Cristina y las estatuas – Por Mario Caponnetto
Jordán B. Genta
Cristina no se lleva muy bien con las estatuas. Al menos con algunas. Desde hace tiempo venía mostrando una vesánica obsesión contra el monumento a Cristóbal Colón, hermosa obra escultórica que a la par que recordaba al Gran Almirante, dominaba uno de los más bellos paseos de la Ciudad Porteña. Hizo todo cuanto estuvo al alcance de su poder despótico, avasalló jurisdicciones, incumplió sentencias judiciales, avanzó con la prepotencia y el desprecio a toda norma que la caracterizan hasta que finalmente la estatua del Almirante fue removida de su pedestal y tras largos meses de abandono y deterioro a la intemperie, retirada de la vista pública con incierto destino.
Es que Cristina junto con esta obsesión colonofóbica tenía entre ceja y ceja -¿habrá algo entre las cejas presidenciales? ¡Vaya uno a saber!- la peregrina idea de alzar en el lugar antes ocupado por Colón una estatua en memoria de la Teniente Coronel del Ejército del Alto Perú Doña Juana Azurduy de Padilla, noble criolla heroína de nuestra Guerra de la Independencia. Cómo si para ensalzar la memoria de Juana Azurduy fuera necesario denigrar a Colón; o cómo si, en definitiva, a Cristina le importara algo la verdadera Juana Azurduy (una criolla que combatió junto a su esposo por la independencia de nuestra Patria y murió en la indigencia) cuando, en realidad, el personaje que ella exalta (y hasta con el que en su delirio se identifica) no es sino una caricatura inventada por el indigenismo marxistoide latinoamericanista, teologicoliberacionista, tercermundano inventado por Felipe Pigna y los “intelectuales” de Carta Abierta que son, en definitiva, quienes alimentan con estas imposturas el débil caletre de la “presidenta”. El “monumento” -una típica muestra de la “estética” populista latinoamericana- representa, en efecto, una Juana Azurduy horrible, de gesto airado y aire indígena, que blande en su mano izquierda una suerte de absurdo sable, imagen ajena por completo a la iconografía que disponemos de la heroína en la que aparece con sus altivos rasgos criollos y un recto y limpio sable militar al cinto.
Pues bien; ahora Cristina ha visto cumplido su sueño de revolucionaria pueril. ¡Hasta mandó modificar las ventanas de la Casa Rosada para contemplar mejor el adefesio depositado, hace unos días, en el otrora bello predio urbano e inaugurado por ella misma en compañía de un falso indio que dice llamarse “presidente” de Bolivia. Juana Azurduy era tan boliviana como Colón italiano. Pero dejemos pasar estas menudencias y concentrémonos en lo esencial: y lo esencial es esto: aquí hay algo mucho más grave, infinitamente más grave que los caprichos de una mujer desquiciada moral y psicológicamente; mucho más grave que el daño infligido al paisaje urbano ofendido por un mamarracho escultórico. Lo grave es que la historia argentina ha vuelto a ser falsificada con una falsificación mucho mayor, si cabe, que la que impuso a sangre y fuego el liberalismo masónico en su hora. Al menos este último dejó intacta, en cierto modo, la empresa del Descubrimiento y la Conquista de América manteniendo el fino hilo que nos liga a nuestros orígenes. Esta nueva impostura, en cambio, es un hachazo a la raíz misma de nuestro ser, un golpe de gracia a la identidad hispanocatólica y criolla de la Patria sustituida por un indigenismo falaz y disolvente. Quitar a Colón es quitar la fe; equivale a quitar a Cristo de quien el Almirante fue portador: Cristo phoros. Sin Colón todo sentido se pierde, la historia desaparece para disolverse en la nada de la oscuridad y el silencio de la muerte. Sin Colón vuelven los dioses falsos precolombinos que son demonios; demonios, exorcizados por la cruz de los misioneros y corridos por la espada de los capitanes de España, que regresan para intentar adueñarse nuevamente de la tierra que les fue arrebatada en justa guerra para Cristo.
Esto es lo grave; pero más grave aún es el silencio de quienes debieron levantar la voz ante el atropello y callaron. No eran los italianos (noble comunidad, si la hay, que nos regalo la estatua de Colón y peleó hasta donde pudo por oponerse al atropello kirchnerista) los que tenían que levantar la voz. ¿Qué dijeron las organizaciones españolas en la Argentina? ¿Qué las Academias de la Historia? ¿Qué intentaron siquiera los intelectuales, los artistas, los hombres de la cultura que no se identifican con el gobierno? ¿Qué dijo, por Dios, el Episcopado que tanto alardea de la nueva evangelización? ¿Qué evangelización es posible en estas tierras sin la previa obra de España?
En la cima de su desquicio, y haciéndose eco de las divagaciones del “escultor” que perpetró el esperpento, Cristina dijo que ahora, Juana miraba hacia adentro, hacia el Continente, en contraste con Colón que miraba afuera, dando la espalda a América. Ahora el sable de Juana será, remató, una advertencia para quienes intenten atacar la Patria.
Pero, cómo lograr que entiendan, ella y sus secuaces, que el Almirante miraba el mar, ese mar vencido por la fe y la audacia de quienes dieron el mundo a América y América al mundo. Que mirar hacia ese mar es mirar hacia lo más íntimo de nosotros mismos. Que la mirada de Colón era, a la vez, la mirada del vigía, del Centinela que avista al enemigo; y el enemigo sabe que nuestra estirpe católica y criolla es de temer. No será este indigenismo aliado al poder de las logias, de las finanzas y de las ideologías el que defienda la Patria. La Patria estará defendida y al cobijo mientras haya un puesto de mando y sobre él un Almirante que ciña con su mirada el mar que nos trajo el ser y nos incorporó a la Historia.