Saber ganarse la vida
El paradigma de frivolidad y desaprensión que se impuso en la sociedad argentina es resultado del virus de la decadencia moral que se extiende cada vez más en el país. |
En un colegio de la Obra de Don Orione, cursé siendo pequeño lo que entonces se llamaba “primer grado infantil” y ahora “jardín de infantes”. Con inmaculados guardapolvos blancos y enormes moños azules, estábamos equiparados en una igualdad de oportunidades. Sólo nos distinguíamos por las notas de “aplicación” y “conducta”. Pero esas notas (del 1 al 5) no eran producto de la planificación pedagógica del currículum transversal. Mucho menos del enfoque didáctico basado en el antagonismo cultural “opresor-oprimido”. Simplemente eran el fruto del esfuerzo y la tenacidad de cada uno.
Arquetipo moral
Una mañana, luminosa como las demás, observamos que en la capilla dedicada a San Juan Evangelista había un hombre anciano de luenga barba. Se comportaba con suma devoción y vestía modestamente, pero ello no impedía descubrirle un porte majestuoso. Después de orar, se puso a hacer los arreglos: colocó las alfombras, ordenó las flores, alisó el mantel del altar y encendió los cirios de cera de abeja.
Todos los niños quedamos impresionados por ese personaje que parecía un patriarca del Antiguo Testamento y que desempeñaba con singular nobleza las tareas de sacristán. Picados por la curiosidad, preguntamos a nuestro maestro: ¿quién es ese señor?
La respuesta fue inolvidable y todavía hoy seguimos recordándola con emoción y respeto: “Es una persona muy importante -nos dijo- se llama Elpidio González, fue vicepresidente de la Nación Argentina y ministro de varios gobiernos. Se ganaba la vida recorriendo las ciudades con una valija de anilinas que ofrecía en cada domicilio. Ahora que está anciano y sin fuerzas, pasa penurias económicas. La congregación de Don Orione le ha brindado hospedaje y vive con nosotros”.
Entonces nos invadió un halo misterioso y en silencio, sin conversar entre nosotros, marchamos hacia el aula. Teníamos la sensación de haber recibido un baño de dignidad. Comprendimos el significado de lo que con insistencia nos enseñaban en casa: “saber ganarse la vida como un hombre de bien”.
Las lecciones que recibíamos de nuestros padres y maestros para “saber ganarnos la vida” estaban dirigidas a formar nuestro carácter: ser puntuales, no hacer esperar a la gente, respetar a los mayores, cumplir con la palabra, decir siempre la verdad, ser agradecidos con quienes nos hacen algún bien, sentir orgullo por el trabajo bien hecho, esforzarse para estudiar y preferir ser honrados antes que indignos.
Como iluminados por un relámpago, vimos en el ejemplo de Elpidio González, ese vicepresidente de la Nación Argentina, cómo se encarnaban los principios que querían inculcarnos.
Decadencia de la sociedad
El tiempo fue pasando y las virtudes morales declinaron. Los padres pensaron que debían ser permisivos y desertaron de su obligación de poner límites a los caprichos de los hijos.
Erróneamente creían que reprimir los malos instintos era una actitud antidemocrática. Abandonaron su misión de padres y convertidos en compañeros dejaron de transmitir a sus hijos las enseñanzas que, a su vez, habían recibido de sus mayores.
En la sociedad argentina se fue imponiendo un paradigma de frivolidad y desaprensión. Las costumbres comenzaron a contagiarse con el virus de la decadencia: el rechazo de la disciplina, la falta de constancia para ganarnos la vida, la haraganería, la viveza para eludir el esfuerzo, la picardía para apoderarnos de los bienes del prójimo, el reclamo de los derechos olvidando las obligaciones y una búsqueda desaforada del placer. Dejamos de ser austeros y pasamos a ser despilfarradores.
Degradación de la política
Lo mismo que pasaba en la vida civil, ocurrió en la vida pública. Surgieron nuevos tipos de políticos. Por supuesto, no fueron todos iguales, pero un número significativo de ellos y de los que se dedicaron a la dirigencia de las organizaciones sociales, se convirtieron en personajes indignos de presentarse o ser presentados. Son aquellos que encontraron el método para enriquecerse con el dinero del Estado, escapar a las responsabilidades y echar a otros la culpa de sus fracasos.
Estos personajes, que surgieron como hongos en distintas parcialidades, fueron actores del proceso de decadencia argentina que ha transitado por cuatro etapas.
En primer lugar, la aristocracia de méritos y talentos, que servía a los intereses de la república con una clara visión del bien común, la preocupación por la organización nacional, la división de poderes y la efectiva independencia de una justicia prestigiosa.
La segunda etapa fue la oligarquía, el gobierno injusto de unos pocos a favor de sus intereses sectoriales, ya sean terratenientes, banqueros, hombres de negocio o dirigentes sindicales.
Luego, en tercer término, surgió la demagogia caracterizada por el populismo de quienes halagaron las peores inclinaciones del pueblo llevándolo por las narices con mentiras y falsas promesas que ilusionaban a la gente sin mejorar nunca su nivel de vida.
Por último y para culminar nuestra decrepitud, la demagogia fue superada por la cleptocracia reinante, consistente en el ascenso de individuos inescrupulosos que acumulan poder con el robo del capital, la institucionalización de la corrupción, el clientelismo político y el peculado como formas de apropiación de la riqueza privada mediante acciones delictivas que quedan impunes porque las demás instituciones del Estado están corrompidas y manipuladas, desde la justicia, a los funcionarios del poder ejecutivo o legislativo y gran parte del sistema político y económico.
Los personajes de la cleptocracia constituyen la nueva clase de los ricos súbitos. Frecuentan los restaurantes de lujo, concurren a hoteles de cinco estrellas, viajan en primera clase de los aviones internacionales y ocupan las mejores residencias que les permiten vivir como multimillonarios, disponiendo de coches oficiales conducidos por chóferes y vigilados por custodios personales.
Casi todos ellos nos han convencido que velaban por nosotros, cuando en realidad nos desangraban y así y todo les votamos.
Millares de maltratadores, narcotraficantes, pederastas, violadores, atracadores, defraudadores y delincuentes de toda laya prosiguen sus fechorías alentados desde arriba, por una curiosa obsesión intelectual tendiente a proteger sus perversos instintos como si fueran derechos humanos fundamentales. Y resultan amparados por autoridades judiciales o políticas que tienen miedo de reprimir sus delitos para nos ser acusados de “represores”, “autoritarios” o “fascistas”.
En este proceso de ocaso social sin término, finalmente los peores han llegado a ocupar altos cargos públicos. Están unidos por una fraternidad que tiene un común denominador: ninguno de ellos saben ganarse la vida honradamente, pero por un misterioso proceso de metamorfosis se han convertido en parásitos de nosotros, los ciudadanos.
Cuando comparamos el arquetipo mostrado por ese asceta de la política que fue Elpidio González con los personajes que actualmente nos gobiernan, podemos comprender la hondura y magnitud de nuestra decadencia moral. © www.economiaparatodos.com.ar