Cementerio de Paracuellos
Germán Yanke
Paracuellos, noviembre de 1936. La sola mención de esa población madrileña fue durante el franquismo el ejemplo más claro para acusar al bando republicano, y en concreto a los comunistas que formaban parte de la Junta de Defensa de Madrid, de cometer durante la guerra matanzas indiscriminadas, fusilamientos nocturnos masivos sin juicio previo. Se utilizaban términos como «holocausto», «genocidio» y a los asesinados se les llamaba «mártires». No sólo causaba horror en el bando nacional o, después, entre los partidarios del Régimen. El pavor sobre lo que había ocurrido allí, junto al río, al pie del Cerro de San Miguel, alcanzó también a muchos republicanos y, por ejemplo, el presidente del PNV en la capital de España, Jesús de Galíndez, lo consideraba la más grave ignominia de la defensa de Madrid. Y, entre otros testimonios que los historiadores han ido espigando, Melchor Rodríguez, un afiliado a la FAI, dimite a mediados de ese mes de noviembre como director general de Prisiones al enterarse de que, sin su conocimiento, los comunistas habían fusilado a presos. Rodríguez sería quien, en diciembre, nombrado de nuevo con plenos poderes que mantuvo hasta marzo del año siguiente, terminaría con los asesinatos de presos.
El funeral de Rodríguez, al que Ian Gibson, llama «el ángel rojo», fue en 1968 un ejemplo de reconciliación: asistieron viejos republicanos y ex presos, en el féretro estaba el crucifijo de unos y la bandera anarquista de otros, en el aire sonaban las oraciones y el himno de los ácratas. Habían pasado poco más de 30 años. Después de poco menos de 40, una particular visión de lo que se ha dado en llamar «la memoria histórica», sobre todo el empeño por revisar lo que ocurrió en uno de los bandos, el nacional, y durante el franquismo, Paracuellos, cuando se cumplen 70 años de las sacas y los fusilamientos, ha salido del círculo de los historiadores o del dolor particular, aunque en ocasiones fuese rabioso, y aparece en las discusiones públicas: esquelas en los periódicos de los asesinados, ataques en actos públicos a Santiago Carrillo por su implicación en los hechos, etc.
¿Qué ocurrió en noviembre de 1936, menos de cuatro meses después del comienzo de la guerra? Madrid no estaba exactamente sitiada, pero las tropas del bando «nacional» se situaban ya a las puertas. Apenas comenzado el mes, el Gobierno presidido por Largo Caballero decide trasladarse a Valencia y deja el poder en manos de una Junta de Defensa en la que había representantes de los partidos de la izquierda. El día 4 se toma Getafe, llegan noticias de matanzas en Carabanchel y el nerviosismo hace mella en la capital, hay tropas a unos cientos de metros de algunas zonas, entre ellas la que ocupa la Cárcel Modelo. Se espera el ataque definitivo a Madrid y se teme que en la propia ciudad se produzca algún tipo de levantamiento a favor de las tropas sublevadas. Unos y otros comentan unas declaraciones del general Mola en las que, preguntado por cuál de los cuatros cuerpos del ejército iba a entrar en la capital, responde que la acción más importante será la de la «quinta columna», es decir, los partidarios de los sublevados que estaban en ese momento en la ciudad.
El 7 de noviembre se constituye la Junta de Defensa, presidida por el general Miaja, y en la que el joven comunista Santiago Carrillo, que entonces tenía 21 años, ocupa el cargo de consejero de Orden Público. La Junta, de la mano de los comunistas, estaba fuertemente influida por asesores soviéticos como el general Ian Antonovich Berzin y Mijail Koltsov, este último presentado como corresponsal de Pravda. Koltsov —que tenía tanta influencia como otro famoso periodista, Ilya Ehrenburg, e iba al frente y participaba en reuniones políticas y militares— habla en su diario de un tal Miguel Martínez. Parece no haber duda de que era él mismo. Martínez, aduciendo el peligro de los oficiales y militares presos en las cárceles madrileñas, sugiere la evacuación el mismo día de la constitución de la Junta,
Jorge M. Reverte, autor de «La batalla de Madrid», dio a conocer en el año 2005 el acta de una reunión celebrada la noche de ese mismo 7 de noviembre entre representantes de la Consejería de Interior de la Junta y la federación de la CNT. No aparecen en el documento los nombres de los asistentes, pero sí se da cuenta de que se ha dividido a los presos en tres grupos. En primer lugar, los «fascistas y elementos peligrosos» que deberían ser ejecutados inmediatamente. Después, los partidarios del levantamiento militar pero considerados menos peligrosos para los que se decide el traslado a Chinchilla. Y, por último, los «elementos no comprometidos» para los que se sugiere que sean puestos en libertad.
