El hijo ilegítimo del Fernando Álvarez de Toledo fue un digno heredero del genio militar de su padre y tomó partido tanto en la guerra de Flandes como en la conquista de Portugal. Su madre era una molinera de Aldehuela (Ávila)
Desde tiempos de Fernando el Católico, la Casa de Alba mantenía una fuerte vinculación con la Orden de San Juan de Jerusalén, también conocida como Orden de Malta. El prior Fernando de Toledo fue el portador de este reconocimiento en su generación, como representante de la orden en Castilla, y fue tratado, al menos en lo militar, como un hijo más del Gran Duque. Su juventud fue trazada por Lope de Vega en su comedia «Más mal hay en la Aldegüela de lo que suena», también conocida como «el Prior de Castilla», pero la mayoría de datos son más inventados que reales.
Tras una larga temporada asistiendo al Príncipe Felipe en el gobierno de la regencia, el Duque de Alba abandonó en 1545 la península ibérica para auxiliar al Emperador en su lucha contra los príncipes luteranos de Alemania, y lo hizo acompañado de su hijo. El joven condujo una compañía de caballeros lanzas en la batalla de Mühlberg, lo que fue la primera prueba de sus notables aptitudes militares. En 1554, don Fernando viajó a Inglaterra junto al Duque, en el séquito del Príncipe Felipe, que se dirigía a contraer matrimonio con María Tudor.
No en vano, la primera referencia importante al prior Fernando de Toledo fue en la campaña de Italia de 1555. Un destino envenenado, donde había sido enviado el Gran Duque de Alba por mediación del portugués Ruy Gómez de Silva –el máximo enemigo de la familia–, que pretendía ser la caída en desgracia de los Alba. Así y todo, el genio militar fue capaz de desarticular la alianza entre los rebeldes del Reino de Nápoles –perteneciente al Imperio español– el Rey de Francia y el Papa Paulo IV, que terminó con un cerco a Roma que desempolvó la amenaza a un nuevo saqueo como el acontecido en 1527. El 8 de diciembre de 1555, don Fernando fue nombrado capitán de 50 caballos en el ejército de Lombardía. Y un año después recibió el título de coronel de un tercio de infantería que se levantó en Castilla para reforzar las tropas del Duque en su campaña en Nápoles.
De entre todos los hijos del Gran Duque, fue el más apto en lo militar y lo político
La Guerra de Flandes: la tumba de la Casa de Toledo
En 1567, el Gran Duque de Alba fue destinado a Flandes para hacer frente a la inminente rebelión militar que los seguidores de Guillermo de Orange pretendían levantar contra el Imperio español. Ya en aquellas tierras, el prior Fernando ocupó su tiempo en la dirección genera de la caballería ligera (cinco compañías de caballos ligeros españoles, tres de italianos y dos de albaneses, más dos de arcabuceros montados). Como le había aleccionado su padre, el insigne bastardo demostró preocupación por el bienestar de sus hombres, pero también por el mantenimiento de la disciplina más férrea. La actuación de la caballería durante la campaña, pocas veces determinante en aquel periodo pero siempre necesaria, contribuyó a frustrar la doble invasión, una desde Alemania dirigida por Luis de Nassau y otra desde Francia a cargo de un grupo de hugonotes. «Con tanta reputación y autoridad de Vuestra Majestad cuanto en el mundo se podía desear», escribió el prior al Rey para informarle del devenir de la guerra.Tras tres años de servicio militar, Felipe II asignó al hijo del Duque la misión de custodiar en 1570 el viaje de la sobrina del Rey y futura esposa, Anna de Austria, hasta Castilla. Descartada la ruta por Italia, el Monarca ordenó al Duque de Alba que la recibiera en Flandes y desde allí que su hijo tomara el mando de la expedición de 90 naves y 3.000 soldados valones, oficialmente para escoltar a la soberana, pero cuyo destino secreto era la guerra de Granada, todavía viva en aquel periodo. Después de poner en orden los asuntos de la Casa de Toledo y asistir a la boda del Rey en Segovia, el prior Fernando de Toledo acudió a la Corte para reclamar su recompensa por los servicios prestados. Su alejamiento de Flandes evitó que se viera afectado por una guerra que, por lo imposible de solucionarla solo por vías militares, arrastró al Duque y sus hombres, convertido en un villano por la propaganda holandesa, al abismo político.
