La Caridad sin Verdad sería ciega, La Verdad sin Caridad sería como , “un címbalo que tintinea.” San Pablo 1 Cor.13.1
lunes, marzo 26, 2018
Alfonso VIII, el vencedor de Las Navas de Tolosa
Antonio
Pérez Henares inicia esta serie, que ABC publicará los domingos, con el
protagonista de su libro «El rey pequeño», el huérfano acosado que
acabó derrotando al más terrible imperio yihadista de la historia
A los
tres años, cuando heredó la Corona de Castilla, era un huérfano
desvalido y manoseado por todos. Así dio sus primeros pasos en la vida y
en la historia Alfonso VIII, el vencedor de Las Navas de Tolosa,
el providencial rey cristiano que derrotó al terrible imperio almohade,
deshecho tras aquello, e inclinó definitivamente la balanza de la Reconquista.
Su victoria no solo supuso el ya incontenible avance, sino que evitó la
vuelta del dominio musulmán a gran parte del territorio cristiano y
hasta puede que su avance sobre la propia Europa.
Pero a los tres años solo era un niño huérfano. Hija del rey navarro, su madre, Blanca Garcés de Pamplona, murió a causa del parto, y su padre, Sancho III el Deseado, a los 23 años. El niño quedó en manos de los poderosos, los Castro y los Lara,
que se disputaron su tutela para así obtener la Regencia y todas sus
rentas y, a ellos, en la pugna, se unió su tío el rey leonés, pues su
abuelo el rey Alfonso VII había dividido el reino y entregado León al
segundo de sus hijos, Fernando.
Fueron primero los Castro quienes
lo consiguieron, pero la habilidad, y algún engaño, de los Lara
consiguieron arrebatárselo. Los Castro entonces se aliaron con el leonés
y los forzaron a entregarles al chiquillo que iba a pasar a ser
custodiado por su tío Fernando. Pero la entrega que iba a tener lugar en
Soria, donde había nacido, se convirtió en fuga rumbo a la poderosa
fortaleza fronteriza de Atienza, historia convertida y trufada en leyenda que dio origen a la famosa «Caballada».
Cuñado de Ricardo Corazón de León
Los Castro y el rey leonés ocuparon gran parte de Castilla y mataron al jefe de los Lara, don Manrique Pérez de Lara,
en la batalla de Huete, pero el rey niño siguió en poder de la familia,
ahora encabezada por el inteligente y capaz hermano del muerto, don
Nuño, y su custodia iba a otorgarles finalmente el triunfo. Según iba
creciendo Alfonso, las ciudades y las villas retornaban a su dominio,
culminando en 1166 con la toma de Toledo y en 1169 con el último bastión en manos de sus rivales, Zorita de los Canes, el gran castillo sobre el Tajo.
Aquí
iba a dar Alfonso, a punto de cumplir ya los 14 y alcanzar la mayoría
de edad, según la norma de Castilla, primeras pruebas del carácter firme y la entereza capaz
de sobreponerse a todas las adversidades, que iba a ser la constante de
su vida. Apresado arteramente don Nuño por el alcaide, suponiendo que
el muchacho sin su apoyo, desistiría, este, bien al contrario, no cejó
hasta rendirla y liberarlo. A poco ya fue definitivamente entronizado y a
nada casado con Leonor de Plantagenet, de tan solo 10
años, hermana de Ricardo Corazón de León. El joven cuidó a la niña, que
aprendió prontamente lengua, costumbres y se mantendría siempre que pudo
a su lado; fue mecenas de las artistas y constructores de catedrales, fundó el monasterio de las Huelgas, y le dio 10 hijos conocidos al menos. La primera, ya cumplidos los 18 años, Berenguela, que llegaría a regir el reino, pues todos los hijos varones fallecieron prematuramente.
La gran amenaza de su reinado
Los almohades fueron
la gran amenaza de su reinado. El poderoso imperio que había desplazado
a los también fanáticos almorávides en el Magreb, desembarcó en España
en 1160, destruyó los nuevos Taifas, y unificó bajo su doctrina y
aplicación fanática de la sharia, incluida la violenta persecución de judíos y mozárabes, todo Al-Andalus. Fundados por el mahdi Utmar, al leer sus proclamas para documentar el libro de «El rey pequeño» me estremecí. Eran las mismas, calcadas, idénticas, que ahora oía, 800 años después a los terroristas del Daesh incitando a sus bestiales atentados.
Alfonso no solo no se arredró ante ellos sino que les arrebató la inexpugnable Cuenca.
En aquel cerco, en una salida desesperada de los musulmanes, pereció
defendiendo la tienda del rey, don Nuño Pérez de Lara, su antiguo tutor y
lo más parecido a un padre que Alfonso había conocido. Siguieron años
de victorias, de hacer avanzar la frontera, de consolidarla con las
recién creadas órdenes militares de Calatrava y de Santiago
y de repoblarla con campesinos libres a los que otorgaba fueros al
igual que a las villas marineras cantábricas, como Laredo o Castro
Urdiales, para construir en ellas la poderosa armada castellana que iba
luego a dominar los mares durante más de tres siglos. Sin embargo, la
peor de las derrotas le acechaba. Un nuevo califa almohade, Abu Yusf Almansur, le desafió en Alarcos.
