LOS KULAKÍ DE LA FRONTERA AGROPECUARIA
LOS KULAKÍ DE LA FRONTERA AGROPECUARIA
Luis María Bandieri
“El que vive en la impostura”.
Enrique Santos Discépolo, “Camabalache”
Hacia 1927, José Stalin decidió que había llegado el tiempo de que la industria pesada de la URSS tomase un ritmo de crecimiento acelerado. ¿Dónde buscar los fondos? No había que aguzar mucho la vista: en las superganancias de los campesinos. ¿Cómo –se preguntará el lector- es que había campesinos que se apropiaban de la renta de la tierra en pleno comunismo? Los había. Eran el producto de la NEP (Nueva Política Económica) que, obligadamente, había debido aplicar Lenín para evitar la hambruna. La Rusia zarista era una exportadora de cereales, con los excedentes que quedaban después de satisfechas las necesidades de su mercado interno. Producida la Revolución de 1917, la guerra civil entre rojos y blancos subsiguiente y las políticas colectivizadoras, produjeron, entre ambas, unos veinte millones de muertos, cifra que ha desaparecido de los recordatorios de las grandes e inútiles matanzas, pero que está ahí, de todos modos. Lenín comprendió que el tinglado revolucionario se derrumbaría a ese paso, y permitió que los campesinos pudieran explotar susu tierras y comercializar libremente sus productos. En poco tiempo, y previa ayuda de otros países europeos, la URSS salió de la hambruna generalizada y se convirtió nuevamente en exportador de cereales. Stalin se encontró, pues, con este regalo: campesinos ricos. De mucho tiempo atrás, el propietario rural acomodado era denominado en ruso kulak, que significa “puño” (en plural kulakí), según enseñaba en su tiempo Alberto Falcionelli. “Puño” porque, como decimos por estos lares, le rezaba a la “Virgen del Puño”; en otras palabras, tenía fama de tacaño, agarrado, viejo hucha. Stalin, pues, colectivizó a fondo, para apropiarse de su plusvalía comunísticamente inaceptable. Como los kulakí, campesinos como todo campesino en la tierra, eran, además de cicateros, tercos y mal arreados, y se negaban redondamente a convertirse de propietarios en peones proletarizados de un suelo colectivizado, por lo que producían apenas lo necesario para su subsistencia, Stalin –el Tío José- decidió la liquidación de los kulakí como clase, por considerarlos unos holgazanes de la abundancia. Y, digámoslo de una vez, cuando el Tío José se proponía liquidar algo, lo hacía a fondo. Exterminaron, esta vez, diez millones. Puede servir de fuente confiable de este dato don Winston Churchill, que cuenta en sus memorias que esa fue le cifra que le dio el propio Stalin. El hambre se abatió sobre la URSS, la producción cerealera ya no alcanzó a cubrir las necesidades de la población y los ministros del ramo, después de sucesivas “batallas del grano”, terminaron cíclicamente en el gulag, por “razones climáticas”, ya que además de los traidores de siempre a alguien había que echarle la culpa y en la bolada cayó el Clima, ese viejo y voraz capitalista. Más tarde Mao en China, Pol Not en Laos, el gran Fidel en Cuba, Kim Il Sung en Corea del Norte y otros grandes irían a repetir esta receta, con el mismo resultado: hambre, desabastecimiento, racionamiento, persecución. El bicho humano tiene la tendencia a tropezar con la misma piedra y el bicho humano revolucionario tiende a sacar abono para llevársela por delante. Digamos, por fin, en justa memoria del Tío José, que industrializar industrializó sobre la sangre de los kulakí. En su esfuerzo, llegó a casi secar el mar Aral, como puede averiguar el curioso lector entrando en www.portalplanetasedna.com.ar/regimen_stalin.htm .
Si uno intenta sacar una conclusión de todo esto, sólo puede extraer la siguiente: cuando cualquier gobierno, sobre todo si cree que nada puede limitar sus demasías, identifica como enemigos a los hombres de campo –ricos o no- la producción cae sideralmente y lo queda no alcanza para comercializarse y ni siquiera para las necesidades básicas del consumo. Cualquiera que haya sido un pibe en el fermentario comunista de los años 60 lo sabe sin lugar a dudas, esté haciendo negocios donde esté.
A esta altura el lector puede suponer que el articulista intenta denunciar a Néstor, Cristina e tutti quanti como unos tenebrosos retrostalinistas que están complotados para llevarnos a colectivización total mediante el sacrificio de los ruralistas. Me permito dudarlo. Creo que la camarilla gobernante constituye, como habría dicho en su tiempo don Hipólito, sólo una más entre las figuraciones y desfiguraciones de la misma tragicomedia argentina. Un simulacro de revolución, un simulacro de sensibilidad frente al necesitado, un simulacro de conducción. Una realidad más bien patética de círculo cerrado de negocios con amigos, valijas que viajan con los billetitos apilados y tren bala que nos eyecta hacia un futuro que ya conocemos porque es lo mismo que hemos vivido en el prolegómeno de anteriores fracasos colectivos. La guerrilla y el partido militar fueron simulacros sangrientos de revolución y contrarrevolución. La democracia viene siendo un simulacro de gobierno del pueblo, a través de un partido único de los gomías y de una masa mantenida a designio en las cadenas de la miseria y el subsidio. Simulacro de caudillo el caballero, simulacro de presidente la dama. Como los simulacros entre nosotros terminan mal, mi deseo es que nos libremos de su hechizo a tiempo. Aún hay tiempo, aunque poco. Aún se puede gobernar sin castigar y administrar sin robar. Esos hombres de campo tercos, mal arreados y mal hablados, amarretes y devotos de la Virgen del Codo, señalan con un simple gesto la única verdad que resta de nuestra peripecia de simuladores: la tierra y la simiente. La tierra, la justísima tierra que da el fruto del trabajo a partir de la semilla y sobre la cual se asienta la convivencia humana. Un gran poeta olvidado, Enrique Banchs, allá por el Primer Centenario escribió:
“El pedestal primero de la vida
libre es la propiedad. La patria es hecha
de propiedades: y jamás la olvida
aquel que en algo siembra o algo techa”
Hagamos un silencio sobre nuestras disputas. Oigamos un instante a la tierra que no miente.-