En defensa de mi padre
En defensa de mi padre
En el diario La Nación del día 21 de mayo pasado el Ingeniero Oscar G. Adot publica la carta que transcribo a continuación:
Señor Director:
“No comparto la visión de la señora Ana Moreno Hueyo. El doctor Mor Roig fue un prestigioso dirigente radical, mientras que el doctor Silvio Frondizi era un destacado profesor de derecho e intelectual marxista. Ambos eran demócratas sin mácula, si entendemos la democracia como la libertad de pensar, expresarse y desplazarse. No podemos decir lo mismo de los señores Jordán Bruno Genta y Carlos Alberto Sacheri. Ambos proponían un sistema político muy parecido a una teocracia. Es más, quienes asesinaron a Mor Roig y a Frondizi seguramente abrevaron, directa o indirectamente, en el pensamiento de esos intelectuales integristas. No es confundiendo la historia como vamos a enderezar el devenir de este despropósito que es hoy la Argentina”.
Esta carta mereció la réplica de varias personas (a quienes mucho agradezco), una respuesta mía y también la que el Dr. José María Sacheri hizo llegar al diario respecto de su padre mencionado en la carta del señor Adot.
Sin perjuicio de mi respuesta pública -en La Nación del día 25 de mayo pasado- dirigí al señor Adot una carta privada que no fue respondida. Por esta razón considero oportuno darla a conocer.
Lo hago en defensa de la memoria de mi padre y como una modesta contribución a la verdad histórica.
Buenos Aires, 22 de Mayo de 2011
Sr. Ing. Oscar G. Adot:
Aquel domingo de octubre de 1974 desde la Sala de Guardia escuché de repente el silencio. Es común que en todas las Salas de Guardia, después de los frenéticos, ruidosos movimientos de médicos y enfermeros que procuran salvar al paciente, sobrevengan el silencio y la inmovilidad. También el abandono abrupto de la Sala de los que han intervenido en el intento de salvar una vida. En ese momento abrí la puerta, vi el cuerpo yerto de mi padre sobre la camilla, los impactos de bala en el torso desnudo. Mi marido, a quien habían permitido estar presente porque es médico, todavía le sostenía el pulso; fue él quien sintió el último latido de su corazón.
Al leer su lamentable carta publicada en La Nación el día de ayer, curiosamente experimenté la misma sensación de náusea que en aquella sala de Guardia. En dicha carta usted pretendió matar la memoria de mi padre y la del Dr. Sacheri. El pensamiento de ambos está claramente expresado en conferencias, libros y artículos, escritos y grabados. Pero en cuanto a mi padre puedo, además, agregar algo. Fui parte y testigo de muchas situaciones (conversaciones, exhortaciones, tensas discusiones) que ocurrieron estando yo presente. He gozado de la gracia especial de compartir gran parte de la vida de mi padre. Fui su hija y discípula. De su mano participé en sus luchas políticas: tenía 34 años cuando lo asesinaron y por esa circunstancia es que tuve la posibilidad de hacerlo. Los hijos de los otros muertos que, como mi padre, no existen como sujetos de derechos humanos, no pudieron tener un privilegio similar o porque estaban por nacer, o eran niños o a lo más adolescentes cuando se produjeron los asesinatos.
Pues bien, por esa vivencia directa y próxima que yo tuve de mi padre es que puedo transmitir exactamente lo que él enseñaba respecto de la cuestión que hoy nos ocupa. En el contexto trágico de aquellos años mi padre consideraba que la Argentina estaba invadida por diversos grupos de guerrilla armada. Trotskistas los unos, marxistas los otros… y católicos tercermundistas, los que más nos dolían. Esta pretensión de ocupar la Argentina y casi todos los países de Iberoamérica, fue planeada en Moscú. Los integrantes de los distintos grupos -más allá de sus diferencias doctrinales- se entrenaban en Cuba.
Mi padre abominaba del accionar anárquico y criminal de las “bandas armadas”; sostenía que sólo a las Fuerzas Armadas les asistía el deber y el derecho de defender a la Patria de la agresión armada y librar la guerra justa en un recto marco ético y jurídico. Consideraba que los civiles, si era necesario acudir a ellos, sólo podían luchar encuadrados y subordinados a los mandos militares. Ponía por ejemplo el Alzamiento Español en el que, de grado o por fuerza, falangistas, carlistas, monárquicos liberales, demócratas cristianos de la CEDA, miembros de diversas asociaciones católicas, tuvieron que tolerarse mutuamente y combatir a las órdenes de los militares profesionales que están específicamente formados para la guerra.
Sí, Genta pasó los últimos años de su vida, incluso y sobre todo después de ser amenazado, hablando a los militares en toda la geografía del país. En unidades militares si lo invitaban oficialmente los jefes; o a grupos de oficiales y suboficiales en reuniones privadas. Les enseñaba fundamentalmente los principios de la guerra justa a la luz del pensamiento de Santo Tomás. Por cierto, la guerra es siempre una última razón pero una razón válida e ineludible cuando no queda otro camino para conservar la integridad y la paz de la Nación, la vida y los bienes de sus ciudadanos. Mi padre sostenía que había que “armar espiritualmente a los que, sin duda, tendrían que empuñar las armas”… porque es el único camino que evita injusticias y atenúa los excesos propios de la condición humana en las situaciones límites. Y toda guerra, sin dudas, es una situación límite.
A tal punto era conocido el pensamiento de mi padre sobre el accionar de todas las bandas armadas que después de su muerte -en el mismo velatorio- se discutía si su asesinato había sido una operación de la “zurda” o de las tres A. Sólo después, cuando el Erp 22 de Agosto asumió públicamente la autoría del hecho, tuvimos la certeza de donde habían provenido las balas asesinas.
Como anécdota personal le cuento que estuve presente cuando mi padre se enteró de la muerte de Silvio Frondizi. Recuerdo sus palabras de absoluto repudio al hecho. Silvio Frondizi fue, sin duda, el ideólogo más importante, el teórico más docto que tuvieron los combatientes del ERP como maestro y guía. Saque usted sus conclusiones de quién influyó en la muerte de quien.
Eso sí, de un lado y del otro, los asesinos estimaron que había que apuntar, primero, a la inteligencia. Considero que tenían razón.
Esto es lo que puedo aportar a una historia sin falsificaciones.
Atte.
María Lilia Genta