Procesión del Señor y la Virgen del Milagro 2009
CRÍMENES Y CASTIGOS
Cada vez que acontece una catástrofe en algún lugar, como hace poco fue el caso de Haití o Chile, el hombre moderno se desata en una catarata de comentarios. Algunos ven allí la prueba de que Dios no existe, ya que —de lo contrario— impediría que sobreviniesen tales acontecimientos.
Otros, con frecuencia católicos, se niegan a ver la mano de Dios. Este tipo de tragedias —afirman— se deben simplemente a anomalías de las leyes de la naturaleza. ¡A nadie se le ocurre la posibilidad de que sea un castigo de Dios, ya que Él es bueno! En consecuencia, el clero se abstiene de llamar a los hombres a hacer penitencia, e insiste en que en esas coyunturas difíciles la Iglesia está al lado de las víctimas para reconfortarlas y ayudarlas como haría una buena ONG. Todo esto es muy humano, demasiado humano…
Porque, después de todo, el Antiguo y el Nuevo Testamento, y la enseñanza de la Iglesia, nos proveen de grandes luces para esclarecer sucesos tan dramáticos.
Es evidente que el sufrimiento y el mal son grandes misterios que sólo la fe puede iluminar. Desde el principio de la creación, Dios recuerda al hombre cuál es su deber. Cuando el hombre se sustrae, castiga. Y es así que Adán y Eva fueron expulsados del Paraíso después de su desobediencia, mientras que el diluvio destruyó gran parte de una humanidad que no cesaba de alejarse de Dios. Sodoma y Gomorra fueron destruidas por los excesos de los pecados contra la naturaleza. Recordemos además las siete plagas con que Egipto fue castigado por vapulear el pueblo de Israel.
Esto no fue más que una reprensión del cielo. En el Antiguo Testamento, cada vez que el pueblo judío se alejaba de las enseñanzas divinas transmitidas por los patriarcas y los profetas, Dios castigó a este “pueblo de dura cerviz” para que vuelva por el buen camino.
Moisés fue castigado por Dios por dudar en golpear dos veces la piedra: murió antes de entrar en la tierra prometida.
Ejemplos como éstos abundan en la Biblia. Sin embargo, Dios, en su bondad y su justicia, recompensa al justo que cumple con su voluntad, respeta sus mandamientos o hace penitencia. Por haber mostrado una obediencia heroica, Dios prometió a Abrahán una descendencia numerosa. Del mismo modo, Jonás fue quien evitó que la ira de Dios se descargase sobre la ciudad de Nínive en razón de los pecados: sus autoridades y habitantes hicieron penitencia. Dios, porque es bueno, es también justo. No puede tratar de la misma manera a quien se pliega a su voluntad, que a quien se aparta de ella.
Alguno podrá objetar que en las catástrofes que se abaten sobre el mundo, no sólo los malos habrán de sufrir sino también los justos. ¿Acaso no es esto una injusticia? Dios, en efecto, quiere que el mal caiga sobre los pecadores para castigarlos y para llamarlos a la penitencia, pero también permite que afecte a los buenos, que a ejemplo de Cristo, soportan estas pruebas terribles y las ofrecen con resignación para expiar y reparar los pecados de los hombres, aplacar la ira divina y atraer gracias para un mundo que no deja de ofender a Dios.
Esta doctrina ha sido la que enseñó Nuestro Señor. Recordemos aquellas palabras terribles que dirigió a la multitud que lo seguía: “Si no hiciereis penitencia, todos pereceréis sin distinción”.(1) Estas palabras son un eco de las que Isaías pronunció en el Antiguo Testamento: “Los pueblos y naciones que no te sirvan, perecerán, y las naciones serán exterminadas”.(2)
Las desgracias y desventuras que golpean a los hombres y al mundo son consecuencia del pecado y sucederán hasta el fin del mundo. León XIII no hizo más que confirmar esta enseñanza cuando dijo:
“De igual modo, el fin de las demás adversidades no se dará en la tierra, porque los males consiguientes al pecado son ásperos, duros y difíciles de soportar y es preciso que acompañen al hombre hasta el último instante de su vida. Así, pues, sufrir y padecer es cosa humana, y para los hombres que lo experimenten todo y lo intenten todo, no habrá fuerza ni ingenio capaz de desterrar por completo estas incomodidades de la sociedad humana. Si algunos alardean de que pueden lograrlo, si prometen a las clases humildes una vida exenta de dolor y de calamidades, llena de constantes placeres, ésos engañan indudablemente al pueblo y cometen un fraude que tarde o temprano acabará produciendo males mayores que los presentes. Lo mejor que puede hacerse es ver las cosas humanas como son y buscar al mismo tiempo por otros medios, según hemos dicho, el oportuno alivio de los males”.(3)