No aparece el nombre de Santiago Carrillo, como he dicho, en el citado documento. No firma el consejero de Interior las órdenes de evacuación, que llevan la rúbrica de Vicente Girauta, un policía que ocupaba el segundo rango en la Dirección General de Seguridad. No hay, claro, órdenes escritas de ejecución. Pero la participación de Carrillo ha sido una de las grandes cuestiones de debate y una acusación permanente desde entonces. Stanley G. Payne —cito su último libro, 40 preguntas fundamentales sobre la guerra civil— asegura que «bajo la dirección de Santiago Carrillo, entonces consejero de Orden Público, se ejecutó en grupos a 4.000 personas cuando menos». Helen Gram no lo considera probado. Ian Gibson, en «Paracuellos. Cómo fue», incluye una entrevista con él en la que insiste: «Lo que sí sé es que, en ese momento, yo no poseo todavía ninguna fuerza concreta. Y que es el nueve o el diez cuando yo empiezo a controlar un poco, eh…». Paul Preston, en «La guerra civil española», se refiere a otra entrevista, ésta de 1995, en la que Carrillo aludía a un ambiente de caos, «odio al fascismo», columnas descontroladas con «total autonomía y ninguna disciplina respecto a las autoridades oficiales». Pero a Gibson, sin negar rotundamente la posibilidad de que no lo supiese antes de producirse las primeras sacas, le parece extraño que no estuviera informado de ellas y de los fusilamientos —la Junta negó el 14 de noviembre que se hubiesen llevado a cabo— y recuerda que, a finales del mes, hubo nuevos asesinatos. En todo caso, habría preferido no darse por enterado y no detuvo los desmanes como hizo, en diciembre, Melchor Rodríguez. Preston, asimismo, considera «ingenua en cualquier circunstancia» la explicación de Carrillo y añade que en la reunión de la Junta del día 11 «dio cuenta detallada de las medidas que había tomado para organizar la evacuación de la cárcel Modelo» señalando que la operación se paralizó por las protestas del cuerpo diplomático.
En cualquier caso, los días 6, 7 y 8 de noviembre de 1936, viernes, sábado y domingo, muchos presos fueron llevados al patio de la cárcel; llamados por sus nombres, se les subió en autobuses de dos pisos y fueron trasladados hasta Paracuellos. Unos atados, todos fusilados junto al río y enterrados en fosas comunes. Los caminos eran poco transitados pero no faltaron los testigos de aquella continuada masacre, Allí, junto a los pinares, en el terreno arenoso, se cavaron las inmensas fosas comunes, El encargado de negocios noruego, Félix Schlayer, del que se acaba de publicar en España su libro de recuerdos «Matanzas en el Madrid republicano», visita Paracuellos el día 15 de ese mes y recoge varios testimonios: «Durante todo el día iban llegando autobuses, durante todo el día se oían las rápidas descargas».
A finales de noviembre y hasta el 3 de diciembre hubo nuevas sacas y asesinatos de presos procedentes de dos edificios religiosos convertidos en prisión, San Antón y Porlier, y de la cárcel de Ventas. El día 4 las paraliza Melchor Rodríguez. El doctor Georges Henny, de la Cruz Roja Internacional, no se acercó a Paracuellos como Schlayer pero recogió documentación y testimonios que intentó llevar a Ginebra en un vuelo de Air France que despegó el 9 de diciembre de Madrid a Toulouse. El avión fue atacado mientras sobrevolaba Guadalajara y, con el médico y otros tripulantes heridos, debió realizar un aterrizaje forzoso en Pastrana. Payne atribuye el ataque a pilotos rusos enrolados en la aviación republicana, A través de los nacionalistas vascos llegaron denuncias al Gobierno de la República. El general Miaja negó al Ministerio de Defensa saber nada de lo que había ocurrido.
Se trataba de silenciar las matanzas de Paracuellos que ahora, con el aniversario, las esquelas y la rabia de unos vuelven a las páginas de los periódicos. Payne, que las denuncia con energía, se refiere también a otras, perpetradas por el bando «nacional» en la misma época, subrayando especialmente las de Zaragoza. Ni unas ni otras eran «espontáneas». En los dos bandos hubo asimismo quienes se opusieron a ellas y trataron de paralizarlas. Quizá, en estos tiempos de fervor por la memoria, debamos aplicarnos a la que Todorov llama «ejemplar», es decir, a la que trata de conseguir que los desmanes no se vuelvan a producir. La historia es mejor dejársela a los historiadores.