PERIODISTAS
Y PERIODISMO MAS ALLA DE LA LEY
Hugo
Esteva
Pocas
profesiones hay más modernas, en el verdadero sentido de la palabra, que el
periodismo. Aunque con algunos antecedentes previos, creció después de la
Revolución Francesa y llegó a nuestras tierras con la Revolución de Mayo. Desde
entonces, consciente o inconscientemente, su tarea ha sido socavar el orden
tradicional de las ideas. Su sola fugacidad (“No hay nada más viejo que el
diario de ayer”, según vieja y acertada observación) marca su carácter
superficial y efímero.
Eso no quiere decir que nada valga la pena entre
lo periodístico, pero sí hasta qué punto hay que tomarlo con pinzas. A la
inversa, personajes como Manfred Schönfeld y, en general, publicaciones como La
Prensa mientras fue dirigida por Máximo Gainza durante el Proceso, fueron
capaces de dejar principios y distinciones memorables entre la defensa práctica
de los mejores valores de la patria y el negocio de subsistir. Claro, primó la
necesidad de supervivencia y, como entonces el diario fue sancionado con la más
dura ausencia de propaganda oficial, sobrevinieron la muerte de aquel espíritu
y, prácticamente, la del diario.
El resto -y me refiero preponderantemente a La
Nación y a Clarín-, cada uno a su modo, supo encontrar ese tono intermedio,
“políticamente correcto”, que cultiva la mayor parte de los periodistas para
halagar al gobierno que le toca. Y así como festejaron como triunfos cada uno de
los préstamos que hizo crecer hasta eternizar la deuda externa, en tiempos de
Martínez de Hoz; así también cambiaron de inmediato su idioma para adaptarse a
la “democracia de derechos humanos” que se enseñoreó de la cultura ambiente con
Raúl Alfonsín. Diarios, radios y televisión trocaron enseguida la “cassette” (no
había CDs entoces) para adaptarse al poder dominante aquí y en el mundo. Los
términos dictadura, represión, víctimas, reemplazaron a gobierno militar, guerra
antisubversiva, comandos armados, sin solución de continuidad y como si tal
cosa. Poco después, sometiéndose al ritmo que se impuso en Occidente, empezaron
a condenar al terrorismo. Pero, eso sí, al terrorismo de afuera. Respecto de la
subversión local de montoneros y
erpianos, tan brutal y desaprensiva respecto de sus víctimas inocentes como los
otros, jamás usaron el calificativo de terroristas que hubiera correspondido. Es
que ya, poco a poco, aquellos terroristas (en particular los que habían sabido
evitar jugarse la vida en el frente) empezaban a ocupar lugares de poder en la
“cultura” que surgió a raíz de la derrota del país en las
Malvinas.
Semejante mentalidad, por supuesto, incluye la
sanción del silencio para el Nacionalismo argentino y para todo aquello que
huela a verdadero interés por conservar viva a la patria. Nosotros no existimos,
nuestra opinión no se pide ni se escucha (no vaya a ser que entusiasme a los
compatriotas porque “demos bien” en televisión o en la prensa). A lo sumo
aparecimos en las primeras planas, falsamente acusados de “fachos” mediante
títulos catástrofe, cuando organizamos un pacífico Congreso de Historia del
Nacionalismo, de alto nivel académico, destinado a recordar nuestro papel en más
de medio siglo de lucha por lo mejor para los intereses del país, en 1998. O
antes, cuando sin investigación ni fundamento alguno, nos acusaron de intentar
el “magnicidio” de Alfonsín presidente, una verdadera contradicción en los
términos.
Pero además, y esto como una entre las
manifestaciones de pequeñez y sesgo ideológico gremial, la modalidad
periodística promedio incluye callarse la boca cuando se persigue y se deja sin
trabajo a un periodista como Nicolás Kasanzew por haberse jugado la vida en la
guerra de las Malvinas y seguir defendiendo la causa.
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Esos
son los grandes medios “independientes”. Independientes de todo, salvo de su
habitual y progresiva tendencia por dar cabida a la destrucción de la familia, a
la promoción de la homosexualidad y –críptica pero eficazmente- la cultura de la
droga, a la clausura de la libertad de espíritu en nombre de la modernidad que
les es innata.
Y, sin embargo, son preferibles a la sujeción
grosera que pretende el gobierno de Cristina Kirchner para todos los medios de
comunicación. Dejan algún resquicio para quien sabe leer, se les escapa alguna
noticia esclarecedora, cuentan con algunos colaboradores honestos que respetan
al prójimo al que se dirigen. A pesar de todo, no pueden sino dejarse instalar
polémicas cuyo final no controlan y, a veces, son para
bien.
En fin, que en contra de los esfuerzos de un
gobierno digitado por varios de los peores nacidos al amparo de los medios (me
refiero a los tipo Verbitsky o tipo Kunkel), es preferible seguirlos leyendo
como son y como están. No sólo porque “más vale malo conocido…”, sino porque
quizás el mal rato que están pasando los mejore un
poco.