El rey, envalentonado y temerario, no quiso esperar el refuerzo del rey
de León, y cargó sin dejar reserva alguna en retaguardia. Frenado su
ataque, su ejército fue rodeado y destrozado por la caballería ligera de
los agarenos. El rey logró salvarse a uña de caballo con tan solo una
veintena de caballeros. Los supervivientes de la matanza se refugiaron
en el castillo al mando de Diego López de Haro, quien pudo negociar con
Pedro Fernández de Castro, ahora jefe del enemistado linaje que había
combatido del lado musulmán, su retirada.
Un real Juego de Tronos
La frontera del Guadiana se derrumbó, cayó Calatrava, y al año siguiente los almohades atacaron por todos los frentes, tomando Trujillo y Plasencia,
arrasando las vegas toledanas y en complicidad con los reyes cristianos
de León y de Navarra, que también le acosaron. Pero Alfonso consiguió
aguantar y firmar treguas.
Desde entonces su objetivo fue vengar
aquella derrota y recuperar las tierras arrebatadas por sus primos, pues
todos los reyes peninsulares lo eran, incluido el de Portugal. Un verdadero y real Juego de Tronos. Con el cambio de siglo consiguió que Vizcaya y Guipúzcoa se unieran a Castilla.
Los hijos de los muertos en Alarcos, a los que protegió, serían su
mejor arma y al mando de sus tropas puso a López de Haro, señor de
Vizcaya, que habría sufrido en propias carnes la afrenta.
El año 2012, con una bula papal de Cruzada, Alfonso se puso en marcha, con el leal Pedro II de Aragón,
al lado. El rey leonés no acudió, aunque permitió hacerlo a sus
caballeros y Alfonso II de Portugal apenas pudo mandar tropas, pues él
mismo estaba siendo atacado. El navarro Sancho se negaba a acudir a la
cita. Los cruzados francos sí vinieron. Y comenzaron a causar problemas
en Toledo cuando intentaron asaltar la judería. Caballeros castellanos y
aragoneses se armaron ante sus puertas y lo impidieron. Como luego
impedirían masacrar a los prisioneros tras la toma de Calatrava la Vieja
y Malagón. Descontentos y quejosos de la comida y el calor, desertaron.
Las fiebres acabaron con Alfonso VIII
Quien si acudió, al cabo, fue el gigantón Sancho VII,
y con él llegaron al paso de La Losa, taponado por los almohades.
Quizás la deserción de los francos fue clave, pues hizo salir al nuevo
califa, Abu Abd Allah, el Miramamolin de los cristianos,
de su guarida. Suponía que el ejército cristiano, muy mermado de
efectivos y bloqueado, habría de dar la confusamente vuelta y sería
aplastado. Pero la famosa historia del guía-pastor,
milagrosamente, logró abrirse paso y se plantó ante su tienda roja. Su
victoria fue la más crucial de toda la Reconquista, tanto por número de
combatientes como por sus consecuencias. Pero no sería Alfonso quien lo
aprovechara. Los años siguientes la sequía se ensañó con Castilla provocando una espantosa hambruna. Su salud no iba a resistir más. A punto de cumplir los 59 años, y 56 de reinado, las fiebres acabaron con él
mientras viaja al encuentro de una de sus hijas, casada con el rey
Alfonso II de Portugal en Gutierre-Muñoz (Ávila). En breve, Leonor y su
heredero, Enrique I, le siguieron a la tumba. Berenguela, separada por orden papal de Alfonso IX de León, se convirtió en regente y el hijo de ambos, su nieto Fernando III, fue quien culminaría su obra reunificando para siempre los dos reinos, conquistando Córdoba y Sevilla y dejando reducido el poder musulmán a Granada.
Alfonso VIII fue un rey trascendental en
la historia de Castilla, de España y de Europa. Artífice de la victoria
más determinante a la que pareciera que ahora no se quiere otorgar ese
rango. No solo eso, una pertinaz patraña pesa sobre su imagen. La presunta historia de la Judía de Toledo
con la que el rey estuvo en adulterio y encerrado, ¡durante siete
años!, desatendiendo sus obligaciones y perdiendo por ello en Alarcos,
que en absoluto se compadece con la cercanía continua y los embarazos de
la reina. Nada hay de ello en los manuscritos medievales de la Primera Crónica General de Alfonso X el Sabio, rigurosamente editados por Menéndez Pidal,
sino un algo añadido, casi cuatro siglos después, en una copia impresa a
mediados del XVI, profusamente extendido luego por el romanticismo
literario y escénico. Un rey que bien al contrario, y como concluía el
gran historiador Gonzalo Martínez Díaz en su biografía, «hizo brillar la paz, la justicia
y el respeto a la autoridad del monarca, sin que las crónicas y la
documentación nos registren un acto despótico, cruel y arbitrario».