Dios no se impone a sí mismo. Si los hombres no quieren saber más nada de Él, se retira y los abandona a su propia suerte. En ese caso, sin embargo, deberán asumir las consecuencias. En Fátima la Santísima Virgen María no dijo otra cosa en la segunda parte del secreto que reveló a los pastorcitos el 13 de julio de 1917:
“Si ustedes hacen lo que yo les digo muchas almas se salvarán, y habrá paz. Esta guerra cesará, pero si los hombres no dejan de ofender a Dios, otra guerra más terrible comenzará durante el pontificado de Pío XI. Cuando ustedes vean una noche que es iluminada por una luz extraña y desconocida, sabrán que esta es la señal que Dios les dará y que indicará que está apunto de castigar al mundo con la guerra y el hambre, y por la persecución de la Iglesia y del Papa”. Confrontados ante esta realidad, las graciosas explicaciones que suele dar el clero conciliar son irresponsables: “De Dios nadie se burla”. (4)
Es evidente que las leyes mortíferas que los enemigos de Dios y de la Iglesia pujan por imponer en todas las sociedades no quedarán sin consecuencias. El aborto, la homosexualidad y todo cuanto va contra la ley natural son crímenes que, como nos enseña el catecismo, piden la venganza del cielo y de Dios porque el autor de la ley natural es Dios mismo. Las sociedades que quieren vivir bajo tales leyes se atraen la ira de Dios y no verán la paz social y la prosperidad en tanto y en cuanto esas leyes no sean abrogadas. Hasta que eso no suceda, es imposible que acontezca toda restauración social y política. Esos países harían mejor si temiesen la cólera divina, por lo mismo que ese tipo de leyes llevan en sí mismas el sello de la rebelión contra Dios, que porque es Padre, no puede dejar impune tales delitos.
En consecuencia, debemos considerar bajo el signo de la probabilidad que puede no ser casual que mientras la antigua presidente de Chile, la Señora Bachelet, firmaba un decreto ampliando la utilización de la “píldora del día después”, un terrible movimiento sísmico sacudió la ciudad de… Concepción.
¿Cómo explicar, además, que República Dominicana, que el año anterior había sido consagrada por los obispos del país al Inmaculado Corazón de María, quedara indemne del terremoto que asoló Haití, país contiguo a ella, y que se llevó a la tumba a trescientas mil personas? La religión oficial de Haití es el vudú… Los siniestros efectos del sismo se detuvieron en la frontera entre los dos países… ¿Será una casualidad? Yo no lo creo.
Tenemos que rezar en nuestros prioratos y en nuestras familias para que Dios no permita que la Argentina y otros países de América del Sur aprueben el matrimonio homosexual, y también tenemos que mostrar exterior y públicamente a los legisladores nuestro rechazo a tales leyes.
En fin, dejaré al Cardenal Pie, que tanto inspiró a San Pío X, que concluya esta editorial. Sus palabras, una vez más, son muy luminosas:
“Nuestros padres pidieron a Dios que se alejara de ellos. (5) Dios, en efecto, se apartó, y para castigarnos no hizo más que dejarnos abandonados a nuestra propia suerte. De inmediato mil cuestiones que desde hacía mucho habían sido resueltos por el Evangelio volvieron a presentarse como problemas. Se rompió el equilibrio. La sociedad quedó presa de mil sufrimientos intestinos. Cada día presentaba nuevos obstáculos. Durante mucho tiempo creímos que podíamos domar el mal. Durante mucho tiempo nos hemos alimentado de brillantes quimeras. Si algún destello lucía en el horizonte, su aparición fue recibida con entusiasmo. Con todo, el mal seguía durando y la enfermedad se complicaba más y más. En fin, desaparecieron todas nuestras ilusiones, nuestras esperanzas se han visto frustradas. Si en medio de la duda o del dolor que son propios del alma queda una convicción firme y última, esa es que no existe ningún poder humano que pueda librar a la sociedad de los incontables males que la abruman. Así, pues, ¿qué podemos hacer? (…) No hay término medio: o perecer o volver a Dios. ¡Elegid!” (6)
Con fe y confianza hagamos subir nuestra súplica a la presencia de Dios, adornándola de nuestras penitencias para que salve nuestras patrias, las preserve y suscite en ella una élite política y religiosa realmente católica, provista del coraje de defender los derechos de Dios sobre la tierra y deseosa de trabajar por la restauración del reino de Cristo Rey, que es el único que puede conducirnos a la práctica de la virtud, y dar la paz y la prosperidad a nuestras sociedades agonizantes.
¡Que Dios los bendiga!
Cada vez que acontece una catástrofe en algún lugar, como hace poco fue el caso de Haití o Chile, el hombre moderno se desata en una catarata de comentarios. Algunos ven allí la prueba de que Dios no existe, ya que —de lo contrario— impediría que sobreviniesen tales acontecimientos.
