Cataluña: la rebelión de los necios
A primera vista el planteo catalán
suena totalmente justo, en especial para los oídos domesticados por la
corrección política del gramscismo educativo y periodístico: los pueblos
tienen derecho a elegir su futuro. Nadie se animaría a contradecir
semejante aserto, mucho menos si se le agrega en alguna parte la palabra
"democracia", como hizo el Barcelona FC en el cartel que colocara en su
tribuna vacía, buscando quién sabe qué perdón por vaya a saber qué
clase de trapisondas.
Cuando se
organizan como nación, las provincias, los estados, las regiones o como
se les llame ceden para siempre su soberanía en aras de conformar un
ente superior, más poderoso, más trascendente y de mayor peso e
influencia en todo sentido: en la defensa, en el comercio, en el peso
geopolítico. Ese pacto no es un tratado de libre comercio, ni siquiera
una unión como la europea. No admite retroceso, la integración
total no es renunciable, la continuidad no es opcional. Una vez formada
esa nación y votada su Constitución, sólo la voluntad de todo el pueblo
puede cambiar cualquier aspecto de esa Constitución. Y ese
pueblo es uno solo, no una suma de pueblos. Por eso, Estados Unidos tuvo
su tremenda guerra civil, por eso es pueril e irresponsable que un
gobernante como Carles Puigdemont realice un referéndum que no está en
condiciones de imponer a nadie. Para colmo, con un mecanismo casero e
improvisado, con el que no se elegiría ni al presidente de un consorcio.
Viene el turno del argumento sobre lo que Cataluña aporta y recibe del
resto de España. Supongamos que esa relación fuera muy injusta. El
camino del derecho no es la secesión, el independentismo o el
soberanismo, como se le quiera llamar. También debería ser fruto de un
acuerdo de todo el pueblo español. Surge naturalmente el fácil ejemplo
de la provincia de Buenos Aires, que la gobernadora María Eugenia Vidal
ha elegido resolver por medio de la Justicia, no por la vía de la
secesión, seguramente por su poca predisposición al género payasesco.
Todo esto sin abrir juicio sobre lo justo o no de los sistemas de
coparticipación, impositivos o de redistribución.
Para advertir la ridiculez de la idea, es fácil ver que un porcentaje
muy alto de españoles, vascos, gallegos, catalanes, andaluces, puede
sentir lo mismo de Cataluña: que su aporte al país es mucho mayor que lo
que recibe a cambio y que el que hacen los demás. Siguiendo con la idea
de que el pueblo tiene derecho a ejercer su soberanía y a elegir su
destino, cada uno de esos ciudadanos de cada provincia tendría igual
derecho a segregarse, una secesión virtual, un país formado por una
cierta cantidad de habitantes de cada región, España A, integrada por
los que producen, España B, integrada por los que no producen, para
simplificar. Por mucho que nos atraiga la idea en los momentos de rabia,
tal formato no existe dentro del marco jurídico ni del derecho. Los
parangones locales son obvios.
No
faltan quienes recuerdan la argucia de Lenin para desmembrar el poder
zarista: el reclamo de autodeterminación de los pueblos que terminó
disgregando el imperio y dejándolo inerme y sin poder en las manos
bolcheviques. Autodeterminación que luego ignoró rampantemente, una vez
tomado el mando. Esta apelación populista y sensiblera al
derecho de los pueblos a elegir su destino rompiendo su Constitución les
recuerda aquel momento crucial en que surgió la Unión Soviética. No es
una analogía sin asidero. La ola de separatismo tiene
demasiadas conexiones y denominadores comunes. Desde el inexplicable
Brexit hasta el extremismo nacionalista húngaro y polaco, o el
crecimiento desaforado del AfD, ahora el secesionismo kurdo, tras la
disección de Siria, donde Rusia ocupó un papel central. La misma Rusia
que metió la cuña Trump en Estados Unidos. Los movimientos nacionalistas
y los populistas suelen terminar entregándole el poder en bandeja a la
izquierda.
Algunos conectan esta casi
deliberada irreflexión que lleva al desmembramiento europeo con la línea
Castro-Chávez-Maduro-Cristina, que tiene mucha presencia activa en
Barcelona, que también controla las organizaciones de derechos humanos
que se han encajado como cuñas en los organismos burocráticos
internacionales y hasta agregan a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de
Colombia y al islamismo saudita, recordando la ambición pendiente del
califato que sobrevuela como una maldición sobre el Viejo Continente. Y
es llamativa la similitud del discurso catalán con el discurso mapuche,
con el mismo grado de desprecio por el derecho, la Constitución y la
integridad nacional.
El discurso
del rey Felipe VI es una admonición severa a los irresponsables
sediciosos catalanes que han llevado a España al borde del desastre. Y
también un llamamiento al presidente Rajoy para que defienda con toda
contundencia la unidad de la nación, lo que no admite titubeos ni
concesiones de ninguna naturaleza. Un discurso a la altura del que
pronunciara en otras horas dramáticas su padre, cuando usaba sus
atributos personales para guiar a su patria a la unidad indisoluble.
El secesionismo se analizaba hasta ahora como un fenómeno espontáneo de
los pueblos cansados de las migraciones, la falta de trabajo, la
globalización, el enojo contra los políticos, los ajustes constantes, y
hasta se ponderaba a veces como una muestra de la recuperación del poder
de decisión de la sociedad sobre su destino. Habrá que empezar a
preguntarse si no hay una constante, un mismo discurso, un mismo relato,
una línea conductora que une estas aventuras separatistas que tiene un
objetivo común: el debilitamiento y la disgregación de los países
relevantes, y en especial de Europa y en un paso posterior Turquía. En
América, el indigenismo es el equivalente al secesionismo europeo, con
igual efecto potencial.