Cómo y para qué orar. Orígenes y San Agustín nos ayudan. - ReL
Actualizado 14 octubre 2012 Cómo y para qué orar. Orígenes y San Agustín nos ayudan. |
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Me
parece que el que se prepara para orar debe antes recogerse y
prepararse un poco, para estar más predispuesto, más atento al conjunto
de su oración. Debe igualmente alejar de su pensamiento todas las
ansiedades y todas las turbaciones, y esforzarse para acordarse de la
grandeza de quién se le acerca, pensar cuan impío es si se presenta
ante Dios sin prestar atención, sin esfuerzo, con una especie de
desenfado nocivo, en fin, rechazar todos los pensamientos extraños.
Cuando
se va a orar es necesario presentarse, por decirlo de alguna manera,
con el alma entre las manos, el espíritu levantado con la mirada puesta
en Dios, antes de levantarse apartará el espíritu de la tierra para
ofrecerlo al Señor del universo, y por fin, si deseamos que Dios se
olvide del mal que hemos cometido contra él mismo, contra los prójimos o
contra la recta razón, hemos de dejar todo resentimiento causado por
alguna ofensa que creamos haber recibido.
Puesto
que son innumerables las actitudes corporales, hemos de preferir sobre
todas las demás, aquellas que consisten en extender las manos y aquellas
en que elevamos los ojos al cielo, para expresar con el cuerpo
actitudes que son imagen de las disposiciones del alma durante la
oración, pero las circunstancias pueden llevarnos a veces a orar
sentados o incluso acostados. La oración de rodillas es necesaria cuando
alguien se acusa ante Dios de sus propios pecados, suplicándole que le
cure y que le absuelva. Estar de rodillas es símbolo de este
prosternarse y someterse del cual habla Pablo cuando escribe: “Doblo las
rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda la familia en el
cielo y en la tierra” (Ef 3,14-15). Esto es arrodillarse
espiritualmente, llamado así porque toda criatura adora a Dios en nombre
de Jesús y humildemente se somete a él. El apóstol Pablo parece hacer
alusión a ello cuando dice: “Que al nombre de Jesús toda rodilla se
doble en el cielo, en la tierra y en el abismo” (Fl 2,10). (Orígenes. Tratado sobre la Oración, 31)
La
oración es un ejercicio que no es nada sencillo de realizar. Puede
parecer fácil y hasta sentirnos llamados a ella, pero no siempre
llegamos a materializar el ansia que nos induce a realizarla. Tal vez
nos falte preparación, costumbre o simplemente, nuestra voluble voluntad
la termina dejando siempre en segundo plano. Nuestra mentalidad moderna
y postmoderna, no lleva a primar la acción sobre la oración.
Orígenes no da algunas interesantes pautas para acercarnos a la oración:
Pero
esto no nos impide orar en cualquier situación cotidiana. Siempre es
momento de alabar al Señor, darle gracias o pedirle perdón. Pero ¿Por
qué oramos? ¿Qué nos mueve a hacerlo? Leamos lo que nos dice San Agustín
¿Qué
necesidad hay de la misma oración, si Dios sabe ya antes lo que
necesitamos, a no ser que la misma intención de la oración serena y
purifica nuestro corazón y lo hace más apto para recibir los dones
divinos que nos son dados espiritualmente? En efecto, Dios no nos oye
porque ambicione nuestras plegarias, pues siempre está pronto para
darnos su luz no visible, sino inteligible y espiritual; pero nosotros no siempre estamos dispuestos a recibirla, porque estamos inclinados a otras cosas y entenebrecidos por la codicia de los bienes temporales. En la oración acontece la conversión de nuestro corazón a Dios,
que está siempre dispuesto a darse a sí mismo, si recibimos lo que nos
va dando y en la misma conversión se purifica el ojo interior, al
excluir las cosas temporales que se apetecían para que el ojo del
corazón sencillo pueda acoger la luz pura que irradia con el poder
divino sin ocaso ni mutación alguna y no solo recibirla, sino también
permanecer en ella, no solo sin molestia alguna, sino también con gozo
inefable, en el cual se realiza verdadera y sinceramente la vida
bienaventurada (San Agustín, tratado sobre el Sermón de la Montaña. Libro 2, Cap 2, 14)
Es
evidente que Dios no necesita de nuestra oración. El lo sabe todo y
conoce lo que acontece en nuestro interior antes que nosotros mismos nos
demos cuenta de ello. Si oramos no es para informarle o para pedirle
algo que El desconozca. Oramos, como dice San Agustín, por necesidad
propia. Oramos para sintonizarnos con la Voluntad de Dios y hacer
posible que recibamos lo que Dios nos ofrece. Oramos como ejercicio de
conversión, de transformación de nosotros mismos. Por eso es tan
importante preparar la oración mediante los consejos que nos da
Orígenes. Si somos capaces de separarnos del mundo, dejar nuestros
afanes a un lado, encontrar dentro nuestra la humildad y contrición y
hacerlo con una postura corporal coherente, estamos empezando a
transformarnos. Si esta preparación abre el paso a la Gracia de Dios,
entonces empezará a actuar en nosotros.
Pero,
toda esta reflexión nos lleva a pensar en el sentido de las oraciones
superficiales, repetitivas y aparentes. Aquellas que se hacen para que
los demás nos vean y cumplir con el “protocolo” que nos piden realizar.
Sin duda, estas oraciones se pueden contemplar desde la parábola del
Publicano y Fariseo para darnos cuenta de qué actitud tiene que movernos
a orar al Señor.
Quiera el Señor ayudarnos a andar por el camino de la oración, que tanto necesitamos.
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