Otros, con frecuencia católicos, se niegan a ver la mano de Dios. Este tipo de tragedias —afirman— se deben simplemente a anomalías de las leyes de la naturaleza. ¡A nadie se le ocurre la posibilidad de que sea un castigo de Dios, ya que Él es bueno! En consecuencia, el clero se abstiene de llamar a los hombres a hacer penitencia, e insiste en que en esas coyunturas difíciles la Iglesia está al lado de las víctimas para reconfortarlas y ayudarlas como haría una buena ONG. Todo esto es muy humano, demasiado humano…
Porque, después de todo, el Antiguo y el Nuevo Testamento, y la enseñanza de la Iglesia, nos proveen de grandes luces para esclarecer sucesos tan dramáticos.
Es evidente que el sufrimiento y el mal son grandes misterios que sólo la fe puede iluminar. Desde el principio de la creación, Dios recuerda al hombre cuál es su deber. Cuando el hombre se sustrae, castiga. Y es así que Adán y Eva fueron expulsados del Paraíso después de su desobediencia, mientras que el diluvio destruyó gran parte de una humanidad que no cesaba de alejarse de Dios. Sodoma y Gomorra fueron destruidas por los excesos de los pecados contra la naturaleza. Recordemos además las siete plagas con que Egipto fue castigado por vapulear el pueblo de Israel.
Esto no fue más que una reprensión del cielo. En el Antiguo Testamento, cada vez que el pueblo judío se alejaba de las enseñanzas divinas transmitidas por los patriarcas y los profetas, Dios castigó a este “pueblo de dura cerviz” para que vuelva por el buen camino.
Moisés fue castigado por Dios por dudar en golpear dos veces la piedra: murió antes de entrar en la tierra prometida.
Ejemplos como éstos abundan en la Biblia. Sin embargo, Dios, en su bondad y su justicia, recompensa al justo que cumple con su voluntad, respeta sus mandamientos o hace penitencia. Por haber mostrado una obediencia heroica, Dios prometió a Abrahán una descendencia numerosa. Del mismo modo, Jonás fue quien evitó que la ira de Dios se descargase sobre la ciudad de Nínive en razón de los pecados: sus autoridades y habitantes hicieron penitencia. Dios, porque es bueno, es también justo. No puede tratar de la misma manera a quien se pliega a su voluntad, que a quien se aparta de ella.
Alguno podrá objetar que en las catástrofes que se abaten sobre el mundo, no sólo los malos habrán de sufrir sino también los justos. ¿Acaso no es esto una injusticia? Dios, en efecto, quiere que el mal caiga sobre los pecadores para castigarlos y para llamarlos a la penitencia, pero también permite que afecte a los buenos, que a ejemplo de Cristo, soportan estas pruebas terribles y las ofrecen con resignación para expiar y reparar los pecados de los hombres, aplacar la ira divina y atraer gracias para un mundo que no deja de ofender a Dios.
Esta doctrina ha sido la que enseñó Nuestro Señor. Recordemos aquellas palabras terribles que dirigió a la multitud que lo seguía: “Si no hiciereis penitencia, todos pereceréis sin distinción”.(1) Estas palabras son un eco de las que Isaías pronunció en el Antiguo Testamento: “Los pueblos y naciones que no te sirvan, perecerán, y las naciones serán exterminadas”.(2)
Las desgracias y desventuras que golpean a los hombres y al mundo son consecuencia del pecado y sucederán hasta el fin del mundo. León XIII no hizo más que confirmar esta enseñanza cuando dijo:
“De igual modo, el fin de las demás adversidades no se dará en la tierra, porque los males consiguientes al pecado son ásperos, duros y difíciles de soportar y es preciso que acompañen al hombre hasta el último instante de su vida. Así, pues, sufrir y padecer es cosa humana, y para los hombres que lo experimenten todo y lo intenten todo, no habrá fuerza ni ingenio capaz de desterrar por completo estas incomodidades de la sociedad humana. Si algunos alardean de que pueden lograrlo, si prometen a las clases humildes una vida exenta de dolor y de calamidades, llena de constantes placeres, ésos engañan indudablemente al pueblo y cometen un fraude que tarde o temprano acabará produciendo males mayores que los presentes. Lo mejor que puede hacerse es ver las cosas humanas como son y buscar al mismo tiempo por otros medios, según hemos dicho, el oportuno alivio de los males”.(3)
Dios no se impone a sí mismo. Si los hombres no quieren saber más nada de Él, se retira y los abandona a su propia suerte. En ese caso, sin embargo, deberán asumir las consecuencias. En Fátima la Santísima Virgen María no dijo otra cosa en la segunda parte del secreto que reveló a los pastorcitos el 13 de julio de 1917:
