús. Judas vendió a la cabeza, sus imitadores venden su
cuerpo, porque los pobres son miembros de Cristo, lo sepan o no. «Todo
lo que hagáis con uno solo de estos mis hermanos más pequeños, me lo
habéis hecho a mí» (Mt 25,40). Pero la traición de Judas no continúa
sólo en los casos clamorosos que he mencionado. Pensarlo sería cómodo
para nosotros, pero no es así. Sigue siendo famosa la homilía que tuvo
en un Jueves Santo don Primo Mazzolari sobre «Nuestro hermano Judas».
«Dejad —decía a los pocos feligreses que tenía delante—, que yo piense
por un momento en el Judas que tengo dentro de mí, en el Judas que
quizás también vosotros tenéis dentro».
Se puede traicionar a Jesús también por otros géneros de recompensa
que no sean los treinta denarios de plata. Traiciona a Cristo quien
traiciona a su esposa o a su marido. Traiciona a Jesús el ministro de
Dios infiel a su estado, o quien, en lugar de apacentar el rebaño que se
la confiado se apacienta a sí mismo. Traiciona a Jesús todo el que
traiciona su conciencia. Puedo traicionarlo yo también, en este momento
—y la cosa me hace temblar interiormente— si mientras predico sobre
Judas me preocupo de la aprobación del auditorio más que de participar
en la inmensa pena del Salvador. Judas tenía un atenuante que yo no
tengo. Él no sabía quién era Jesús, lo consideraba sólo «un hombre
justo»; no sabía que era el Hijo de Dios, como lo sabemos nosotros.
Como cada año, en la inminencia de la Pascua, he querido escuchar de
nuevo la «Pasión según san Mateo», de Bach. Hay un detalle que cada vez
me hace estremecerme. Allí, en el anuncio de la traición de Judas, todos
los apóstoles preguntan a Jesús: «¿Acaso soy yo, Señor?» «Herr, bin
ich’s?» Sin embargo, antes de escuchar la respuesta de Cristo, anulando
toda distancia entre acontecimiento y su conmemoración, el compositor
inserta una coral que comienza así: «¡Soy yo, soy yo el traidor! ¡Yo
debo hacer penitencia!», «Ich bin´s, ich sollte büßen» . Como todas las
corales de esa obra, expresa los sentimientos del pueblo que escucha; es
una invitación para que también nosotros hagamos nuestra confesión del
pecado.
El Evangelio describe el fin horrible de Judas: «Judas, que lo había
traicionado, viendo que Jesús había sido condenado, se arrepintió, y
devolvió los treinta siclos de plata a los jefes de los sacerdotes y a
los ancianos, diciendo: He pecado, entregándoos sangre inocente. Pero
ellos dijeron: ¿Qué nos importa? Allá tú. Y él, arrojados los siclos en
el templo, se alejó y fue a ahorcarse» (Mt 27, 3-5). Pero no demos un
juicio apresurado. Jesús nunca abandonó a Judas y nadie sabe dónde cayó
en el momento en que se lanzó desde el árbol con la soga al cuello: si
en las manos de Satanás o en las de Dios.
¿Quién puede decir lo que
pasó en su alma en esos últimos instantes? «Amigo», fue la última
palabra que le dirigió Jesús y él no podía haberla olvidado, como no
podía haber olvidado su mirada.
Es cierto que, hablando de sus discípulos al Padre, Jesús había dicho
de Judas: «Ninguno de ellos se ha perdido, excepto el hijo de la
perdición» (Jn 17,12), pero aquí, como en muchos otros casos, él habla
en la perspectiva del tiempo, no de la eternidad; la envergadura del
hecho basta por sí sola, sin pensar en un fracaso eterno, para explicar
la otra tremenda palabra dicha de Judas: «Mejor hubiera sido para ese
hombre no haber nacido» (Mc 14,21). El destino eterno de la criatura es
un secreto inviolable de Dios. La Iglesia nos asegura que un hombre o
una mujer proclamados santos están en la bienaventuranza eterna; pero
ella misma no sabe de nadie que esté en el infierno.
