Prohibido tener ideas
Prohibido tener ideas
Por Joaquín Morales Solá
Para LA NACION
Néstor Kirchner cree, como también creía Carlos Menem, que a los moderados los vomita el diablo. Hombre acostumbrado a ejercer el poder con mano de hierro (lo hace desde 1987, cuando fue elegido intendente de Río Gallegos), al ex presidente no le sienta bien, evidentemente, la placidez de la jubilación.
En las horas recientes, Kirchner obligó al gobierno de su esposa a dar un golpe de timón en la conducción económica. El giro no hizo más que mostrar en el escenario lo que ya era un secreto a voces: el poder real del país lo conserva el ex presidente, convertido en una referencia inevitable de la política argentina.
Dicen los pocos que entran en la residencia de los presidentes que en el fondo no hay muchas disidencias entre Cristina y Néstor Kirchner. Aun cuando fuera así, el marido ni siquiera permitió las apariencias de un gobierno conducido personalmente por su esposa. Uno de los problemas más actuales y apremiantes de la política es precisamente ése. Resulta difícil para los dirigentes del oficialismo, y también para los líderes sociales sin adscripciones partidarias, desbrozar lo formal de la real o, en todo caso, prestarle atención a lo formal sin descuidar lo real.
Néstor Kirchner tuvo la sagacidad de percibir que él estaba a punto de agotarse políticamente cuando le cedió la candidatura presidencial a su esposa. La sagacidad llegó hasta ahí. Nunca permitió luego, por vías directas o indirectas, que apareciera un verdadero gobierno de Cristina Kirchner.
De hecho, Martín Lousteau fue la designación más descollante que hizo su esposa en el gabinete cuando asumió en diciembre último. Pero Lousteau arrastraba un problema sin solución: no contaba con el trato ni con la confianza del ex presidente.
Sin embargo, el ex ministro tenía una buena relación con el jefe de Gabinete, Alberto Fernández, y llegó a trabar un trato fluido con la Presidenta. A pesar de esos amigos, Lousteau murió políticamente encerrado en el laberinto que le construyeron sus adversarios internos, fundamentalmente el secretario de Comercio Interior, Guillermo Moreno, y, con más destrezas, el ministro de Planificación, Julio De Vido.
La demonología hace puntería sobre estos dos últimos funcionarios. No deja de ser injusto: es Kirchner quien no toleró la idea de un economista independiente, capaz además de mostrar ideas propias, al frente de la cartera económica. En rigor, Lousteau fue uno de los pocos ministros de Economía de la historia que terminaron fulminados por una idea. La explayó en las últimas horas para resolver la crisis económica. Se equivocó: Kirchner sostiene una concepción del mando según la cual nadie más que él mismo, dentro del gobierno, cuenta con el derecho de tener una idea.
Kirchner está incómodo, retraído, hosco en su función sin funciones de esposo presidencial. Ya no va casi a sus oficinas políticas de Puerto Madero. Encerrado en Olivos, con la compañía de muy pocos incondicionales, mira las noticias de la televisión, se enciende en las divagaciones de la política, pierde amigos donde los tenía y ve enemigos donde no los tiene. De Vido y Moreno lo frecuentan o él los busca por teléfono permanentemente. Eso es lo que los hizo poderosos a ellos y débil a Lousteau.
Moreno es una nulidad política, que sólo sabe ir hasta más allá de donde le ordena el jefe. Pero De Vido tiene otra formación política; en la intimidad, sabe que las cosas están mal en la Argentina. No obstante, la naturaleza de su relación con Kirchner le impide llegar a la sinceridad. Se limita a cumplir las órdenes que emanan de su viejo líder y a darle la razón en todo. Así ha sido siempre el trato entre ellos y así será siempre.
Kirchner despacha con rapidez a los moderados: "Ustedes son unos componedores permanentes. Eso no me sirve", dice y corta cualquier avance de aquéllos. Kirchner nunca fue un moderado. Sólo retiene a los moderados en la administración por la curiosidad que cualquiera siente cuando observa un ave de otra especie.
A las nostalgias del poder se les agregan, en Kirchner, las añoranzas de los buenos tiempos. No hay experiencia que haya registrado al político Kirchner gobernando en la adversidad. Gobernó una provincia petrolera, rica, amplia y poco poblada. Cuando los otros gobernadores mendigaban recursos al Estado nacional para pagar salarios, Kirchner se daba el lujo de enviar millones de dólares al exterior.
Nunca fue cierto el infierno que dice haber encontrado cuando asumió la conducción del país. Kirchner se hizo cargo de la presidencia cuando la gran crisis de principios de siglo ya había comenzado a revertirse, la Argentina llevaba más de un semestre de crecimiento y sólo hacía falta no cambiar el rumbo. Es lo que hizo.
El ex presidente no contaba con la condición movediza y volátil de la política. Llegaron las primeras brisas de la adversidad con la inflación y, más recientemente, con el severo conflicto irresuelto con los ruralistas, el sector más importante de la economía argentina. Kirchner se radicalizó él y radicalizó su discurso. Mandó a Moreno a destruir todos los acuerdos y a romper hasta los cimientos del viejo Indec. Lo zamarreó a Lousteau hasta que éste cayó y ratificó su eterna línea de obcecaciones y confrontaciones. El Kirchner que aparece ahora no es mejor que el que se fue.