Joseph Ratzinger - La Resurrección como Misión
Entre los relatos del nuevo testamento en torno a la resurrección de Cristo, ninguno tiene rasgos tan personales, ninguno está tan inmediatamente orientado a la vida del resucitado sobre la tierra y a sus encuentros con diversas personas como el del evangelio de Juan. Comienza ya con una curiosa carrera de dos discípulos hacia la tumba del Señor en la que podemos ver una anticipación de la tensión entre carisma y ministerio, y a la vez una indicación sobre cuál es la única competición que se puede dar entre ellos: la competición por conseguir más fe, más amor dispuesto al servicio. La primera aparición del resucitado es a María Magdalena; la mujer, triste y desconsolada, ha comprobado que la tumba está vacía, pero no saqueada: los paños y las vendas están puestos en su lugar, sólo ha desaparecido el cadáver. No puede explicarse qué es lo que ha sucedido, y hace venir a los discípulos, que tampoco entienden nada. Luego ve a un hombre; tiene que ser el hortelano, piensa, y tal vez sepa él qué ha pasado: «Señor, si te lo has llevado, dime dónde lo has puesto, e iré a buscarlo», le dice (20, 15). Sólo al oír su voz lo reconoce. Esto ya es algo extraño; por otra parte, en todos los encuentros del resucitado sucede algo parecido: por ejemplo, los dos discípulos que se dirigen a Emaús van con el Señor sin reconocerlo; la interpretación de las escrituras que él les hace enciende su corazón, pero no es hasta que parte el pan cuando se les abren los ojos, y en el momento en que lo reconocen, desaparece. Estas observaciones nos hacen notar que Jesús no es un muerto vuelto a la vida como Lázaro o como el hijo de la viuda de Naím; en ese caso no sería ningún problema reconocerlo pasados un par de días. Al resucitar no vuelve a enlazar con el punto en donde concluyó el viernes santo, para llevar de nuevo durante un breve espacio de tiempo una vida intramundana. Tiene una nueva forma de vida, y sin embargo sigue siendo el mismo. Pero sólo cuando lo ve el corazón pueden reconocerlo los ojos.
Esto es lo que queda muy claro en el diálogo que mantienen Jesús y la Magdalena. Su voz, al llamarla por su nombre, ha hecho que ella se despierte y vea; ahora hay que olvidar la cruz, le llama «maestro», y espera que todo sea como antes. Pero es rechazada: «no me toques», le dice el resucitado; tal vez sería más correcto traducir: «No intentes sujetarme, pues aún no he subido al Padre. Ve a mis hermanos y diles: subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios» (20, 17). ¿Cuál es el significado de estas palabras? ¿Por qué el hecho de que Jesús aún no haya ascendido impide que se le toque? ¿ Se le podría tocar si ya hubiese subido? ¿ Es que tal vez tiene prisa en terminar la etapa terrena de su ascensión? Todo se hace aún más extraño si se añade a ello la historia de Tomás, en la que parece suceder todo lo contrario: Jesús ofrece sus manos y su costado a Tomás para que las toque, para darle la certeza de que realmente es él (20, 27). ¿Por qué aquí sí es posible lo que se le niega a Magdalena? Mirando atentamente, es esta escena la que explica la otra. Lo que quiere Magdalena es volver, después de ese feliz encuentro de la mañana de pascua, a la antigua comunidad, dejar detrás de sí la cruz como una pesadilla. Desea ver de nuevo a «su maestro» como en los días anteriores. Pero todo esto va en contra de la esencia del acontecimiento que se ha producido; ya no se puede pretender tener a Jesús como su «rabí», olvidándose de la cruz. El es ahora el que ha sido elevado al Padre, y está abierto a todos los hombres. Ya sólo se le puede tocar como a aquel que está con el Padre, como el que ha sido elevado. La paradoja es clara: aquí en la tierra, en una cercanía meramente terrena, ya no se le puede tocar. Se le puede tocar si se le busca junto al Padre, si uno deja que él lo tome consigo y lo lleve de camino con él. Tocar significa ahora adoración y misión. Por eso Tomás puede tocar: se le enseñan las heridas, no para que olvide la cruz, sino para hacerla inolvidable, se trata de una llamada a dar testimonio. Y así, el acto de tocar de Tomás se convierte en un acto de adoración: «Señor mío y Dios mío» (20, 28). El evangelio entero desemboca en este momento, en el que el acto de tocar las heridas de muerte producidas por los poderes del mundo que lleva Jesús se convierte en el conocimiento de la gloria de Dios.
Esto hace comprensible el diálogo con María Magdalena: ya no existe una amistad privada con Jesús, que sea puramente humana y se quede en el círculo cerrado de unos amigos. Después de su paso por la muerte, pertenece a todos. Sólo se le puede tocar si se adopta esa nueva actitud, si se sube con él y, de regreso del Padre y del Hijo, se encamina uno hacia todos los hombres. En lugar de intentar retenerlo, hay que escuchar la misión: ve a los hermanos (20, 17). Reconocer al resucitado significa ponerse en camino siendo él el punto de partida. La línea «horizontal» y la «vertical» no se contradicen, sino que se exigen mutuamente: él está con todos los hermanos porque ha subido, porque está con el Padre. Y si nosotros «subimos», si adoramos, entonces salimos de la limitación de nuestra propia existencia, dejamos que él nos envíe, y participamos de su expansión a nuestro modo. La fe, la adoración y el servicio se entrelazan aquí de manera inseparable y muestran el dinamismo de la existencia que sigue la indicación que nos da el resucitado de entre los muertos y subido al Padre para que transformemos el mundo.
Si observamos la otra escena que habíamos citado, la de los discípulos de Emaús, nos encontramos de nuevo con lo mismo: no es la mera compañía del Señor (la pertenencia externa a la iglesia, podríamos decir) la que hace que se le reconozca, sino la escucha de su palabra y la comunidad al partir el pan. El modo de encontrar al Señor es celebrar el culto a Dios en la doble forma de palabra y sacramento; el amor, al comer con él, abre nuestros ojos. Y el que ha sido reconocido desaparece, impulsándonos así a que sigamos caminando.
Esto pone de relieve en qué se parece y en qué se diferencia nuestra situación como cristianos en la historia de la de aquellos primeros testigos. Sólo ellos pudieron ver al resucitado y convencerse, gracias a la inmediatez, de la realidad corporal de aquella vida resucitada de la muerte; sin el realismo de este primer encuentro, su misión hubiera partido del vacío. Pero tanto para ellos como para los hombres de todos los tiempos tiene validez la afirmación de que el resucitado no es objeto de contemplación y curiosidad externa. Que sólo se le puede «tocar» si se sigue su camino, si se «sube»; que el acto de tocar ha de tomar la forma de adoración y de misión, teniendo como centro la fracción del pan y extendiéndose en el amor diario y el servicio que de él nace. Quien siga el camino de Jesús, quien le escuche, quien ame, ése puede también hoy —ciertamente de forma distinta a la de los primeros testigos— tocar al resucitado: él está vivo y nos va precediendo. Para conocerle hay que seguirle.
Joseph Ratzinger, «El Camino Pascual», (orig. It. “Il camino pasquale”, 1985)