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Arte / UN SIGLO DE MEMORIA
Gaudí, el arquitecto de Dios
El 10 de junio de 1926 un tranvía atropellaba al genial arquitecto catalán. Moría dos días después
Durante medio siglo ejerció un oficio del que muy pocos hombres pueden presumir: edificar sueños. Antonio Gaudí albergaba en su cabeza los paraísos de la geometría y de la física, su mente y su corazón nacieron abovedados y las hercúleas columnas de su vida y de su obra fueron el catolicismo, la pasión por la Naturaleza y su amor por Cataluña. Se cuenta que no fue un estudiante de relumbrón, y que la carrera de Arquitectura se le hizo más pesada que el hormigón armado. Porque Gaudí llevaba la arquitectura en las entrañas. Apenas levantaba planos, bullían en su cabeza y luego pasaban a una maqueta tridimensional y, si hacía falta, se corregía a pie de obra hasta el último detalle.
De joven simpatizó con el socialismo utópico y hasta imaginó los planos de un falansterio. Pero la fe se impuso y quien en su juventud también había ejercido de distinguido dandi en la noche barcelonesa adoptó un modo de vida espartano: comidas frugales, caminatas de diez kilómetros diarios, sencillez y hasta ayunos que le pusieron a las puertas de la muerte.
Las obras que hizo para su amigo y mecenas Eusebio Güell, El Capricho de Comillas, el Palacio Episcopal de Astorga, la Catedral de Santa María de Palma de Mallorca, la Casa Batlló y la Casa Milà son todavía testigos de la profunda huella del genio. Pero a partir de 1915 se entregó en cuerpo y alma (sobre todo alma) al Templo de la Sagrada Familia, la única catedral del siglo XX construida como las medievales, con tanto esfuerzo físico y material como ingentes cantidades de fe. Cambó y Prat de la Riba le tentaron para sus proyectos catalanistas, pero el edificio de la política se le quedaba pequeño.
Un 10 de junio de 1926 cuando iba a visitar a su confesor en la iglesia de San Felipe Neri un tranvía lo atropelló. Confundido por su aspecto y por ir indocumentado con un mendigo, la asistencia médica se retrasó. Murió dos días después. Desde entonces, los arquitrabes del cielo nunca habían sido tan sólidos.