sábado, febrero 01, 2014

LA MATANZA DE LOS INOCENTES
    (A propósito del 28 de diciembre)
                                   Hugo Esteva

            “Que la inocencia te valga…”, después de una broma habitualmente estúpida que abusa de la credulidad o de la distracción de quien la recibe, es lo que nos ha dejado la banalización del recuerdo de la matanza de los inocentes, del asesinato en brazos de sus madres de todos los recién nacidos que pudieran haber sido el Mesías, por un Herodes no dispuesto a tolerar que se le viniese a cambiar su pequeña historia. Asesinato masivo de las semillas de su propio pueblo, mientras los padres benditos de Cristo lo ponían a salvo huyendo, del modo más precario y a escondidas, hacia Egipto.
            El arte litúrgico mantuvo vivo ese recuerdo y esa enseñanza desde tiempos remotos. Valgan los magníficos mosaicos bizantinos que guarda la iglesia de Cora en Estambul, transformada en museo laico -pero así y todo felizmente conservada- desde tiempos de Kemal Ataturk. Es que quizás porque nos hemos ido habituando a las matanzas, dejamos de lado el recuerdo de aquélla, precisamente la agravada por la condición de inocentes y absolutamente indefensas de las víctimas, apenas inútilmente protegidas por los débiles brazos de sus madres.
            Veinte siglos después, parecidas razones de pequeñez y esta vez extendida ambición han generalizado una matanza tanto o más bestial que aquella banalizada, porque se ejerce contra inocentes más inermes todavía, a quienes ni siquiera protegen sus madres, cómplices habitualmente del crimen. Me refiero al aborto, claro.
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            El tema se ha hecho tan de moneda corriente que ni siquiera cabría en una crónica como esta si no fuese porque, a comienzos del año próximo, nuestros legisladores lo van a sancionar –disfrazado, por supuesto- con la reforma del Código Civil. Van a sancionarlo todos, oficialistas y opositores, que se muestran otra vez solidarios, con alguna tímida y no demasiado clara excepción. Porque allí coinciden los Fernández y losPichetto, los Sánz y los Morales, para sólo mencionar unos pocos entre los “socios”, miembros de los partidos principales que configuran la clase política. Y aunque, para conformar a la Iglesia local –una Iglesia que tampoco en esto parece dispuesta a “hacer lío”- estos y otros sofistas hayan accedido a aceptar que la vida comienza con la concepción. Ignorantes de toda ignorancia, se han dado el lujo de establecer que esa concepción es un “proceso” que sólo culmina con la implantación del embrión en el útero materno. Lo que deja abierta la puerta a la manipulación “in vitro” y el descarte de embriones no implantados, y al empleo de maniobras abortivas como el uso de la “píldora del día después”, sobre la que no hay certeza alguna –en sus varias composiciones- de que no impida la implantación.
            Como se sabe, pasan horas entre el momento en que un óvulo es fecundado –habitualmente en la trompa de Falopio correspondiente al ovario del que partió en ese período fértil- y su traslado e implante en la mucosa uterina que le servirá de nido y vía de nutrición hasta el parto. Los modernos sofistas pretenden que ese óvulo fecundado –ese huevo, u ovocito, o embrión- no es persona hasta que la implantación no se produce. Así, lo que para los óvulos naturalmente fecundados es un período que se mide en horas, se transforma en meses o años para los embriones obtenidos “in vitro” y termina con frecuencia en el más vulgar de los descartes. Si bien hay audaces que retrasan el momento en que el embrión se convierte en persona –y con eso sujeto de derechos- hasta que demuestra franco desarrollo neurológico y otros más arrojados se estiran hasta que el recién nacido es capaz de sociabilizar, está claro que todas estas dilaciones no son más que pretextos para estirar el período en que se pueda matar impunemente al recién concebido. Como si no fuera cierto que, de dejar en todos esos casos su camino libre a la naturaleza, el producto de ese desarrollo normal no fuera a ser un señor de barba y bigote como ellos o una señora como la madre que los parió.
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            Entretanto dejan de leer u ocultan adrede la lección de la naturaleza que la ciencia bien aprendida ha ido develando. Porque de los miles y miles de espermatozoides que se acercan al óvulo maduro en una relación sexual fértil sólo uno atraviesa su membrana, que se cierra luego definitivamente para impedir –en el acto inicial del más sano pudor vinculado con el sexo- la penetración de otro material genético que no sea el de la persona que se acaba de gestar. Noble enseñanza, precisa y perfecta, acerca del carácter único del nuevo ser.
            Al respecto, cabe abundar aclarando que nunca los embarazos múltiples surgen de la doble fecundación de un solo óvulo. En todo caso pueden provenir de dos o más óvulos madurados en el mismo ciclo y fecundados por diferentes espermatozoides (y entonces todos los hermanos tendrán un mapa genético distinto), o de la división precoz de un único óvulo fecundado por un único espermatozoide (y entonces los gemelos serán idénticos).
