Buenos Aires, 24 de
noviembre de 2011
Algo más sobre la democracia inmoral
ara quienes no aceptamos el concepto de que
la democracia es “un estilo de vida” y la reconocemos sólo como una
de las formas de gobierno, debemos aceptar que, en general, es la forma que el
hombre moderno ha elegido como sistema político preferido. Sea porque no conoce
otra, sea porque está convencido que es la mejor, o porque a lo largo de su
vida fue educado en esa exclusiva dirección.
Quiénes sostenemos que la forma
de gobierno debe ser propia de cada pueblo, conforme a su idiosincrasia, su
tradición, su cultura o simplemente su forma de ser, entendemos en
consecuencia, que cada pueblo debe encontrar en las distintas formas de
gobierno o en la combinación de ellas, cuál es la que más lo ayuda a conseguir
la justicia y el bien común. Una forma de gobierno puede resultar perfecta en
un determinado país que privilegia las instituciones y un fracaso en otro donde
lo que prima por sobre todas las cosas es el hombre, el conductor, el líder.
Sea cual fuere la forma de gobierno, la misma debe estar iluminada por valores
y principios religiosos y filosóficos que sí conforman un verdadero estilo de
vida. Cuando estos no son tenidos en cuenta, esa forma de gobierno se degenera.
En el caso particular de
Argentina, aunque los principales beneficiarios del sistema imperante se
rasguen las vestiduras, la democracia tiene la particularidad de ser una
tiranía disfrazada. En efecto, por esa peculiar inclinación de los
argentinos hacia el autoritarismo,
todos los gobiernos que se han definido como democráticos, han hecho todo
cuanto han querido en el ejercicio de sus funciones sin ningún tipo de límites
ni controles. Los únicos límites que a lo largo de nuestra historia tuvieron
los gobiernos democráticos, han sido los golpes de estado cívico militares, ya
que la costumbre de la democracia en Argentina, consiste en que, al llegar al
poder, el Ejecutivo elimina todo tipo de limitaciones, controles o resistencias
que puedan surgir de los otros poderes. Así modifica la conformación de la Corte Suprema
poniendo jueces adictos, y en el caso del Congreso, comprando voluntades de los
representantes de la oposición. Por sólo mencionar los ejemplos de la época
moderna, podemos decir que esto ha sido así en los gobiernos de Alfonsín, Menem, De La Rúa y los Kirchner. Es más, en el imaginario colectivo se ve como una
fortaleza que el poder Ejecutivo logre sacarse de encima los controles de los
otros poderes. No importa la trampa que se haga si aparentemente todo es legal.
No importa si para obtener un rédito político se extorsiona a un juez con una
carpeta de contenido escandaloso. Es lo que en el sistema suelen llamar
“construir el poder”.
Y no vengamos con que somos una
democracia joven, que tenemos mucho que aprender de los errores y toda esa
cantinela, porque eso no es cierto. La cultura de los argentinos, su
idiosincrasia y su forma de ser, nos indican que la democracia en la Argentina más que una
forma de gobierno es una forma muy eficiente de hacer pingües negocios desde el
poder y beneficiar a la clase política de turno. De ahí también, la explicación
de que la democracia en nuestro país se agote en la lucha por el poder.
Esto provoca que la revolución
anticristiana (que en extrema síntesis busca apartar al hombre de vivir como
Dios manda), encuentre en políticos inescrupulosos o corruptos a los cuales
sólo les interesa el poder para enriquecerse, el campo propicio para avanzar
sobre los valores éticos y morales de ese pueblo. Y esta deformación está tan
arraigada en nuestra cultura que quienes resultan perjudicados por este
sistema, aceptan con resignación las arbitrariedades e injusticias… “pero por suerte estamos en democracia”, aducen.
En el caso particular del
gobierno que hoy “conduce” los destinos de la Nación, podemos decir que, en su seno, tienen lugar
absolutamente todos los abusos y arbitrariedades y no hay mecanismo que se le
oponga o logre detenerlos. En efecto, si lo expresado no fuese cierto ¿cómo
pueden explicarse o justificarse los casos de corrupción más resonantes como
los de Zaffaroni, Schoklender,
Jaime, Bonafini y otros tantos y no pase
absolutamente nada porque el juez actúa conforme con las órdenes que recibe del
poder ejecutivo?.
