lunes, agosto 22, 2011

Discurso del Papa en su encuentro con profesores universitarios

Discurso del Papa en su encuentro con profesores universitarios
San Lorenzo de El Escorial
Señor Cardenal Arzobispo de Madrid,
Queridos Hermanos en el Episcopado,
Queridos Padres Agustinos,
Queridos Profesores y Profesoras,
Distinguidas Autoridades,

Amigos todos
Esperaba con ilusión este encuentro con vosotros, jóvenes profesores de las universidades españolas, que
prestáis una espléndida colaboración en la difusión de la verdad, en circunstancias no siempre fáciles. Os
saludo cordialmente y agradezco las amables palabras de bienvenida, así como la música interpretada, que
ha resonado de forma maravillosa en este monasterio de gran belleza artística, testimonio elocuente durante
siglos de una vida de oración y estudio. En este emblemático lugar, razón y fe se han fundido
armónicamente en la austera piedra para modelar uno de los monumentos más renombrados de España.
Saludo también con particular afecto a aquellos que en estos días habéis participado en Ávila en el Congreso
Mundial de Universidades Católicas, bajo el lema: “Identidad y misión de la Universidad Católica”.
Al estar entre vosotros, me vienen a la mente mis primeros pasos como profesor en la Universidad de Bonn.
Cuando todavía se apreciaban las heridas de la guerra y eran muchas las carencias materiales, todo lo suplía
la ilusión por una actividad apasionante, el trato con colegas de las diversas disciplinas y el deseo de
responder a las inquietudes últimas y fundamentales de los alumnos. Esta “universitas” que entonces viví, de
profesores y estudiantes que buscan juntos la verdad en todos los saberes, o como diría Alfonso X el Sabio,
ese “ayuntamiento de maestros y escolares con voluntad y entendimiento de aprender los saberes” (Siete
Partidas, partida II, tít. XXXI), clarifica el sentido y hasta la definición de la Universidad.
En el lema de la presente Jornada Mundial de la Juventud: “Arraigados y edificados en Cristo, firmes en la
fe” (cf. Col 2, 7), podéis también encontrar luz para comprender mejor vuestro ser y quehacer. En este
sentido, y como ya escribí en el Mensaje a los jóvenes como preparación para estos días, los términos
“arraigados, edificados y firmes” apuntan a fundamentos sólidos para la vida (cf. n. 2).
Pero, ¿dónde encontrarán los jóvenes esos puntos de referencia en una sociedad quebradiza e inestable? A
veces se piensa que la misión de un profesor universitario sea hoy exclusivamente la de formar profesionales
competentes y eficaces que satisfagan la demanda laboral en cada preciso momento. También se dice que
lo único que se debe privilegiar en la presente coyuntura es la mera capacitación técnica. Ciertamente,
cunde en la actualidad esa visión utilitarista de la educación, también la universitaria, difundida
especialmente desde ámbitos extrauniversitarios. Sin embargo, vosotros que habéis vivido como yo la
Universidad, y que la vivís ahora como docentes, sentís sin duda el anhelo de algo más elevado que
corresponda a todas las dimensiones que constituyen al hombre. Sabemos que cuando la sola utilidad y el
pragmatismo inmediato se erigen como criterio principal, las pérdidas pueden ser dramáticas: desde los
abusos de una ciencia sin límites, más allá de ella misma, hasta el totalitarismo político que se aviva
fácilmente cuando se elimina toda referencia superior al mero cálculo de poder. En cambio, la genuina idea
de Universidad es precisamente lo que nos preserva de esa visión reduccionista y sesgada de lo humano.
En efecto, la Universidad ha sido, y está llamada a ser siempre, la casa donde se busca la verdad propia de
la persona humana. Por ello, no es casualidad que fuera la Iglesia quien promoviera la institución
universitaria, pues la fe cristiana nos habla de Cristo como el Logos por quien todo fue hecho (cf. Jn 1,3), y
del ser humano creado a imagen y semejanza de Dios. Esta buena noticia descubre una racionalidad en todo
lo creado y contempla al hombre como una criatura que participa y puede llegar a reconocer esa
