La única dignidad del ser humano...
8° Domingo después de Pentecostés
En el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Queridos hermanos,“Padrenuestro, que estás en los cielos”… Es así que podemos dirigirnos al Criador todopoderoso, llamándolo “Padrenuestro”, desde que Nuestro Señor lo enseñó a sus discípulos, y a nosotros. Hoy, en la epístola de este Domingo, San Pablo lo dice también: “No habéis recibido el espíritu de servidumbre para obrar todavía con temor, habéis recibido el Espíritu de adopción de hijos, en virtud del cual clamamos: ¡Abba, Padre! El mismo Espíritu (Santo) testifica (…) que somos hijos de Dios”.
¡Poder llamar a Dios, al Dios eterno: “Padre”!
Es la maravillosa consecuencia de nuestro bautismo, por el cual hemos recibido la vida de la gracia, la vida divina; verdaderamente, en el orden sobrenatural, desde el día de nuestro bautismo, podemos llamar a Dios “Padrenuestro”, porque nuestra alma empezó a participar íntimamente de la vida eterna de la Santísima Trinidad. Ella fue, de cierto modo, infinitamente ennoblecida, divinizada. ¡Qué gran Día fue el de nuestro bautismo, incomparablemente aún más importante que el día de nuestro nacimiento! El Rey San Luís firmaba casi siempre “Luís de Poissy”, porque su alma había nacido para la Vida eterna en Poissy.
El bautizado “nació no de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino de DIOS”, dice San Juan en el Evangelio que leemos al final de cada Misa.
Somos hermanos adoptivos de Nuestro Señor Jesucristo, e hijos adoptivos de Nuestra Señora; pero, esta adopción supera muchísimo la adopción terrena; en efecto, cuando padres adoptan un niño o una niña, este niño o niña se quedan con su propia vida natural, mientras que por nuestra adopción divina recibimos realmente la vida divina.
¡No la perdamos por el pecado mortal!
Si no viviremos solamente según la carne, nos dice San Pablo, y, entonces, moriremos.
Las tinieblas de la muerte eterna y del infierno serán la mansión de los hijos de la carne.
La Luz de la Felicidad eterna será la mansión de los hijos de Dios, de los que “se dejan guiar por el Espíritu de Dios”.
“Toda nuestra santidad consiste en volvernos cada vez más por la gracia lo que Jesucristo es por naturaleza: hijos de Dios” (Dom Marmion).
Cuando pensamos en esta gran verdad, qué vergüenza querer glorificar al hombre en cuanto hombre, como se hace hoy continuamente; reclamar sin cesar los “derechos del hombre” y centralizar todas las cosas hacia el hombre, el hombre, el hombre.
El hombre necesita de Dios, esto es, no puede ni siquiera existir sin Dios. En sí, el hombre no es nada.
En realidad, la única dignidad del hombre consiste en su regeneración divina, obra de la Redención de Nuestro Señor; fuera de eso, el hombre, en sí mismo, no es sino una criatura que escuchará, en el día de su juicio, la palabra terrible de Dios: “No te conozco”, “no veo en ti la imagen de mi amado Hijo, no veo en ti mi vida divina, solamente veo corrupción y muerte”.
¿Cuales son, queridos hermanos, concretamente, para cada un de nosotros, las consecuencias en nuestra corta vida y de esta pequeña palabra que pronunciamos tantas veces: “Padrenuestro”?
El gran Doctor y Santo, Santo Tomás de Aquino nos contesta que tenemos con nuestro Padre del Cielo una cuádruple deuda, que se puede resumir en tratar a Dios como un hijo debe tratar a su padre:
1- En primer lugar: DARLE HONOR. ¿Cómo?
- Alabarlo por la oración, y no solamente con los labios, sino también con el corazón; ¡pues Dios ejerce con nosotros una verdadera Paternidad!
- El honor a Dios también se da por la pureza del cuerpo. “Glorificad a Dios y llevadlo en vuestro cuerpo”, dice San Pablo.
- En fin, el honor a Dios consiste en la justicia, especialmente en el modo de considerar a nuestro prójimo. Dios, en efecto, es Padre de todos los hombres. ¡Cuidado! Los pecados contra nuestro prójimo son pecados contra la caridad y también contra la virtud de justicia.
2- En segundo lugar, IMITAR A DIOS, dice San Tomás, porque, precisamente, es nuestro Padre. “Sed imitadores de Dios”, escribe San Pablo. “Tal Padre, tal hijo”. Imitar a Dios implica, por lo tanto, la caridad sincera, “non ficta”, la misericordia y la búsqueda de la santidad.
3- En tercer lugar, debemos OBEDECER a Dios. Todo Le pertenece. Nuestro Señor obedeció a su Padre hasta la muerte y la muerte de Cruz.
4- En fin, debemos ser PACIENTES cuando nos castiga, cuando nos prueba para nuestro bien, por supuesto; pues, Dios no es solamente bueno…es La Bondad. Dice la Sagrada Escritura: “El Señor castiga a los que ama”.
Honrar a Dios, imitarlo, obedecerle, aceptar sus paternales castigos, tales deben ser nuestras disposiciones cuando rezamos el “Padrenuestro”.
Santa Teresa de Ávila, al fin de su vida, no lograba rezar enteramente el “Padrenuestro”; se quedaba en éxtasis con sólo pronunciar las solas palabras: “Padrenuestro”; tan grande era su amor filial a Dios; y repetía, llena de amor: “Padrenuestro, Padrenuestro, Padrenuestro”, sin poder continuar.
Pidamos a Nuestra Señora, nuestra buena Madre del Cielo, que nuestra vida corresponda lo mejor posible con la oración que repetimos tantas veces: “Padrenuestro, que estás en los Cielos”. Así, nuestra oración agradará a nuestro Padre del Cielo, será fructuosa y seremos “herederos de Dios y coherederos de Nuestro Señor Jesucristo”.
Ave María Purísima.
En el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.