Viaje por los secretos del Valle de los Caídos
Viaje por los secretos del Valle de los Caídos
Ha estado cerrado durante dos años y medio por unas «silenciosas» obras. Cuelgamuros reabre sus puertas y ABC recorre sus rincones y tesoros
La cruz del Valle de los Caídos siempre impresiona. Este conjunto monumental se cerró al turismo el 2 de diciembre de 2009. Se reabrió el pasado 1 de junio. Dos años y medio justos de silencio y con unas pérdidas económicas que pasan los cuatro millones de euros. Pero esa imponente cruz, las esculturas, los símbolos, la Basílica, la Abadía y la inmensa explanada donde siempre manda el granito y el mármol, no son los únicos tesoros.
Hay muchos más. La majestuosa cúpula del templo que, vista desde arriba, desde la terraza de 40 metros de circunferencia, parece un balcón al vacío. O sus reliquias. O su sacristía con objetos litúrgicos de incalculable valor. También, el vértigo de ver escaleras hacía arriba, hacia la cruz, con 600 escalones. «Sin embargo, el mejor tesoro que hay aquí es de carne y hueso. Son los niños de nuestra escolanía», asegura orgulloso el padre Santiago Cantera, prior de la Abadía benedictina y director de esa escolanía de la que tanto presume.
«Voces blancas»
Empezamos por ella. Son 40 niños entre los 9 y los 14 años. Están en ese tramo de edad que se conoce como el de las «voces blancas». Y componen el único coro de chavales que canta en gregoriano todo el año, en la misa de once de la mañana.
Por sus edades, se cuida su formación educativa. Son de Primaria y de ESO. Vemos sus dormitorios, el gimnasio, el comedor, las clases. Y esa sala de estudios con pupitres de madera que todavía guardan el hueco para el tintero y los plumines, ya en total desuso. Les escuchamos cantar a lo lejos. Suena a coro celestial, la verdad.
El padre Santiago nos cuenta que cada 1 de marzo hace una fiesta llamada del «Obispillo», de origen medieval y parisino. Se elige a un niño y se le viste de obispo. Con su sotana negra y los adornos, fajines y botones de color púrpura. Y anillo. Que no falte. Este año, Roger Andrés Sandoval ha sido el primer «obispillo» latinoamericano de la escolanía porque procede de Bolivia. Por eso, el «obispillo» ha presidido la misa y ha dado las órdenes. «Sí, sí, me emocioné mucho», nos dice medio ruborizado.
Circunferencia de 40 metros
Subimos a la cúpula de la Basílica. Sin palabras. El ascensor y un pasadizo nos llevan hasta una circunferencia enorme, de 40 metros de diámetro. Paseamos alrededor de ella. Notamos que nuestra conversación, aunque hablemos bajito, se escucha perfectamente enfrente. Por lo visto, aquí el sonido forma ondas circulares que, como no rebotan con ningún obstáculo, hacen audible hasta la respiración. Abajo, a otros casi 40 metros, vemos la tumba de Franco, la de José Antonio y el altar mayor presidido con uno de los pocos Cristos «vivos»: tiene los ojos completamente abiertos.
Ahí mismo, sobre nuestras cabezas, 4 millones de pequeñísimos mosaicos están representando el Juicio Final. Brilla, toda la cúpula, como una moneda nueva porque se limpió hace un par de años. Estaba ennegrecida por los efectos de una bomba colocada por los terroristas del Grapo en 1991. ¿Cómo se hizo?, preguntamos ensimismados. Se hizo en siete días, con agua y jabón neutro, a lo alto de una enorme grúa que se trajo de Alemania
Es un Juicio Final distinto. Representa a los caídos civiles que combatieron en los dos bandos de la Guerra Civil. Preside un «pantocrator». A su lado, Santiago y San Pedro. Y la Virgen, intercediendo por las almas. Nos hacen que nos fijemos en las caras, a miles. Es cierto, todas están vivas menos dos que, por lo visto, no logran salvarse. Cuando no queda más remedio que abandonar la cúpula, nos espera otra sorpresa: entramos por un pequeño pasadizo que nos conduce a una especie de tubo bastante estrecho. Ahí, de pie, tocamos, a la derecha, el hierro frío que rodea la parte posterior de la cúpula; a la izquierda, la piedra, la montaña. Es entonces cuando nos damos cuenta de que estamos en las entrañas de la tierra.
La Sacristía de la Basílica
En nuestro recorrido por los rincones del Valle de los Caídos entramos en la Sacristía de la Basílica. Madera noble, de nogal y pino de Valsaín. El monje benedictino nos enseña un tesoro. Es una reliquia que contiene dos pequeñísimas astillas de la Cruz de Cristo. Fue un regalo de Juan XXIII con motivo de la apertura del templo y están autentificadas. Cada 14 de septiembre sale de la Sacristía y se la venera en la misa. También se usa para presidir el Via Crucis.
Otro rincón entrañable de la Basílica del Valle de los Caídos es el Coro. Aquí se canta con el «Graduale Triplex», el libro del canto gregoriano por excelencia, con códices del Monasterio de Solesmes. Una joya con la que cantan hoy los monjes benedictinos y los niños de la escolanía.
Junto al Altar Mayor, en el crucero, están los «penitentes». Cuatro a cada lado. Las ocho figuras de granito simulan combatientes de ambos bandos de la guerra. No llevan uniforme. Nada que diga dónde luchaban. Son esculturas apenadas y arrepentidas por haber participado en una contienda fraticida. Una de las más crueles.