racionalidad. La Universidad encarna, pues, un ideal que no debe desvirtuarse ni por ideologías cerradas al
diálogo racional, ni por servilismos a una lógica utilitarista de simple mercado, que ve al hombre como mero
consumidor.
He ahí vuestra importante y vital misión. Sois vosotros quienes tenéis el honor y la responsabilidad de
transmitir ese ideal universitario: un ideal que habéis recibido de vuestros mayores, muchos de ellos
humildes seguidores del Evangelio y que en cuanto tales se han convertido en gigantes del espíritu.
Debemos sentirnos sus continuadores en una historia bien distinta de la suya, pero en la que las cuestiones
esenciales del ser humano siguen reclamando nuestra atención e impulsándonos hacia adelante. Con ellos
nos sentimos unidos a esa cadena de hombres y mujeres que se han entregado a proponer y acreditar la fe
ante la inteligencia de los hombres. Y el modo de hacerlo no solo es enseñarlo, sino vivirlo, encarnarlo,
como también el Logos se encarnó para poner su morada entre nosotros. En este sentido, los jóvenes
necesitan auténticos maestros; personas abiertas a la verdad total en las diferentes ramas del saber,
sabiendo escuchar y viviendo en su propio interior ese diálogo interdisciplinar; personas convencidas, sobre
todo, de la capacidad humana de avanzar en el camino hacia la verdad. La juventud es tiempo privilegiado
para la búsqueda y el encuentro con la verdad. Como ya dijo Platón: “Busca la verdad mientras eres joven,
pues si no lo haces, después se te escapará de entre las manos” (Parménides, 135d). Esta alta aspiración es
la más valiosa que podéis transmitir personal y vitalmente a vuestros estudiantes, y no simplemente unas
técnicas instrumentales y anónimas, o unos datos fríos, usados sólo funcionalmente.
Por tanto, os animo encarecidamente a no perder nunca dicha sensibilidad e ilusión por la verdad; a no
olvidar que la enseñanza no es una escueta comunicación de contenidos, sino una formación de jóvenes a
quienes habéis de comprender y querer, en quienes debéis suscitar esa sed de verdad que poseen en lo
profundo y ese afán de superación. Sed para ellos estímulo y fortaleza.
Para esto, es preciso tener en cuenta, en primer lugar, que el camino hacia la verdad completa compromete
también al ser humano por entero: es un camino de la inteligencia y del amor, de la razón y de la fe. No
podemos avanzar en el conocimiento de algo si no nos mueve el amor; ni tampoco amar algo en lo que no
vemos racionalidad: pues “no existe la inteligencia y después el amor: existe el amor rico en inteligencia y la
inteligencia llena de amor” (Caritas in veritate, n. 30). Si verdad y bien están unidos, también lo están
conocimiento y amor. De esta unidad deriva la coherencia de vida y pensamiento, la ejemplaridad que se
exige a todo buen educador.
En segundo lugar, hay que considerar que la verdad misma siempre va a estar más allá de nuestro alcance.
Podemos buscarla y acercarnos a ella, pero no podemos poseerla del todo: más bien, es ella la que nos
posee a nosotros y la que nos motiva. En el ejercicio intelectual y docente, la humildad es asimismo una
virtud indispensable, que protege de la vanidad que cierra el acceso a la verdad. No debemos atraer a los
estudiantes a nosotros mismos, sino encaminarlos hacia esa verdad que todos buscamos. A esto os ayudará
el Señor, que os propone ser sencillos y eficaces como la sal, o como la lámpara, que da luz sin hacer ruido
(cf. Mt 5,13-15).
Todo esto nos invita a volver siempre la mirada a Cristo, en cuyo rostro resplandece la Verdad que nos
ilumina, pero que también es el Camino que lleva a la plenitud perdurable, siendo Caminante junto a
nosotros y sosteniéndonos con su amor. Arraigados en Él, seréis buenos guías de nuestros jóvenes. Con esa
esperanza, os pongo bajo el amparo de la Virgen María, Trono de la Sabiduría, para que Ella os haga
colaboradores de su Hijo con una vida colmada de sentido para vosotros mismos y fecunda en frutos, tanto
de conocimiento como de fe, para vuestros alumnos.