IRREVERENTE MEMORIA JUDICIAL
IRREVERENTE MEMORIA JUDICIAL
Hace ya unos cuantos años un lúcido amigo abogado me decía que el dilema ético que se le presentaba cada vez que le aparecía un buen asunto era si intentar resolverlo él –cosa para la cual le sobra capacidad- o si derivarlo a un “gran” estudio. Y, por supuesto, el dilema no se debía a las relativas habilidades profesionales, sino a la mayor capacidad de los “estudios-empresa” para hacer “lobby” frente a los jueces. Viniendo de quien venía, la observación me dejó toda la sensación de caso perdido: la Justicia ha abandonado la idea de moverse por lo razonable para optar por lo conveniente.
He nacido y vivido entre abogados y eso, sin dotarme de ninguna otra autoridad, me permite una visión próxima y, a la vez, cierta perspectiva respecto del ambiente judicial. Pero las cosas se han puesto tan graves como para que ni siquiera tal cosa haga falta. Basta una elemental memoria –y todavía no soy centenario- para recordar a los jueces señoriales de mi infancia, a quienes los años de mala política y especialmente los de mala “democracia” han reemplazado por los prostibularios –hablo en serio, según pruebas públicas- que tenemos hoy. Estos son los responsables de haber destruido la única bandera con cierta vigencia que le quedaba a nuestra diezmada república.
El primero de los poderes republicanos en desaparecer fue el Legislativo y por eso es tan difícil creer que alguna solución vendrá ahora de allí. Baste recordar la obsecuencia de los congresistas de los cincuenta, cuya figura emblemática podría ser el odontólogo Cámpora, para entender la ramplonería de ese Poder que desde entonces viene votando por mandato partidario, en el mejor de los casos, y no según la inteligencia de sus miembros o la voluntad de sus representados. Recuerdo con claridad lo mediocre de la discusión legislativa de la cuestión de la Enseñanza Libre o Laica, tan por debajo de la que sosteníamos en la calle o en los colegios nosotros, estudiantes secundarios. Y a tantos payasos: Alfredo Palacios, Américo Ghioldi, Ricardo Balbín…
La caída de Frondizi coincidió con un progresivo descenso –casi escalón por escalón- de la calidad en el Poder Ejecutivo. No vale la pena detallar la pérdida de nivel de cada uno de esos hombres mediocres o, paralelamente, la limitación de sus funciones que los empujaba a la mediocridad. Lo objetivo es que, por una u otra razón, estuvieron siempre por debajo de la media del hombre argentino. Y ya nadie lúcido volvió a poner esperanza en la figura presidencial.
Quedaba el Poder Judicial. Aún en medio del lamentable “Proceso” (¡qué nombre se auto-infligieron!) el ciudadano común podía acercarse con confianza a la Justicia, suponiendo con causa que en ese ámbito las cosas podían dirimirse “con arreglo a Derecho”. Alfonsín lo empezó a quebrar, Menem lo fragmentó y Kirchner lo ha pulverizado. Sólo, y exclusivamente ante las cámaras, las vedettes “creen en la Justicia”. Los demás le disparamos a ese terreno casi exclusivamente apto para carroñeros, donde funcionarios y abogados decentes tienen que vivir esquivando las zancadillas de los mejor afirmados. Jueces sin pudor, fiscales sin aliento, empleados haraganes… He recibido los peores testimonios de quienes, en otro tiempo, ejercieron capaz y honestamente su profesión. La síntesis es que los más pasamos por allí sin esperanza mientras unos pocos poderosos aceitan su camino con coimas, extorsión y tráfico de influencias.
Las tres instituciones de la prometedora república, el eje de la división de poderes, están profundamente apolilladas. Pero no es eso lo peor, desde que cabría la posibilidad de subsanarlo. Lo grave pasa dentro de cada bombardeado individuo y es la interrupción de la memoria. Así como en muchas familias hay ya varias generaciones, tres en promedio, que viven mal de los subsidios sin encontrar trabajo en un país que lo necesita, así hay ya generaciones que desconocen por completo la virtud en la cosa pública. ¿Cómo no van a pensar que es lo eterno? ¿Cómo se van a entusiasmar en restaurarla?
Así de simple. No hay duda de que las generaciones jóvenes son, en general, menos hipócritas de lo que fueron las nuestras. Están llenas de miembros ejemplares que han tenido que desarrollarse en un medio mucho más hostil. Pero han perdido la ilación política con el pasado de la patria y el afán por lo público. Aunque no quieran reconocerlo, y porque no lo reconocen, se han quedado en el presente. O, a lo sumo, en un pasado inmediato que le modelan los medios de comunicación. Es, entre ellos, raro el afán por indagar qué pasó. Y, si lo hacen, eligen habitualmente las versiones predigeridas, periodísticas, de la historia. A la vez que se encierran en lograr una elogiable eficiencia que, sin embargo, pierde sentido cuando no tiene norte. En síntesis, en número alarmante, se pierden en el laberinto de lo cotidiano sin ver al tirano que, desde arriba, se los complica para que no tengan oportunidad de levantar la vista. Tal como lo predijera Alfonso el Sabio en la España medieval, aunque ellos no puedan imaginarlo.
Hay allí, entonces, una larga tarea para educar en la libertad, que es el verdadero, insaciable afán de conocimiento. A través de la zurda alergia a Abel Posse acabamos de vivir el porteño mamarracho de cómo se lo evita prolijamente desde la raíz.
Doscientos años de vida independiente han sido testigos de cómo puede disolverse el impostado liberalismo que separó a esta patria de una madre decadente sin mejor suerte. Poco margen va a dejar el festejo oficial sentado sobre tanta destrucción.