¿Cómo se explica que el gobierno
haya elaborado una política de derechos humanos para encarcelar militares y
dejar en libertad a terroristas y asesinos y cuente con el apoyo de los jueces
para hacerlo?. La sola aceptación de dicha política por parte de los jueces
adictos al gobierno de turno descalifica por completo lo que debería ser una
democracia.
¿Cómo
podemos entender siquiera que los periodistas amigos del gobierno, conduzcan
por el canal público de TV, un programa cuya única finalidad sea desprestigiar
y vituperar a los colegas que trabajan en medios “supuestamente”,
contrarios al oficialismo. ¿Cómo entender que expongan fotografías de
periodistas opositores en la vía publica y se invite a la población a escupir
sobre las mismas para expresar su repudio?... No señor, esto no es democracia,
esto es inmoralidad. Y más inmoralidad es que la corporación periodística, en
una actitud mediocre y cobarde, no haya salido con toda vehemencia a reprobar
el exceso ni a defender a sus colegas. Por el contrario, la mayoría opta por el
individualismo egoísta y nadie dice nada. Nunca antes la corporación
periodística había perdido tanto prestigio y credibilidad.
Ante tantos abusos y
arbitrariedades, debemos intentar una salida distinta. Ya no se trata de que
volvamos a lo viejo y que otra vez el poder militar retome sus rutinas de
interrupciones “democráticas”, se trata simplemente que los
argentinos encontremos los mecanismos que nos permitan abordar una forma de
gobierno que nos asegure la justicia y el bien común y, a la vez, controle de
manera más eficiente la probable corrupción en la que pudiesen incurrir algunos
de sus funcionarios o dirigentes.
O sea, que lo que aquí se está
diciendo es que lo que está mal en la Argentina, es el propio sistema político y es lo
que debemos cambiar para poder aspirar a ser un gran país que esté a altura de
nuestros orígenes Cristiano Católicos y de todas las riquezas con que fue
bendecido.
¿Pero cómo cambiar un sistema
político si antes no reencontramos al hombre –sujeto principal por el
cual funciona ese sistema-, con sus verdaderos orígenes, sus raíces que le dan
sentido a su vida?.
Si convenimos en que es el hombre
moderno quien está mal porque se ha alejado de Dios y ha establecido sus
propias reglas éticas y morales, seguramente también convendremos en que si
recuperamos al hombre estaremos recuperando todo lo que él es capaz de generar.
En tal sentido, se hace necesario volver a
restaurar todos los valores espirituales, morales y culturales que la
revolución anticristiana ha trastocado, subvertido y desnaturalizado. Un hombre
que no cree Dios ni en la familia, que procura el aborto, la eutanasia y
fomenta la homosexualidad no puede nunca jamás conducir un sistema político
virtuoso que tienda al bien común. Debemos volver a los valores permanentes.
Y en cuanto a lo político, debemos cambiar el
sistema de representación único de los partidos políticos que históricamente
han dividido a los argentinos, por otro en el cual estén representados
realmente todos los sectores que conforman la sociedad. Sólo un sistema
integral, que se organice a partir de la familia, donde estén todos
representados por lo que son y por lo que hacen, integrados en un sistema, dará participación verdadera
al pueblo desde la familia al municipio, incorporando la actividad real a la
vida política y no la ideología. Hoy gobierna una sola corporación: la
política, que pone jueces y hace las leyes a su antojo y según sus necesidades.
Una corporación monopólica y oligárquica cuyas únicas disputas internas son el
espacio de poder y los dineros mal habidos que ese poder genera.
El sistema de representatividad
de los cuerpos intermedios que debe organizarse desde abajo hacia arriba y que
no es perfecto, asegurará una mayor y mejor participación de todos los sectores
y controlará más eficientemente la posible corrupción.
Si tuviésemos que sintetizar en un sólo
párrafo la propuesta que estamos formulando, podríamos cerrar diciendo que, a
la revolución anticristiana que a lo largo de muchos años fue provocando la
decadencia argentina, debemos oponernos con una contra revolución, esencialmente
Cristiana, que nos permita recuperar la recta concepción de la persona humana y
un sistema político que asegure la búsqueda del bien común permanente.
¡Por Dios y por la Patria!
Hugo Reinaldo Abete
Ex Mayor E.A.