El Gobierno se tendió su propio cerco
Alberto Nisman.
Hay una señal inconfundible que trasunta la
magnitud del golpe recibido: Cristina Fernández resolvió refugiarse en
El Calafate hasta después del miércoles, cuando fiscales y jueces
realicen la marcha en memoria del fiscal Alberto Nisman. Ese desafío
podría convertirse en un dato secundario, a lo mejor, comparado con la
novedad de ayer: el fiscal Gerardo Pollicita resolvió imputar a la
Presidenta, a Héctor Timerman, al ex piquetero Luis D’Elia y al diputado
Andrés Larroque, por la denuncia de presunto encubrimiento terrorista
por el atentado en la AMIA que había detonado Nisman, precisamente, días
antes de su muerte misteriosa. Aquel refugio, la soledad, el
aislamiento, fueron la constante de los Kirchner cuando debieron
enfrentar en su larga década los trances más complicados.El recurso podría ser un reflejo natural producto del impacto. Pero nunca convendría desdeñar las enseñanzas de la historia. Cristina y el kirchnerismo acostumbraron a regresar de esos retiros con alguna réplica. Con decisiones que apuntaron a tensionar más la realidad. Alcanza con el ejemplo del prolongado conflicto con el campo. Un ex ministro kirchnerista suele recurrir a un dicho: ”Cuando Cristina se agacha no significa que va a retroceder. Se prepara sólo para dar otro salto”, remarca. Sucede que el presente se avizora mucho más delicado que el pasado por un cúmulo de razones. El agotamiento del Gobierno, la objetiva mengua del poder presidencial, un hastío social que parece ahondarse, un clima de convivencia política intoxicado, el ajetreado trámite electoral cuyo puerto figura recién a fines de octubre. Un escenario, entonces, donde predomina la incertidumbre y el riesgo.
La Presidenta cargaría ahora con tres reveses sucesivos que se hilaron desde aquel nefasto domingo 18 de enero. La muerte de Nisman, todavía envuelta en nubarrones. La guerra que declaró contra el Poder Judicial, que derivó en el malestar de fiscales y jueces que no comulgan con la militancia K. La imputación de Pollicita que incineró la estéril defensa oficial de descalificar al fiscal muerto y exhibir el contenido de su denuncia como basura pura.
La determinación de Pollicita tendría dos caras. En el plano jurídico, parece claro que el fiscal consideró que las pruebas reunidas por Nisman poseerían la valía suficiente para impulsar una investigación. Le solicitó al juez de la causa, Daniel Rafecas, más de un centenar de verificación de pruebas. También podría rastrearse un sentido político. Pollicita no habría reparado en la jerarquía de las figuras que imputó. Sería lo mismo, de acuerdo al formato de la denuncia, Cristina que D’Elia. Eso podría estar anticipando dos cosas: la consistencia de ciertos argumentos de Nisman y la gravedad de la materia en cuestión. Vale recordarlo: se menciona presunto encubrimiento por el atentado en la AMIA de 1994, que dejó 85 muertos. El atentado terrorista más grande que conoció hasta ahora nuestro país.
¿Qué otro camino pudo haber recorrido Pollicita? Empezado, tal vez, con la imputación de los nombres de menor talla. Dejar para el final a la Presidenta y al canciller. Puede que el hilo conductor de la denuncia le haya imposibilitado esa disección.
También es necesario ser precisos. La imputación no representa ninguna culpabilidad ni sospecha previa. Sólo la notificación a los denunciados de que una investigación se pone en marcha. Fuera de la frialdad de la interpretación jurídica, el efecto político sería enorme.
La tarea inmediata quedará a cargo de Rafecas. De ser necesario, el magistrado podría llamar a declaración indagatoria a alguno de los imputados.
Pero primero estarían las pruebas solicitadas por Pollicita. Demandarán su tiempo. Que no será breve. Tampoco podría ignorarse la realidad del juez. Llegó a su cargo de la mano kirchnerista. Pero fue condenado ni bien resolvió avanzar contra Amado Boudou por el escándalo Ciccone. Quedó a tiro de juicio político. La causa por enriquecimiento ilícito contra el general César Milani, el jefe del Ejército, resultó su salvavidas. Se desempeña sobre un terreno cenagoso.
El Gobierno conoció que la tormenta se avecinaba. Sus reacciones fueron las de siempre. Envió por la mañana, antes de la decisión de Pollicita, a la Procuración del Tesoro a difundir una declaración en la cual afirmó que “no existe ninguna prueba válida” contra quienes después resultaron imputados. Una línea idéntica a la que trazó Aníbal Fernández, el secretario de la Presidencia.
También Aníbal Fernández junto a Jorge Capitanich recurrieron para explicar el compromiso al viejo manual kirchnerista de las confabulaciones. El jefe de Gabinete –imputado ayer en Chaco por la muerte de un Qom– denunció la existencia de un “activismo judicial golpista”. El ex senador agregó otros condimentos de su pésimo gusto. Sostuvo que la marcha de fiscales y jueces estaría siendo convocada por “narcotraficantes y antisemitas”. El kirchnerismo ni siquiera demuestra capacidad de adaptarse a los tiempos. Esas denuncias rimbombantes suelen surtir algún efecto en momentos de bonanza, de cierta expectativa social, cuando emergen como una cuestión novedosa. En los diez años, el Gobierno hizo más de una veintena de esas advertencias. Ninguna tuvo un registro en la realidad. En un final de ciclo, como el kirchnerismo recorre ahora, aquella práctica se volvería en contra. Tampoco serviría derramar el miedo. La piquetera jujeña Milagro Sala hizo rumorear que dispondría de 10 mil militantes armados para el hipotético caso que hubiera que defender a Cristina. ¿De quién?
El Gobierno se encontraría en esta estación política destemplada, en verdad, producto de sus repetidos y graves errores. El origen de la tragedia Nisman habría que remitirla al Memorándum de Entendimiento con Irán. Jamás supo explicar por qué motivo fue firmado. El régimen de Teherán se desentendió desde el primer día de la justificación de la Presidenta de buscar la verdad sobre el atentado en la AMIA. La muerte del fiscal también recae como una sombra pesada sobre el Gobierno por el modo en que resolvió enfrentarlo cuando resolvió presentar su denuncia por encubrimiento. Se agregó la indiferencia posterior que, sobre todo Cristina, dispensó a la víctima y a su familia.
La guerra dentro del Poder Judicial también nació con en una reforma arbitraria que pretendió imponer el Gobierno. La ausencia de tacto político de Alejandra Gils Carbó profundizó la crisis. En simultáneo, llegó la desarticulación de la Secretaria de Inteligencia y la cesión de espionaje interno al Ejército, que conduce Milani.
No parece exagerado afirmar, ante ese panorama, que el Gobierno ha sido arquitecto de su propio cerco. Habrá que ver si le queda una pizca de imaginación política para sortear la trampa.