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América empezó a perder las virtudes del espíritu fundador cuando los borbones llegaron al trono de España al comenzar el siglo XVIII. Las que hasta entonces habían sido provincias se transformaron en colonias. Y lo que había sido un reino capaz de contemplar las particularidades de cada región, se convirtió en una administración centralizada.
El ejemplo típico en el Río de la Plata fue el virrey Vértiz que, como estaba escrito, concentró su poder, sus esfuerzos y la capacidad económica de la corona en Buenos Aires.
La iluminó, la hizo mirar como nunca hacia afuera, dejó que creciera en comercio y contrabando, y contribuyó a grabarnos un signo centralista de dominio que, pocos años después, iba a dar paso al partido unitario.
Error histórico habitual es creer que el centralismo es sólo ejercido por los porteños. De hecho, cada provincia argentina tiene, en su capital burócrata, una “Buenos Aires” que posterga al interior. Pero además, muchos de los finalmente unitarios han sido provincianos “aporteñados”.
Valga esta brevísima y necesariamente simplificada introducción para mostrar que nada cambió. Y para empezar a ver cómo la dinastía de los Kirchner (disculpen los monárquicos este exabrupto) podría engancharse con naturalidad con los borbones que repudiamos hace doscientos años por indolentes e incapaces. Probablemente fue eso lo que evocaron los kirchneristas con su mamarracho de desfile en el bicentenario.
Nuestros neo-borbónicos no son ni han sido los únicos, seamos justos. Para no remontarse demasiado, la reforma constitucional arreglada entre radicales y menemistas no ha hecho otra cosa que ahondar el unitarismo. Encima, dando a los partidos políticos la exclusividad en materia de representación ciudadana. Si uno no está dispuesto a agachar la cabeza (como dicen ahora que va a haber que hacer cuando se visite el mausoleo de Kirchner) y afiliarse a un partido, no puede ni soñar con representar a sus compatriotas. Si a eso se suma que la ley hace cada vez más difícil fundar y sostener un Partido, el esquema queda armado. Uno o dos, manipulables, y ya está: todos los argentinos a la misma bolsa y a pegar.
El afán monopolizador no cede. A las internas amañadas –es mentira que la gente vaya a elegir a los candidatos, va a apostar entre los ungidos- seguirá el cuento de las colectoras. Todo mirado desde el vértice de una pirámide que, por supuesto, tiene los pies hundidos en la arena de las imprescindibles pobreza e ignorancia de los de abajo. Hacia allí apunta lo más grave: la ficción de la democracia desvirtúa cada vez más los principios de la república. Entonces, no importa la caída del Muro, acá nos manejamos con un soviet supremo.
Prueba es “La cámpora”, un conjunto de avivados que no cree sino en la oportunidad del bolsillo. En nombre de quien fue un felpudo están fabricando ropa de marca: de marca trucha, pero con toda la plata del Estado detrás.
Nada es nuevo. Pero, más que nunca, la pretendida elucubración política es burla desnuda para el tristemente llamado ciudadano. Gobierno y oposición, como eternos fulleros, esconden en la manga hasta el nombre de sus candidatos cuando sólo faltan unos meses para la ficción electoral. Una falta de respeto, sí, en nombre de la soberanía popular.
La única diferencia es que la mentira corre ahora por internet. Un sistema que, más allá de la obvia utilidad que tiene para los cada vez menos que lo pueden usar con criterio, ayuda todavía más a centralizar, esta vez el pensamiento. Mar enorme, pero de escasa profundidad, que –como la comida chatarra- tiende a saciar alimentando mal. De hecho, todo el mundo se siente informado; pero sabe sólo aquello que se le quiere informar.
Y ahora los informadores nos hacen creer que se puede esperar una reacción de los intendentes del conurbano bonaerense, como en otro momento se nos quiso hacer creer en la reacción de los gobernadores. No hay ni va a haber tal. Porque gobernadores e intendentes son tan unitarios como el gobierno central. Y, cuando se llega al momento de la verdad, unos y otros saben que sólo responden al mandato de la caja capitalina para evitar que los mismos subsidiados del gobierno nacional les quemen municipios y provincias. Así de cerrado, así de solidificado –como corresponde a toda decadencia- está el sistema. Y, dentro de él, los más vivos o los más inescrupulosos –como el señor Alperovich en Tucumán, por ejemplo- se compran con plata ajena los medios de comunicación para seguir haciendo girar la rueda.
Volvamos hacia atrás: ¿qué otra cosa podía surgir de la mentira de hace dos siglos? ¿O nadie sabe del olor a protestantismo, a Revolución Francesa, a socialismo incipiente con que se adornaba el régimen impío que instauraban desde el centro los unitarios?
Más allá del juicio a las personas, que frente a la historia siempre queda chico, el movimiento sigue. No obstante, de tanto en tanto el espíritu escondido de un pueblo engañado parece despertar. Así sucedió con las Malvinas, así quiso insinuarse con el movimiento del campo. Pero a los propios dirigentes les falta estatura entonces y todo vuelve. Como una especie de congelamiento de las mejores fuerzas del país.
Aún así, los vientos insinúan querer cambiar. Y no sólo entre nosotros. Crece por todas partes el repudio a este viejo sistema de mentira organizada que lleva casi tres siglos. Repugna tal cantidad de políticos que sólo piensan en la reelección que les asegure más dinero, más impunidad. El problema es argentino pero, si se mira un poco más allá de los diarios, es también brasileño, europeo, norteamericano. Occidente comienza a pensar en no resignarse. En lo particular, nos va a encontrar de pie. El asunto es que no nos hayan ganado de mano chinos y musulmanes.