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Y, además, Lanata y Longobardi – Por Vicente Massot
La contraproducente política de oídos
sordos de Cristina Fernández y el hartazgo de más de la mitad de la
sociedad argentina, explican por qué el kirchnerismo podría sufrir en
octubre una catástrofe electoral.
Las acusaciones levantadas en el programa Periodismo para Todos, que
conduce los domingos a la noche Jorge Lanata, ya las habían anticipado
—sin ese grado de precisión, es verdad— la revista Noticias y el diario
Perfil, meses atrás. Lo mismo podría decirse de algunas de las
investigaciones más resonantes que el ex–director de Página 12 ha
ventilado desde el año pasado. En buena medida la punta de casi todas
ellas las había descubierto en su blog el escritor Jorge Asís tiempo
atrás.
¿Le quita mérito lo dicho a Lanata? En absoluto. En realidad, al
traer a comento el tema, la intención no es poner el énfasis sobre quién
dio la primicia —que, en todo caso, políticamente sería irrelevante—
sino qué ha cambiado para que en el pasado tamaños datos acerca de la
corrupción kirchnerista hayan pasado desapercibidos —ante la
indiferencia de la gente— y hoy, en cambio, resulten la comidilla de una
parte importante de la sociedad argentina.
El éxito cosechado por Lanata responde, por igual, a dos razones que
nada tienen que ver entre sí. De un lado, existe un trabajo de
investigación formidable al cual el conductor le agrega talento y
desfachatez para llegar a un público que ni por asomo hubiese elegido
ver los domingos, en ese horario, un programa político que dura —según
los casos— dos horas o más. Del otro, está el giro copernicano que, en
punto a su humor, han dado muchos argentinos. Incluidos, claro,
segmentos enteros que, en el curso de los últimos diez años, votaron al
kirchnerismo y ahora lucen desencantados.
Lo curioso de la situación —o, si se prefiere, lo increíble— es que
cuantas más pruebas se acumulan en contra del gobierno y mayores
escándalos saltan a la vista, la administración presidida por Cristina
Fernández se hace la distraída como nunca, sin prestarles atención y,
por supuesto, sin molestarse en responder. Que en oportunidades
anteriores haya procedido de la misma manera y que, en consecuencia,
pueda sostenerse lo poco novedoso de la reacción, omite considerar un
aspecto fundamental. Ni en 2008 —cuando el campo sacudió los cimientos
del poder kirchnerista al extremo de que el santacruceño pensó en
renunciar— ni en 2009 —al perder frente a Macri, De Narváez y Solá en la
provincia de Buenos Aires— estaba en juego la continuidad del modelo.
Además, el gobierno gozaba todavía de una credibilidad envidiable. No le
entraban balas y nadie pensaba en que el ejercicio de su poder tuviese
fecha de vencimiento.
Ignorar en ese escenario las acusaciones sobre la corrupción que, si
bien no llovían como ahora, ya habían tomado estado público, era una
cosa. Hacerlo en este contexto es otra. Entonces no había demasiados
riesgos porque, en el fondo, valía para Néstor y Cristina lo que antes
se decía de Carlos Menem: roban pero hacen. Hoy semejante argumento ha
desaparecido del mapa y —para colmo de males— ha surgido en el horizonte
Sergio Massa que, por las razones que fuere, tiene una intención de
voto y una imagen superior a las de cualquier otro político de los que
disputarán supremacías en octubre.
Al momento de caer en desgracia Ricardo Jaime, pasar olímpicamente
por alto los cargos que le fueron hechos podía ser una política sin
demasiado costo. Pero con una orden de detención sobre su cabeza, y al
menos dos accidentes ferroviarios como los que sacudieron al país de por
medio, desentenderse del tema representa un suicidio electoral. Nadie
está en condiciones de sentarla en un banquillo de los acusados a la
presidente u obligarla a soltarle la mano a Boudou, Lázaro Báez y otros
por el estilo. Sin embargo, la gente vota y hay una elección a corto
plazo de la cual dependerá en buena medida la suerte futura del
kirchnerismo. El problema de Cristina Fernández no es que carezca de
poder como el hecho de que, por vez primera, parece existir la certeza
de su vencimiento.
“Nada hay más poderoso que una idea a la cual le ha llegado su hora”,
reza la enseñanza de un célebre escritor francés. El reclamo de los
derechos humanos que conocemos hoy, de habérselo querido aplicar a José
Stalin y a Adolf Hitler en la década del ’30 del siglo pasado hubiera
sido una pérdida de tiempo, malgrado su legitimidad. Asimismo, ¿qué
habría sucedido si una ONG o un organismo internacional hubieran querido
implementar, a escala regional, en cualquier parte del mundo, un
programa con arreglo a los parámetros de conservación del medio ambiente
que rigen nuestras vidas?—Nada.
Pues bien, con la corrupción sucede algo similar. Entre nosotros se
le presta poca —si acaso alguna— atención hasta que, de pronto, sin
saberse a qué obedece, cambia el humor cotidiano de las personas y
cuanto hasta pocos días antes parecía no interesarle a nadie pasa a ser
un reclamo generalizado.
Con esta particular coincidencia en la Argentina presente han
aparecido Jorge Lanata y Marcelo Longobardi con ratings impresionantes
que fijan la agenda de la conversación política de la gente. Si a ello
se le agrega la contraproducente política de oídos sordos de Cristina
Fernández y el hartazgo de más de la mitad de la sociedad argentina, se
explica por qué el kirchnerismo podría sufrir en octubre, más que una
derrota, una catástrofe electoral.