“Si ustedes hacen lo que yo les digo muchas almas se salvarán, y habrá paz. Esta guerra cesará, pero si los hombres no dejan de ofender a Dios, otra guerra más terrible comenzará durante el pontificado de Pío XI. Cuando ustedes vean una noche que es iluminada por una luz extraña y desconocida, sabrán que esta es la señal que Dios les dará y que indicará que está apunto de castigar al mundo con la guerra y el hambre, y por la persecución de la Iglesia y del Papa”. Confrontados ante esta realidad, las graciosas explicaciones que suele dar el clero conciliar son irresponsables: “De Dios nadie se burla”. (4)
Es evidente que las leyes mortíferas que los enemigos de Dios y de la Iglesia pujan por imponer en todas las sociedades no quedarán sin consecuencias. El aborto, la homosexualidad y todo cuanto va contra la ley natural son crímenes que, como nos enseña el catecismo, piden la venganza del cielo y de Dios porque el autor de la ley natural es Dios mismo. Las sociedades que quieren vivir bajo tales leyes se atraen la ira de Dios y no verán la paz social y la prosperidad en tanto y en cuanto esas leyes no sean abrogadas. Hasta que eso no suceda, es imposible que acontezca toda restauración social y política. Esos países harían mejor si temiesen la cólera divina, por lo mismo que ese tipo de leyes llevan en sí mismas el sello de la rebelión contra Dios, que porque es Padre, no puede dejar impune tales delitos.
En consecuencia, debemos considerar bajo el signo de la probabilidad que puede no ser casual que mientras la antigua presidente de Chile, la Señora Bachelet, firmaba un decreto ampliando la utilización de la “píldora del día después”, un terrible movimiento sísmico sacudió la ciudad de… Concepción.
¿Cómo explicar, además, que República Dominicana, que el año anterior había sido consagrada por los obispos del país al Inmaculado Corazón de María, quedara indemne del terremoto que asoló Haití, país contiguo a ella, y que se llevó a la tumba a trescientas mil personas? La religión oficial de Haití es el vudú… Los siniestros efectos del sismo se detuvieron en la frontera entre los dos países… ¿Será una casualidad? Yo no lo creo.
Tenemos que rezar en nuestros prioratos y en nuestras familias para que Dios no permita que la Argentina y otros países de América del Sur aprueben el matrimonio homosexual, y también tenemos que mostrar exterior y públicamente a los legisladores nuestro rechazo a tales leyes.
En fin, dejaré al Cardenal Pie, que tanto inspiró a San Pío X, que concluya esta editorial. Sus palabras, una vez más, son muy luminosas:
“Nuestros padres pidieron a Dios que se alejara de ellos. (5) Dios, en efecto, se apartó, y para castigarnos no hizo más que dejarnos abandonados a nuestra propia suerte. De inmediato mil cuestiones que desde hacía mucho habían sido resueltos por el Evangelio volvieron a presentarse como problemas. Se rompió el equilibrio. La sociedad quedó presa de mil sufrimientos intestinos. Cada día presentaba nuevos obstáculos. Durante mucho tiempo creímos que podíamos domar el mal. Durante mucho tiempo nos hemos alimentado de brillantes quimeras. Si algún destello lucía en el horizonte, su aparición fue recibida con entusiasmo. Con todo, el mal seguía durando y la enfermedad se complicaba más y más. En fin, desaparecieron todas nuestras ilusiones, nuestras esperanzas se han visto frustradas. Si en medio de la duda o del dolor que son propios del alma queda una convicción firme y última, esa es que no existe ningún poder humano que pueda librar a la sociedad de los incontables males que la abruman. Así, pues, ¿qué podemos hacer? (…) No hay término medio: o perecer o volver a Dios. ¡Elegid!” (6)
Con fe y confianza hagamos subir nuestra súplica a la presencia de Dios, adornándola de nuestras penitencias para que salve nuestras patrias, las preserve y suscite en ella una élite política y religiosa realmente católica, provista del coraje de defender los derechos de Dios sobre la tierra y deseosa de trabajar por la restauración del reino de Cristo Rey, que es el único que puede conducirnos a la práctica de la virtud, y dar la paz y la prosperidad a nuestras sociedades agonizantes.
¡Que Dios los bendiga!
Padre Christian Bouchacourt
Superior de Distrito América del Sur
Notas:Superior de Distrito América del Sur
1. San Juan, 13, 3.
2. Isaías, 60, 12.
3. Génesis, 3, 15.
4. León XIII, “Rerum novarum”, 15 de mayo de 1891, nº 13.
5. Job, 21, 14.
6. Cardenal Pie, “Œuvres de Mgr l'Evêque de Poitiers”, Carta pastoral de Cuaresma, 1950, tomo I, pág. 139.