LA NOCHE EN DIA - Hugo Esteva
LA NOCHE EN DIA
Hugo Esteva (*)
Hace poco más de un siglo los hombres decidimos transformar la noche en día. Por supuesto, fue de a poco. Al comienzo había buenas razones. Porque permitir que la oscuridad fuera menos tenebrosa nos dejaba ir a buscar ayuda para las parturientas, los enfermos y los heridos con mucha mayor seguridad. Además, en última instancia y ya sin temor, podíamos contagiar diurna alegría a la noche. Y hasta casi olvidarnos de la luna, si no era para sumarla a escapadas románticas o, cada vez con más certeza, para amenazarla con la invasión que finalmente se produjo.
Poco a poco, íntima o colectivamente, nos fuimos dando cuenta de que agregar la noche al día aumentaba nuestra productividad. Ya no sólo se trataba de leer cómodamente un rato más antes del descanso; en realidad, se podía lograr que otros no descansaran y trabajaran en cambio. O que descansaran a deshora, obviándoles el tiempo de vivir, el tiempo de ver las cosas con diurna naturalidad.
Después vino el momento en que empezamos a usar el fluido que nos iluminaba para resolver gran parte de nuestros tareas: reemplazamos con él al fuego, al frío, al calor… Más tarde nos empezó a comunicar: la voz, la imagen, enseguida el sonido. Luz, imagen y sonido, ya era bastante para entretenernos remedando, cada vez con más exactitud, con más inmediatez, la vida no vivida. Y luego vino esto de reflejar a los pocos instantes la actividad de los más remotos, cada vez más rápido, cada vez más precisamente. Después, todo lo otro que cada lector sabe y que, más y más gracias a la tecnología, promete seguir sorprendiéndolo minuto a minuto.
Toda una carrera que, por supuesto, necesita energía. Es más, está insaciablemente hambrienta de energía. Y allí fue nuestro ingenio humano a reemplazar la fuerza del carbón por la del petróleo, después por la del agua apresada, finalmente por la de la intimidad atómica de la naturaleza.
Claro, poco a poco, nos hemos ido olvidando de que la noche existe, y hasta nos vamos distrayendo de la presencia de la luna y del sol. En fin, que perdidos tantos miedos, y tantos más como tenemos por perder, nos vamos olvidando también del Creador de la luna, del sol y de la luz. Es más, tan entretenidos en la propia obra, ya no nos acordamos de cómo se lee Su obra en la Naturaleza a que pertenecemos, en la misma naturaleza que nos regaló. De la cual, palabras más, palabras menos, nos sentimos dioses con toda propiedad.
Y, de golpe, esto. Se enojan la tierra y el agua, empiezan a romper las alcancías de nuestra energía acumulada, y nos amenazan como nunca.
Vaya a saber por qué les toca inicialmente a los pobres japoneses. Quizás, como a los muertos jóvenes, se los quieran llevar primero a la vida mejor que van a tener; más allá de que la hayan o no entendido en esta tierra. Pero aún en Japón, sus modernos dirigentes políticos - soslayando una tradición que para ellos debió ser más que profunda -, no saben para dónde agarrar. Porque están pintados, tanto como en Occidente, y no mandan con sabiduría a ninguno de aquellos de los que sí se sirven. Tal cual nosotros, ya no saben levantar un techo, no saben hacer fuego, no saben encontrar agua buena, no saben agarrar caballo. Así de infelices.
Nos estamos olvidando de todo lo bueno. Y parece que vamos a volar por los aires, irremisiblemente, porque a nuestra ambición endemoniada no se la detiene. Eso sí, hasta el último minuto, sobre la cubierta del naufragio va a haber periodistas ignorantes que comenten y políticos más ignorantes que pretendan dirigir sin saber cómo ni a quién recurrir.
Ahora –permítanme la digresión y el brusco descenso en esta patria donde tuvimos un ministro de salud que descubrió el “ántrax bueno” en otro momento de alarma- imagínense aquí, con esta manga de burros engreídos, nuevo-ricos del poder, huérfanos del conocimiento, y soberanas basuras –desde el más joven a la más vieja- que nos gobiernan, queridos argentinos...
(*) El que escribe esto es de tendencia noctámbula, pero sabe en el lío en que se mete.