Declaración. Correo
LA APOSTASÍA DE NUESTRA PATRIA
Jesucristo es verdaderamente Señor y Rey de todas las cosas, lo es por naturaleza, en cuanto Dios; los es por excelencia, en cuanto que es el más perfecto de los hombres; y lo es por derecho de conquista en cuanto que ganó su reyecía en el altar de la Cruz, donde se inmoló de una vez y para siempre para rescatar a los hombres del poder del demonio y de las garras de la muerte.
Al Él, hombre y Dios verdadero, le deben adoración y culto todos los hombres y todas las naciones de la tierra. No se trata de una afirmación retórica ni de una expresión de deseos sino de la afirmación de una verdad insoslayable. El mismo Jesús la enunció y sostuvo ante Satanás en el desierto: Al Señor tu Dios adorarás y sólo a Él rendirás culto.
Sólo a Él.
Occidente, fundado sobre la roca firma de la Cristiandad, ha apostatado de Cristo. La Argentina, también. Al cabo de una larga pendiente, siguiendo ligera y tristemente los pasos que van trazando las antiguas naciones cristianas, va camino a renegar del señorío de Cristo y del yugo suave y liviano de su reinado, para someterse a otros señores y tomar sobre sí otras cargas.
La apostasía de nuestra Patria se hace cada día más explícita y manifiesta.
Primero, apartándose de la ley de Cristo. Si Cristo es Rey, ha de ser necesariamente el primer legislador y en la Argentina, cada vez menos, se respeta su ley y se someten los gobernantes a su autoridad.
Incorporamos a nuestra Constitución el principio de la soberanía popular y, como no se puede servir a dos señores, terminamos sujetándonos a leyes emanadas del capricho de los gobernantes y abiertamente contrarias al orden cristiano.
Algunas que ya rigen, otras que se están gestando en los sucios y deshonestos gabinetes de nuestros parlamentos y en las oscuras oficinas de los ministerios.
Quebrando la familia con el divorcio, con la destrucción de la autoridad paterna, con la ingerencia del Estado en la educación de los hijos, con la equiparación del matrimonio a uniones aberrantes, etc., etc.
Destruyendo la formación moral de nuestros hijos mediante la mentira, la banalización del sexo y el invento de una indebida y corruptora educación sexual, la adoración del éxito y el endiosamiento de la riqueza, como meta suprema de los hombres y de los gobiernos, etc., etc.
Rebajando la dignidad, mediante leyes inicuas de esterilización, promoción del control de la natalidad, cosificación del hombre, convertido en objeto de comercio y sujeto pasivo de una propaganda cada vez más feroz.
Finalmente, luego de un largo camino de etcéteras, atentando sin disimulo contra la vida, mediante la eliminación de los más débiles por el aborto, la eugenesia, la discriminación hasta el crimen de los discapacitados y la eutanasia.
Estamos apostatando de nuestra condición de cristianos no sólo en la cabeza de nuestros jefes sino en nuestras costumbres, cada vez más alejadas de Dios y próximas al paganismo y a la animalidad.
Y, finalmente, se ha desterrado el debido culto público a Dios, único Señor de todas las cosas, y se lo ha reemplazado por el desprecio y el olvido de su Majestad, o por un sincretismo confuso y chabacano, si no por el culto al mismo diablo y a sus ídolos.
No se rinde culto público a Dios. Y en la inauguración de una escuela en Purmamarca, en el norte jujeño; o en el acto sagrado de la misa pública de beatificación de Ceferino Namuncurá en Chimpay, en el sur patagónico, se rinde culto idolátrico a la Pachamama, en presencia de nuestros gobernantes y, lo que es peor, ante la presencia y con la anuencia y, en algunos casos escandalosos y notorios, con la reverencia, de muchos de los pastores de la Iglesia católica.
Hemos apostatado públicamente de Dios, de su Cristo, de su Iglesia.
En momentos que debieron ser de inmensa bendición y fuente de innumerables gracias, se profana la sagrada liturgia con gestos y palabras que la rebajan al nivel de un festival popular, se blasfema contra Dios invocando la protección de deidades paganas, se miente en la exaltación de bondad de una raza como causa de la beatificación de quien fue elevado al honor de los altares no por ser indio o “mapuche” sino por ser cristiano, y cristiano virtuoso, pese a su origen salvaje y a la bestialidad de las costumbres del pueblo de su padre, en el que fue criado en la primera juventud. Bestialidad que incluyó el rapto de su madre y su involuntaria sujeción al aduar de la tribu y a los apetitos de su cacique. Cosas éstas que se callan desde todos los ámbitos, no sólo desde la esfera laica y oficial, manifiestamente anticristiana.
Hemos apostatado de Cristo, nuestro Rey, profanando su culto y su Divino Cuerpo, su Cuerpo sacramental presente junto con su Sangre, su Alma y su Divinidad en las hostias consagradas, groseramente manoseadas, distribuidas sin advertencia y respeto y, finalmente abandonadas en Chimpay, sobre las rústicas tablas en las que se improvisó el altar del Sacrificio, como una cosa más, inservible y sin valor.
Nos toca a nosotros reparar, con nuestras oraciones y nuestras penitencias, el olvido, el menosprecio, el abandono y la burla de Cristo. Y nos incumbe la tarea de volver a Cristo.
Convertirnos, volver personalmente a Cristo y llevar nuevamente a Cristo a nuestras familias, a nuestras costumbres, a nuestras instituciones, a nuestros gobernantes, a nuestra Patria toda que nació cristiana y debe ser cristiana si quiere ser fiel a su destino.
Desde nuestra personal indignidad y debilidad, nos atrevemos a convocarlos a todos ustedes, a sus familias, a sus amigos, a ponerse junto a nosotros bajo los estandartes de Cristo Rey y a ser sus testigos, empeñándonos en la lucha por la instauración de su Reino acá, en esta tierra, en este pedazo de la Patria y en toda la extensión de su territorio, en cada rincón de nuestra tierra, animados con la alegría del buen combate y con la esperanza que nos da la certeza absoluta de que, con nosotros, pelea el Señor de los Ejércitos, el que venció a la muerte y a Satanás, el homicida y el mentiroso, el enemigo secular de nuestra raza humana.
Y María, Madre del Rey, Reina y Señora de todo el orden de la Creación y Reina y Madre de Nuestra Patria, que en su bandera lleva los colores de su manto.
Ricardo S. Curutchet
Presidente