Balduino de Bélgica - Ángel Sanz
Balduino de Bélgica (1930-1993)
Angel Sanz, cmf
“... ante todo, existo para adorarte,
para contemplarte, para amar
a todos los que interpones en mi camino”
para contemplarte, para amar
a todos los que interpones en mi camino”
Querido rey Balduino:
Algunos han idealizado tu historia. Te ven como rey, con una suerte envidiable en tu matrimonio y con fama de hombre sencillo, acogedor, magnánimo, sensible a las necesidades de los más pobres, admirado y querido por el pueblo. Lo que se dice un ser privilegiado. ¿Es verdad? Sí, lo es... hasta cierto punto.
Basta abrir el libro de tu vida. No habías cumplido los cuatro años, cuando tu madre, la reina Astrid, moría en accidente. Diez años después, en plena adolescencia, tu condición regia te obliga a pagar el precio del exilio y eres deportado por los nazis primero a Alemania y después a Austria. La Historia dice que sólo en 1951 puedes regresar a tu país para ser coronado rey de Bélgica por abdicación de tu padre. A partir de ahí, las responsabilidades crecen y con ellas las situaciones difíciles a las que no siempre te es posible responder a gusto de todos.
Sin duda que la fecha del 15 de diciembre de 1960 se graba en tu memoria como un regalo que nunca te cansarás de agradecer. No es preciso recordártelo. En 1978 escribirás en tu cuaderno de notas: “Hace dieciocho años que Fabiola y yo nos prometimos el uno al otro, al salir de Misa, el día de Santa Isabel de Portugal, en Lourdes. Gracias, Señor, por habernos llevado de la mano a los pies de María, y desde entonces, todos los días. Gracias, Señor, por habernos amado en tu Amor y por haber ido creciendo en ese amor día a día”. Ella siguió tus pasos fielmente “en las penas y en las alegrías, en la salud y en la enfermedad” como una luz discreta o una sombra luminosa.
¿Tenías algún secreto? El Cardenal Suenens, tu cordial amigo durante 33 años, lo revela como el origen de la fuerza que te impulsaba a vivir. “El secreto de la vida del rey no hay que buscarlo lejos: reside en la profundidad de su vida espiritual. Dicho de otro modo, en su unión con Dios, vivida en cristiano, día a día, y traducida en gestos cotidianos de servicio a los demás”.
Dios ante todo. En 1990 asombras al mundo con tu negativa a firmar la ley del aborto. Esa ley podía costarte la corona. Pero firmarla, hubiera sido para ti vender la conciencia, y ante esa alternativa –la corona o la conciencia– tu opción estaba hecha de antemano. Es más, aprovechas la ocasión para exponer con claridad tus motivos: “El niño, en razón de su falta de madurez física e intelectual, necesita una especial protección, unos cuidados especiales, principalmente una protección jurídica adecuada, tanto antes como después de nacer”. Y declaras a tu ministro: “Si firmara ese proyecto de ley considero que estaría asumiendo inevitablemente cierta responsabilidad. Es algo que no puedo hacer”. Claramente. Sencillamente.
El Parlamento se ingenia para proponer una fórmula aceptable: Se decreta tu incapacidad temporal para gobernar, y una vez promulgada la ley, y en medio de una fuerte polémica, el mismo Parlamento te devuelve tus atribuciones constitucionales. El Cardenal Danneels lo dirá de otra forma en la homilía que pronuncie con motivo de tu fallecimiento (31 de julio de 1993): “Hay reyes que son más que reyes: son pastores de su pueblo. Hacen mucho más que reinar: aman hasta dar su propia vida. Así fue el rey Balduino. Sabía amar. Su inteligencia política hundía sus profundas raíces en el corazón, su competencia profesional procedía de su fuerza de amar. El secreto de su reinado era el corazón”. Efectivamente, no eres el típico rey que se sube al estrado y pronuncia la palabra definitiva que todos aplauden o, al menos, que nadie osa discutir.
¿Una prueba? Tu carta dirigida en 1984 a una persona que te había escrito en un momento de agresividad contra todo lo que de algún modo pudiera relacionarse con la religión. No era la típica respuesta protocolaria. Era una respuesta amistosa en la que hablas con sencillez de ti mismo. Permíteme rescatar estas líneas: “Cuando abro los ojos y miro a mi alrededor, descubro de nuevo el amor que Dios siente por mí y por toda la humanidad. Me doy cuenta de que cuando las personas intentan vivir el Evangelio como Jesús nos lo enseña, es decir, amando como él nos ha amado, las cosas empiezan a cambiar: la agresividad, la angustia, la tristeza se transforman en paz y alegría”. Luego concretas: “Cuando todavía era adolescente, descubrí que Dios, en la persona de Jesús, nos amaba y me amaba con locura, de modo increíble, pero muy concreto [...]. A partir de aquel día mi vida cambió, pues había cambiado mi enfoque y mi manera de ver las cosas, aunque me parece que sigo siendo el mismo hombre débil, con los mismos defectos que ya tenía entonces”. Es suficiente.
Pero nada como leer con atención tus mismas palabras dirigidas al Espíritu Santo: “¿Cómo debo actuar? Espíritu Santo, no me abandones ni un instante, te lo ruego. Sé mi fuerza, mi sabiduría, mi prudencia, mi humor, mi valentía, mi dialéctica. ¡Me siento tan desprovisto de lenguaje! Por otra parte, soy consciente de que necesitas mi debilidad para manifestar tu gloria... Pienso demasiado en la misión que me has confiado y por la cual nací. Olvido con demasiada frecuencia que, ante todo, existo para adorarte, para contemplarte, para amar a todos los que interpones en mi camino”. Como era de prever, tu proceso de canonización está en marcha.
Querido rey Balduino: Algún día te invocaremos como “San Balduino de Bélgica”.