            Pero, además, para tener las cosas científicamente claras en el momento de definir a la persona, es preciso saber –o querer saber- que la información que indica que el futuro adulto va a ser pelado o no, va a ser hábil o no para determinada tarea, va a tener tal o cual base caracterológica, va a sufrir tal o cual forma de envejecimiento o de enfermedad, está toda y exclusivamente en ese único y no repetible material genético que recibe de padre y madre en el instante de la fecundación. Después el medio, la educación y los cuidados médicos podrán hacer lo suyo para modificar parcialmente lo dictado; pero lo básico surge de aquel instante sublime. Y, más, el modo de conservar y transmitir la información acumulada desde entonces es uno de los misterios más atrayentes y más difíciles que hayan podido plantearse las ciencias biológicas, todavía en pañales al respecto.
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            ¿Cómo pretender que ese precioso misterio no constituye una persona? ¿Cómo inventar pretextos para acabar con millones y millones de esas realidades que son nuestros prójimos? Sólo la ignorancia culpable o la mala fe pueden guiar a quienes pretenden separar de su destino de vida a esos hombres constituidos por entero desde la semilla. El que quiera distinguir la fecundación de la concepción, sólo para ganar tiempo y poder matar en medio, deberá saber que no es menos asesino.
            Desgraciadamente –porque es preciso entender a los padres que no pueden tener hijos- las técnicas de fertilización “in vitro” distan de evitar la manipulación de embriones. Y la realidad es que muchos huevos fecundados se descartan en cada procedimiento, lo que implica abortos, o se descartan luego de períodos más o menos largos de crio-preservación. No me explico qué pasará por la cabeza de esos padres que tienen embriones guardados en la heladera; pero frente a la maravilla que puede ser una adopción bien hecha no hay dudas acerca de cuál es el mejor camino a seguir. Eso sí, para adoptar hay que tener una alta dosis de generosidad, capaz de superar al afán de ser padres biológicos a costa de cualquier desnaturalización. Lo que no puedo olvidar es la historia del ginecólogo especialista en fertilidad que le dijo a su confesor que él descartaba embriones, “pero primero los bautizaba”…
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            No hay aquí espacio para pormenorizar nombres y opiniones de nuestros legisladores (quien quiera conocerlos sintetizados puede encontrar información en Notivida del 28 de noviembre último). Pero sí corresponde señalar que no es la inocencia la que les hace proferir barbaridades como: “No es persona el que no tiene posibilidad de nacer y eso no pasa hasta que el embrión esté implantado. En un embrión no implantado hay vida pero no es una persona”, o “La vida es cambiante y plural. La vida se moderniza con la democracia”, o “Si nosotros decimos que el embrión es persona aún cuando no está implantado, no podemos hacer lo que está haciendo Brasil que está investigando sobre la base de embriones ‘sobrantes’ para poder curar enfermedades terribles”. Sí vale la pena acentuar, porque su voto fue ejemplo citado por varios, que el señor DanielFilmus recurrió al Comité de Ética en la Ciencia y la Tecnología que depende del Ministerio de Educación para luego opinar: “el ser humano es un mamífero placentario que necesita la información ambiental del útero para ser una persona”. A confesión de parte…
            Ninguno lo dice porque, progresista como gusta llamarse, sería incapaz de sincerarse; pero subyace a todo esto un desprecio profundo por la vida humana que es el embrión y que nuestros “representantes” en general consideran una especie de proletario, una suerte de esclavo, comodín para lograr la curación de los ricos (que somos los adultos ya vivos), o la alegría de los poderosos (que son los padres que pagan las fecundaciones y toleran los descartes), o la ambición de los especuladores (que son quienes pretenden mantener una población acotada a las capacidades económicas del mundo de las finanzas).
            Como señalamos al comienzo y como deberíamos recordar cada 28 de diciembre, esto no es nuevo. Y del mismo modo en que la cultura de la muerte implícita en aquella actitud de Herodes conllevó la diáspora del pueblo que había engendrado al Dios Vivo por casi dos mil años, así la civilización maya inclinada a la ironía y a la muerte desapareció como tal doscientos años antes de la llegada de los españoles a América. Es que se equivoca quien cree que el espíritu del mal se conforma con hacer adeptos: el demonio no los quiere suyos sino para verlos muertos.
            Eso hay tras el odio al desvalido microscópico que es sometido a la ruleta rusa del descarte o la pastilla: cientos de muertos para que vivan unos pocos favorecidos, o millones de muertos para el disfrute y la comodidad de los agraciados que ya tuvimos el privilegio de nacer.
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Es, por supuesto, la cultura de la muerte que denunció S.S. Juan Pablo II, instalándose en nombre de la diosa de la falsa ciencia. Falsa porque, como se ve, la ciencia verdadera nos ayuda a asomarnos al renovado y adorable misterio de la vida. Es el pequeño hombre que intenta hacerse dios de lo que lo rodea destruyendo al prójimo más débil. Demoliendo a la vida para reivindicar el error original de pretender ser como Dios.
            Tal cosa, a sabiendas o no, van a votar nuestros falsos representantes tratando de transformar el instante sublime de la concepción en una ventana apta para repetir hasta el infinito, bajo protección legal, la infamia de la matanza de los inocentes. Una ventana que después, inexorablemente, se abrirá amplia al resto de las formas de la muerte. Aun con toda la capacidad de daño de lo demás que se discuta y se quiera establecer en el nuevo Código, hijo del orgullo de unos pocos, es nada en comparación.
            Porque esa muerte puede, además, llevar consigo la de nuestra Argentina.