SOBRE LA LIBERTAD EN
CUOTAS
Así
como las palabras “gratis” y “nuevo” (free y new) son, según se sabe, las que más
han vendido en el comercio norteamericano, las palabras “libertad” y
“democracia” vienen también “vendiendo” como nadie entre las inteligencias
políticas a partir de la Revolución Francesa, fecha de comienzo de su
popularización. Lo singular es que quienes compran unas y otras de estas
palabras mágicas saben que, aplicadas en el contexto en que se las aplica, son
mentira. Y, sin embargo, las compran.
Está claro, la mayor parte de los productos que se anuncian como nuevos
son más o menos los mismos que ya estaban en el mercado, apenas cambiados de
envase o de envoltorio. Por su parte, el empleo de la palabra gratis es sólo un
modo de llamar la atención para vender cosas que se pagan tanto o más de lo que
se pagaban. El asunto, se dirá, es una convención sobreentendida en el marketing y aceptada por los
compradores. No del todo grave, aunque someta a ese pequeño mundo de verdades a
medias que, por supuesto, no son verdad. Pero la cosa es mucho más seria cuando
se trata de una forma de gobierno, como la democracia, y mucho más, de la
libertad, a la que quiero referirme una vez más con cierto
detalle.
Sin ir más lejos, me consta cuánta más gente era libre a mi alrededor
hace cincuenta años que ahora. No teoricemos, como les gusta a los
representantes de ideologías cada vez más despobladas de fieles ingenuos.
Miremos la realidad: hace medio siglo nuestra sociedad estaba proporcionalmente
constituida por muchos más pequeños comerciantes, artesanos, técnicos y
profesionales que trabajaban por su cuenta sin caer en la lamentable categoría
actual de “cuentapropistas”. Hoy hay tantos más empleados de grandes cadenas
comerciales, de centros masivos de producción, de emporios profesionales en
expansión. La capacidad de decisión sobre su destino de la que gozaban aquéllos
no tiene nada que ver con la vida bajo la espada de Damocles del despido que
sufren los actuales. Y esto, a pesar de las vacaciones y del aguinaldo que, por
su parte, ya están hoy cada día más “pre-digeridos” por la necesidad o la
propaganda en el momento en que se los otorga.
Para
no hablar de la serie de controles que la cibernética ha posado sobre nuestra
intimidad. Tarjetas de crédito, computadoras, teléfonos celulares, cabinas de
peaje y ahora hasta los pases para viajar, son trazadores capaces de contar
detalles sobre nosotros que nuestros más cercanos no conocen. Ni los mejores
directores espirituales han de haber estado tan bien informados.
Pero,
además y paso a paso, hemos sido acondicionados para ir perdiendo nuestra
libertad de espíritu. En lo grosero, aquella propaganda de jeans que en los años setenta decía “Lee identifica”, como sugiriendo que
usarlos otorgaba identidad, nos fue en efecto haciendo idénticos, unos iguales a
otros en nuestra falsa diversidad. Más profundamente, medio siglo ha servido
para desnaturalizar a las naciones, hasta el punto de que si a uno lo largan
recién despierto en Buenos Aires, en Chicago, en Madrid o en Shanghai, tarda un
buen rato, abrumado por idénticas propagandas de grandes cadenas, en adivinar en
qué continente está. Ayudan todavía algunos colores de piel, algunos ojos
rasgados, pero hasta eso se va diluyendo poco a poco. Con el agravante de que la
pretendida integración cultural que esto podría indicar, difícilmente pasa en
los grandes números de una aceptación más o menos voluntaria de usos y
costumbres apenas exteriores. Que, eso sí y paradójicamente, sólo reúne
alrededor del abandono de lo más profundo de cada cultura, de cada tradición,
para adoptar con despreocupación sólo lo más superficial. La violencia, tan
evidente en Europa y tan claramente fomentada por el indigenismo en
Iberoamérica, es la resultante obvia de este choque capaz de engendros tales
como el que azota al Ecuador, campeón de la charlatanería sobre etnias
originarias pero país despojado de moneda propia, vuelto al dólar que fabrica la
Reserva Federal norteamericana.
La pérdida de la libertad de espíritu es directamente proporcional a la
de la calidad de la educación. Como lo demuestran manifiestamente nuestros
políticos y nuestra Presidente en particular, escaso conocimiento es igual a
cero de libertad. Y, peor, la poca libertad se vuelve chabacanería cuando pierde
los límites. Porque, claro, hay más libertad –y más belleza- dentro de los
límites clásicos de una sonata de Bach que en toda la música dodecafónica. Y así
en todas las eternamente reiterativas ramas del arte moderno que, con todas su
aparentemente inconmensurables posibilidades, aburren en el acto bajo la
sensación de que, apenas conocida una, se han visto todas las obras. La libertad
es una dimensión en profundidad, y no en anchura; y no hay nada que hacerle.
Por
eso no se puede tener libertad para elegir si no se tienen los conocimientos que
permitan discernir entre lo que conviene y lo que debe ser descartado. Pero,
justamente, la educación moderna –que fomenta cada vez menos el ejercicio de la
abstracción, atributo exclusivo de la inteligencia humana que se busca opacar-
tiende hacia la sobresimplificación, al juicio ligero, al pensamiento dirigido,
sin discernimiento. Como la comida chatarra, sacia pero no alimenta y, en
cambio, enferma. De modo que así el ciudadano, a los saltos entre trámites cada
vez más numerosos y sometedores, va perdiendo independencia y se va adaptando,
con la panza llena del peor consumo, a los escasos grados de decisión que le
permite el sistema. Basta ver el listado de nuevas carreras “universitarias”,
que de universales no tienen nada y limitan la enseñanza a un “entrenamiento”
con título sobre cualquier disciplina, a la manera inventada en las del Medio
Oeste norteamericano. Con lo que amputan lo que tradicionalmente se ha
establecido como formación cultural universitaria, que debe tender a la búsqueda
de la verdad general desde lo particular.
Otro tanto sucede con la llamada democracia, ficción de capacidad para
elegir gobernantes. Todo el mundo sabe que elige dentro de un espectro de lo más
estrecho, desconociendo a los hombres y a las ideas, cada vez más inducido por
las maniobras de los medios de comunicación. Y, lo peor, así como nos limitan,
nos hacen responsables del resultado. De ahí que sobrevuele los espíritus
argentinos una suerte de pesadumbre por haber votado, sucesivamente, a Alfonsín,
a Menem, a de la Rúa, a Néstor, a Cristina… ¡Qué ejemplares, pobre sociedad
abrumada! Pretendidos representantes de una sociedad a la que no representan
sino en sus peores aspectos, estos son los políticos que el sistema puede y
quiere dar. Un sistema que se ha reforzado a través de sucesivas reformas
constitucionales que apuntan siempre a lo peor.
Los caminos parecen cerrados. Y lo están dentro del sistema planeado y
probado para amputar lo mejor de los hombres y de las naciones; donde gobierno y
falsa oposición coinciden y se alternan para su mal, porque de eso viven
sirviendo a sus verdaderos amos, manipuladores de los
pueblos.
Sin embargo, hay salida. Bastaría volver a la Constitución original -que
no obliga a tener partidos políticos, ni permite las recontra-reelecciones- para
encontrar una forma de representación inmediata y genuina que pudiera dar lugar
a una verdadera república. Para eso los argentinos tendríamos que decidirnos al
honesto, austero y duro ejercicio de no comprar ni vender nada nuevo ni nada gratis, nada falsamente libre ni nada falsamente democrático.
Ni siquiera si nos lo venden en
cuotas.