Dante Alighieri que, en la Divina Comedia, sitúa a Judas en lo
profundo del infierno, narra la conversión en el último instante de
Manfredi, hijo de Federico II y rey de Sicilia, al que todos en su
tiempo consideraban condenado porque murió excomulgado Herido de muerte
en batalla, él confía al poeta que, en el último instante de vida, se
rindió llorando a quien «perdona con gusto» y desde el purgatorio envía a
la tierra este mensaje que vale también para nosotros:
Horribles fueron los pecados míos;
pero la bondad infinita tiene tan grandes brazos,
que toma a quien se dirige a ella .
He aquí a lo que debe empujarnos la historia de nuestro hermano
Judas: a rendirnos a aquel que perdona gustosamente, a arrojarnos,
también nosotros, en los brazos abiertos del crucificado. Lo más grande
en el asunto de Judas no es su traición, sino la respuesta que Jesús da.
Él sabía bien lo que estaba madurando en el corazón de su discípulo;
pero no lo expone, quiere darle la posibilidad hasta el final de dar
marcha atrás, casi lo protege. Sabe a lo que ha venido, pero no rechaza,
en el Huerto de los Olivos, su beso helado e incluso lo llama amigo (Mt
26,50). Igual que buscó el rostro de Pedro tras la negación para darle
su perdón, ¡quién sabe como habrá buscado también el de Judas en algún
momento de su vía crucis! Cuando en la cruz reza: «Padre, perdónalos
porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34), no excluye ciertamente de
ellos a Judas.
¿Qué haremos, pues, nosotros? ¿A quién seguiremos, a Judas o a Pedro?
Pedro tuvo remordimiento de lo que había hecho, pero también Judas tuvo
remordimiento, hasta el punto que gritó: «¡He traicionado sangre
inocente!», y restituyó los treinta denarios. ¿Dónde está, entonces, la
diferencia? En una sola cosa: Pedro tuvo confianza en la misericordia de
Cristo, ¡Judas no! El mayor pecado de Judas no fue haber traicionado a
Jesús, sino haber dudado de su misericordia.
Si lo hemos imitado, quien más quien menos, en la traición, no lo
imitemos en esta falta de confianza suya en el perdón. Existe un
sacramento en el que es posible hacer una experiencia segura de la
misericordia de Cristo: el sacramento de la reconciliación. ¡Qué bello
es este sacramento! Es dulce experimentar a Jesús como maestro, como
Señor, pero más dulce aún experimentarlo como Redentor: como aquel que
te saca fuera del abismo, como a Pedro del mar, que te toca, como hizo
con el leproso, y te dice: «¡Lo quiero, queda curado!» (Mt 8,3).
La
confesión nos permite experimentar sobre nosotros lo que la Iglesia
canta la noche de Pascua en el Exultet: «¡Oh, feliz culpa, que mereció
tal Redentor!» Jesús sabe hacer, de todas las culpas humanas, una vez
que nos hemos arrepentidos, «felices culpas», culpas que ya no se
recuerdan si no por haber sido ocasión de experiencia de misericordia y
de ternura divinas!
Tengo un deseo que hacerme y haceros a todos, Venerables Padres,
hermanos y hermanas: que la mañana de Pascua podamos levantarnos y oír
resonar en nuestro corazón las palabras de un gran converso de nuestro
tiempo:
«Dios mío, he resucitado y estoy aún contigo!
Dormía y estaba tumbado como un muerto en la noche.
Dijiste: «¡Hágase la luz! ¡Y yo me desperté como se lanza un grito! [...]
Padre mío que me has generado antes de la aurora, estoy en tu presencia.
Mi corazón está libre y la boca pelada, cuerpo y espíritu estoy en ayunas.
Estoy absuelto de todos los pecados, que confesé uno a uno.
El anillo nupcial está en mi dedo y mi rostro está limpio.
Soy como un ser inocente en la gracia que me has concedido» .
Es lo que la Pascua de Cristo puede hacer de nosotros.