El derecho y la obligación de los obispos
LA Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española debe valorar muy positivamente la reacción a su comunicado del pasado jueves en el que, bajo el título «Ante las elecciones de 2008», difunde determinados criterios de orden moral de utilidad para los católicos -y en general para la ciudadanía española-que pueden servir para conformar el sentido del sufragio en las próximas elecciones generales. El PSOE, el Gobierno y la izquierda en general -dada su virulenta y, en algunos casos, histérica reacción- deben valorar en mucho la fuerza de convicción y la influencia de la jerarquía eclesiástica en la modulación de la opinión pública, porque de otro modo hubiesen acogido ese pronunciamiento eclesial con mayor sosiego y con superior espíritu democrático. Está, pues, muy claro que la Iglesia en España sigue disponiendo de una enorme capacidad de persuasión y convicción, y de ello pueden felicitarse los obispos españoles y los católicos en general.
Dicho lo anterior, el texto episcopal -que se inscribe en la indeclinable libertad de la Iglesia de afirmar cuanto convenga al apuntalamiento de la moral católica tanto en el ámbito privado como en el público-ha sido torticeramente interpretado para, desde la manipulación de sus términos literales, articular un insólito, desproporcionado e injusto ataque a la jerarquía católica.
En el documento de la Comisión Permanente de la Conferencia, los obispos no se han apartado ni un ápice de su discurso moral tradicional. Defienden la vida -y por lo tanto se muestran radicalmente contrarios al aborto y la eutanasia-; apuestan por opciones que respeten la enseñanza de la Religión en la escuela; no aceptan -como es lógico-el llamado matrimonio homosexual; y rechazan la asignatura Educación para la Ciudadanía. ¿Qué hay de nuevo en esos pronunciamientos? Nada. Como tampoco lo hay en que se desaconseje, en función de esas valoraciones morales, el voto hacia aquellas formaciones -singularmente el PSOE- que favorecen normas, decisiones y comportamientos alejados de esos parámetros morales que cada ciudadano ha de asumir desde una plena libertad de opinión y juicio.
Los obispos son, sin embargo, burdamente manipulados cuando se simplifica su criterio respecto a la perversión moral que conlleva el reconocimiento implícito o explícito «a una organización terrorista como representante político» de un «sector de la población», o cuando se le otorga a una banda criminal el carácter de «interlocutor político». Los obispos no desaprueban, a priori, el diálogo con los terroristas, ni reprochan la búsqueda de fórmulas políticas alternativas a las policiales que traten de buscar el fin de los crímenes. Los prelados niegan legitimidad moral a quienes reconozcan en los terroristas representatividad política y, en consecuencia, les otorguen una condición interlocutora en el sistema democrático. Los miembros de la Comisión Permanente de la Conferencia no se refieren nominativamente al Gobierno socialista -aunque pudieran haberlo hecho-, sino que introducen un criterio moral para insertarlo como guía en los intentos de solución del fenómeno terrorista. Es obvio que el presidente del Gobierno sí confirió a ETA una capacidad interlocutora fuera de lugar -lo que no hicieron ni Felipe González ni José María Aznar- y resulta normal que su Gobierno y su partido se sientan concernidos por las menciones episcopales relativas a este espinoso asunto. Por lo demás, los prelados -reiterando también manifestaciones anteriores bien conocidas de todos- advierten acerca de los nacionalismos separatistas que, aun siendo legítimos si no utilizan la violencia para lograr sus fines, representan un peligro para valores superiores de la convivencia.
Los obispos, de modo implícito, desaconsejan el voto al Partido Socialista, pero las demás opciones en liza electoral son consideradas por el propio portavoz de la Conferencia, Juan Antonio Martínez Camino, como un «mal menor», incluido el Partido Popular en la medida en que éste tampoco ha previsto la abrogación de la ley del aborto, ni la reforma del Código Civil que introduce el divorcio sin causa, ni se ha decantado con la contundencia necesaria por la derogación de la ley del llamado matrimonio homosexual, de tal manera que el pronunciamiento episcopal está hecho a la medida de la conveniencia de la propia moral cristiana y en función de los criterios pastorales que tradicionalmente manejan los obispos. Desde una perspectiva estrictamente política -que no es la de los obispos- el documento de la Conferencia sería incómodo para el PP porque su contenido y naturaleza están siendo utilizados por la izquierda como un motivo de agitación y motivación de sus posibles votantes, tan tendentes a refugiarse en la abstención.
De otra parte, las reacciones socialistas que, con desproporción e irritación exorbitantes, abogan por la revisión de los acuerdos entre el Estado y la Santa Sede e insultan -«inmorales», «hipócritas»- a los obispos por este documento de orientación pastoral, denotan ese viejo mal de la izquierda en España: el anticlericalismo visceral y, como consecuencia, el sistemático mal cálculo de la fuerza de la Iglesia en la sociedad española. Sea como fuere, lo cierto es que los obispos se han pronunciado, lo han hecho sin complejos ni encogimientos desde sus propios criterios pastorales, y es la ciudadanía -la católica y la que no se identifica como tal- la que debe interiorizar este gesto episcopal, al que en ningún caso puede negársele ni coherencia ni oportunidad en el marco de la libertad que también corresponde a la Iglesia en un régimen democrático de un Estado aconfesional, pero en el que la religión católica es mayoritaria. Los obispos están, pues, en su derecho y cumplen con su obligación. A nadie obligan, pero a nadie engañan. Hacen, por lo tanto, lo que deben.