Por qué víctimas
Por qué víctimas
La palabra víctima tiene distintas acepciones. El Diccionario de la Real Academia Española, da como segunda acepción ésta: “persona que se expone u ofrece a un grave riesgo en obsequio de otra”. Creo que es este el único sentido en el que se puede designar víctimas a quienes, como mi padre y tantos otros, ofrendaron sus vidas a manos del terrorismo marxista que asoló a nuestra Patria en los años 70. Entiendo que este es el significado que corresponde a las muertes del Dr. Sacheri, del Juez Quiroga, del empresario Sallustro, de los dirigentes sindicales y de tantos y tantos miembros de las Fuerzas Armadas y de Seguridad muertos o heridos en combate o en atentados sólo por vestir el uniforme. Por supuesto lo mismo vale de los muertos y heridos en Malvinas y en el Combate de la Tablada.
Hay otra acepción, la tercera, que nos trae el Diccionario: “persona que padece daño por culpa ajena o por causa fortuita”. Y aquí entran los niños y adolescentes asesinados por ser “hijos de” y todas aquellas las personas -niños o adultos- que estuvieron accidentalmente en el lugar de un atentado y sufrieron las consecuencias: la muerte o heridas físicas y psicológicas. ¿Hay alguien que dude que el suicidio, años después, de la hija del Coronel Gay no estuviera vinculado con el momento vivido cuando los guerrilleros asesinaron, en su presencia, a sus padres? Cuando el General Juan Carlos Sánchez es asesinado, en Rosario, la señora que atendía un puesto de flores es muerta. Este es un caso paradigmático en que cada víctima responde a las distintas acepciones de la palabra. El General se expuso y se ofreció a un grave riesgo en obsequio de aquello que por vocación y misión le correspondía defender hasta con la vida: la Patria y el bien común. La señora florista murió porque estuvo allí, simplemente. Por tanto, todos pueden llamarse con propiedad víctimas, sea en un sentido o en otro, y todos merecen nuestro recuerdo de gratitud y de homenaje.
En mi caso personal, entiendo que no arrío ninguna bandera cuando consiento que se use el término víctima (conforme con la segunda acepción del diccionario) referido a mi padre.
Deseo hacer esta aclaración para quienes no me conocen porque no se me ocurre pensar que alguien que me conozca pueda dudar por un instante lo que pienso en este punto. Como no soy la dueña de la verdad sino su servidora (así me lo enseñó mi padre) respeto a todos los que padecieron algo parecido a mi sufrimiento y no piensan exactamente igual que yo.
Las circunstancias y las situaciones familiares fueron muy distintas. La muerte de mi padre me sorprendió a los 34 años. Dios me concedió el poder vivir con él, acompañándolo en sus cosas desde que tuve uso de razón, jugué con él, aprendí a gozar a su lado de todo lo bueno, sea grande o pequeño, reí con su risa. Dios me lo dio por un buen tiempo. Pero pienso en los otros que no tuvieron lo que yo tuve. En aquellos que les fue arrebatado el padre en la juventud temprana, o en la adolescencia, o en la primera niñez; o al que nunca conocieron. Pienso, también en quienes perdieron a la madre, al hermano, al amigo.
No somos “casos”, somos personas con historias distintas que aún hoy seguimos sufriendo y mucho. Con orgullo y sin aspavientos; pero sufrimos. Y es esto lo que nos reúne y nos une. Es algo muy entrañable, muy profundo, casi imposible de transferir.
Por eso me animo a pedir a los compatriotas que no han pasado por la misma experiencia, que procuren entender por qué las víctimas nos reunimos y nos unimos sin otro propósito que perdonar en pro de la paz y la justicia verdadera. Porque