En pleno enfrentamiento entre la Generalitat y la Inquisición, Fernando de Toledo fue nombrado virrey de Cataluña para apagar el incendio. Auque este virreinato era considerado el de mayor rango dentro de sus homólogos ibéricos, no alcanzaba el prestigio de los mandos italianos, y así se lo hizo ver al Rey el Duque de Alba con sus quejas. Así y todo, fue el virrey de Cataluña que más tiempo ocupó el cargo de todo el reinado de Felipe II, nueve largos años en los que tuvo que hacer frente a la presencia creciente de herejes, bandidos, contrabando y todos los problemas vinculados a la defensa de una frontera con el peligroso reino de Francia. Y como el historiador Santiago Fernández Conti recuerda en su obra «El prior Don Hernando de Toledo, capitán de Felipe II», incluso llegó a proponer en 1572 un plan de ataque para entrar en Francia y asediar Narbona, que fue cortésmente rechazado por el Rey. No obstante, la situación en Francia, donde se enfrentaban los católicos contra los hugonotes desde hacía varias décadas, aconsejaba dejar que se desangraran solos sin intervenir directamente.
El Gran Duque había caído en desgracia por culpa del matrimonio secreto de Fadrique
Portugal, la última carga junto a su padre
Cuando Sebastián I de Avís perdió la vida en una demencial incursión por el norte de África, Felipe II –emparentado con la dinastía portuguesa por vía materna– desplegó una contundente campaña a nivel diplomático para postularse como el heredero a la Corona lusa. «El reino de Portugal lo heredé, lo compré y lo conquisté», aseguraría Felipe II años después. Y aunque el rey prudente contaba con el apoyo de buena parte de la nobleza portuguesa y el beneplácito de las potencias europeas (más bien resignación), el levantamiento popular promovido por Antonio, el Prior de Crato, hijo bastardo del infante Luis de Portugal, obligó al Imperio español a iniciar las operaciones militares. Para tan delicada tarea, y ante la insistencia de la nobleza castellana, Felipe II rehabilitó al Gran Duque de Alba, que se encontraba en Uceda (Guadalajara) desterrado de la Corte desde hace un año. A sus 72 años y encamado a causa de la gota, el Gran Duque de Alba se puso al frente de una operación relámpago que terminaría en menos de ocho meses y donde reclamó la presencia de su hijo Fernando. Por el camino, el veterano general recuperó su instinto guerrero y su celo en que las operaciones salieran sin la menor quiebra.Mientras Sancho Dávila, otro de los hombres de confianza del duque en Flandes, era nombrado Maestre de Campo General, el veterano general reservó a su hijo el mando de los arcabuceros a caballo. La victoria sobre Portugal, donde la intervención del prior español se antojó clave, fue plena cuando la armada del Marqués de Santa Cruz se impuso en la batalla de las Islas Terceiras. Su licencia para volver a Madrid fue posiblemente la última concesión que don Fernando hubo de agradecerle a su ya moribundo padre. Tras asegurar la posición de Felipe II en Portugal, el III Duque de Alba falleció en Lisboa el 12 de diciembre de 1582. No en vano, el nuevo titular de casa, don Fadrique, cuyas relaciones con la Corona eran malas, mantenía también una relación fangosa con su hermanastro Fernando.
«Mi voluntad es estar en la Corte y no apartarme de ella, si no fuese para tornar a ella», dejó escrito por aquellas fechas don Fernando. Por primera vez en su vida, el prior debía hacerse un hueco en la Corte sin la asistencia de su padre y, ante la pasividad de su hermano, le tocó ejercer de cabeza visible de la Casa de Toledo. No le fue bien en un primer momento, pese a su buena relación con Granvela y el secretario Mateo Vázquez. Desde 1583 a 1587, don Fernando estuvo lejos de la gracia real, sin oficio en la Corte, que era su máxima aspiración. Sin embargo, en marzo de 1587 recibió el preciado sillón del Consejo Real de Estado y Guerra. Representante de una generación que ya llegaba a su fin, Fernando ejerció un papel protagonista, aunque más técnico que el realizado por su padre, como principal y veterano asesor de Felipe II en materia militar. Curiosamente, a la muerte de Álvaro de Bazán en los preparativos de la conocida como «Armada invencible», el experimentado marinero Miguel de Oquendo propuso que fuera el prior el comandante de la Gran Armada. No obstante, esta propuesta no llegó a materializarse y fue el inexperto Duque de Medina-Sidonia quien llevó a la flota española al desastre.
Durante la flota enviada por los ingleses como contraataque ante el fracaso español, el prior fue nombrado capitán general del ejército que habría de repeler la invasión inglesa en Portugal, aunque no llegaría a trabar combate. La última ocasión que tuvo de comandar tropas tuvo lugar a raíz de la rebelión en Aragón que provocó el otrora secretario Pérez en su huida de las tropas de Felipe II en 1591. Pero lo hizo sin portar el mando genera de la contienda contra los rebeldes aragoneses. Éste lo recibió don Alonso de Vargas, para gran disgusto del prior, que se creía con más méritos para el puesto. Sin embargo, Don Fernando ni siquiera alcanzó a contemplar el resultado de la campaña aragonesa puesto que murió en Madrid a los 64 años.