Las masacres contra los jesuitas del Imperio español que inspiraron la película «Silencio» de Scorsese
La Compañía de Jesús se aficionó desde su nacimiento a las misiones imposibles. «Tengo gran esperanza, y está toda en Dios nuestro Señor, que se han de hacer muchos cristianos en Japón», escribió el primer jesuita que pisó el país en una carta dirigida a Ignacio de Loyola donde, tal vez, no calculó bien los peligros. Porque predicar en Japón no era difícil, simplemente iba a ser suicida.
Los negocios de los mercaderes portugueses y españoles en torno a Japón empezaron a ser cada vez más frecuentes conforme avanzaba el siglo XVI. Ambos países ibéricos sopesarían en varias ocasiones atacar Japón o incluso China; pero al final se contentaron con la evangelización.
[Lee aquí la crítica de la película «Silencio», de Martin Scorsese]
En 1549, el jesuita San Francisco Javier y otros dos miembros de la Compañía llegaron a Japón para predicar el cristianismo, aprovechando esas mismas rutas comerciales. Los jesuitas se encontraron un país debilitado por las guerras internas y la inestabilidad política. El propio emperador prácticamente estaba confinado en su palacio. El arcabuz, que fascinó a los belicosos nipones, y Cristo fueron las únicas herramientas que encontró Occidente para hincarle el diente a una tierra de anarquía y guerras feudales.
El «Apóstol de las Indias» prende la llama
El conocido como «Apóstol de las Indias» fue un estrecho colaborador de Ignacio de Loyola y la vanguardia de la orden religiosa en el Lejano Oriente. Al estilo de Gary Cooper, los misioneros quedaron solos ante el peligro, especialmente tras el fallecimiento del carismático Francisco Javier y del reinado del señor de la guerra Oda Nobunaga, favorable al catolicismo.Este Samuray vio en los sacerdotes católicos la mejor oportunidad para desplazar a los budistas de la política japonesa y abrió de par en par las puertas del país a la evangelización, hasta el extremo de que en esas fechas un grupo de cuatro jóvenes japoneses fue invitado a viajar a Roma a entrevistarse con el Papa Gregorio XIII.
Sin embargo, la muerte de Nobunaga echó al traste aquellos años de tolerancia. El Señor de Japón fue acribillado a flechazos en su palacio cuando estaba lavándose las manos con una toalla, al estilo de otras historias de traición de la época. Todavía herido se encerró en su cámara hasta que le alcanzó la muerte. Uno de sus principales generales asumió el poder y, al menos al principio, mantuvo las buenas relaciones con los misioneros. Mientras el número de fieles no dejaba de incrementarse, con 60.000 almas convertidas; se elevó también la desconfianza de los señores feudales y la élite budista hacia lo que identificaban, no sin razón, como una quinta columna previa a una invasión militar.
Además de los problemas del idioma, los misioneros tuvieron que disputarse desde el principio cada alma con los monjes budistas, que vivían en aquellas fechas su momento político más bajo. Durante muchos años habían sabido ganarse el favor de las autoridades gobernantes; en tanto, la aparición de una nueva religión amenazaba sus intereses tanto terrenales como espirituales. Una nueva guerra religiosa estaba en curso.
La recuperación política de los budistas y la entrada en escena de los holandeses, enfrentados en Europa al Imperio español (donde también estaba integrado el Impero portugués) por un asunto religioso de fondo, complicaron la posición de los españoles y portugueses en Japón.
En 1587, el shogunato (el gobierno militar central) ordenó la salida de todos los religiosos extranjeros en un plazo de 20 días. Pero ante la amenaza de ser ejecutados, los jesuitas decidieron «ofrecer sus vidas a nuestro Señor antes que desamparar aquella cristiandad ni salir de Japón». Como resultado directo de este edicto fueron condenados a muerte de veintiséis cristianos –incluidos tres niños–, los cuales salieron de Kioto escoltados por soldados y fueron ejecutados en la colina Nishizaka (Nagasaki) hacia el año 1597. Los individuos fueron alzados en cruces y lanceados ante la multitud.
Los misioneros se vieron condenados a la clandestinidad hasta que, a principios del siglo XVII, ni siquiera se les permitió eso. Varios choques militares con barcos españoles y portugueses motivaron que Japón declarara una guerra abierta a los católicos. Miles de fieles cristianos y centenares de misioneros fueron enviados a la hoguera, mientras que sus iglesias fueron destruidas y sus símbolos profanados. Se estableció, además, como recuerda el historiador Jaime Tramon Castillo en un interesante artículo académico en la revista «Pharos», la práctica del «Fumiye», que consistía en poner la imagen de la Virgen en el suelo y obligar a la población a pisarla.
El número de asesinados alcanzó cifras aterradoras. El cronista jesuita Llorca García Villoslada Montalbán: «Ya en 1624 se elevaba a 30.000 el número de cristianos muertos o desterrados, y al final de la persecución pasaron de doscientos mil».
Y detrás de la sangre vino la oscuridad. «El Sakoku» o Política del aislamiento arrojó, desde 1639, un telón de acero sobre Japón que no se levantaría hasta 1853. «Silencio», de Scorsese, se desarrolla precisamente en los albores de esa oscuridad y de aquella lucha de la katana contra la cruz.