El desconocido genio militar del cardenal Cisneros: el inquisidor que venció a 4.000 musulmanes en dos horas
Francisco Jiménez ha pasado a la historia por ser un gran estadista y el confesor de Isabel la Católica. Sin embargo, fue uno de los principales impulsores de la conquista de Orán en 1509
«El mayor hombre de Estado que ha tenido España». Así ha definido siempre el popular hispanista Joseph Pérez a Francisco Jiménez de Cisneros (más conocido como el cardenal Cisneros). No le falta razón ya que, durante las dos etapas como regente de aquella primitiva España que empezaba a alzarse sobre dos pilares tan contundentes como Isabel y Fernando, trató de dar el empujón definitivo a la agricultura y la economía de nuestro país. Algo insólito hasta la época y que ha hecho que muchos autores como Pedro Miguel Lamet le reconozcan a día de hoy como un gran «reformador, estadista y gobernante». Y todo ello, acompañado de grandes logros en el mundo de las letras como la fundación de la Universidad de Alcalá de Henares.
Nacido en Torrelaguna, el que fuera también el confesor de la reina Isabel la Católica falleció entre el 7 y el 8 de noviembre de 1517 (atendiendo a las fuentes). Hace nada menos que medio milenio, la parca le atrapó en Roa (Burgos) cuando sumaba la friolera de 81 años y se disponía a conocer a Carlos I. Así lo señala la popular profesora de Historia y divulgadora María Francisca Olmedo de Cerdá en su obra «Anecdotario histórico español»: «Mucho se ha escrito sobre las causas de su muerte, algunos dicen que fue debido al disgusto que le produjo una carta del nuevo rey en la que, tras elogiar su labor como regente, le dispensaba de seguir sirviéndole».
En todo caso, se sabe que sus últimas palabras fueron estremecedoras: «En Tí, Señor, confié siempre». Frase que recuerda que, más allá de dirigente, siempre fue un religioso franciscano convencido.
Con todo, y más allá de su interminable lista de logros políticos y religiosos (fue elegido arzobispo de Toledo en 1495; regente de Castilla en 1506 tras la muerte del monarca Felipe el Hermoso e Inquisidor General en 1507), también cuenta con una faceta desconocida: la de líder militar. Y es que, sus ansias de reconquista le llevaron a sufragar de su bolsillo y dirigir, a partir de 1505, la toma a espadazos de varias plazas musulmanas. Todo ello, para hacer valer la política de expansión en el norte de África ideada por los Reyes Católicos.
Aquella lid (preludio de las posteriores llevadas a cabo por militares como O'Donell o Silvestre) llegó a su punto álgido con la toma de la poderosa ciudad de Orán. Gracias a sus directrices, el ejército español logró en la mencionada plaza una rápida e incisiva victoria. Al menos, según afirma el propio Joseph Pérez en su obra «Cisneros, el cardenal de España»: «En menos de dos horas, Orán cayó en poder de los españoles. Durante el ataque final los moros perdieron más de 4.000 hombres».
A su vez, en dicha jornada lució en la urbe el estandarte del cardenal. Un paño ataviado con sus armas a un lado, y con un crucifijo a otro. No en vano el propio Francisco Jiménez entendió aquella campaña como una Cruzada contra los mismos infieles que, antes de arribar a España, habían tomado una serie de regiones al norte de África anteriormente en poder de Roma y del cristianismo.
Hacia África
«Que no cesen de la conquista de África». Esta fue una de las cláusulas que Isabel I dejó escritas en su testamento y que Cisneros conoció tras la muerte de la monarca en 1504. Sus palabras fueron, sin duda, el último empujón que el antiguo confesor necesitaba para azuzar los ánimos de Fernando, como mínimo tan Católico como su esposa, y convencerle de cumplir un objetivo más que antiguo. «Marruecos formaba parte de los objetivos a largo plazo de la corona de Castilla. Ello explica que los monarcas castellanos siempre hubieran tenido buen cuidado de reivindicar derechos sobre las islas Canarias, aun cuando no se encontraban en condiciones de ocuparlas», destaca Pérez en su obra.De esta guisa, y con el beneplácito de su majestad, nuestro protagonista comenzó a idear un plan para tomar algunas plazas fuertes ubicadas en la mencionada zona y, posteriormente, iniciar desde allí su particular Cruzada.
A pesar de todo, lo cierto es que al bueno de Cisneros le costó rascarse el bolsillo para convencer a su Católica majestad. De hecho, tuvo que adelantar de la mitra de Toledo «once cuentos de maravedís» para pagar a tocateja el pertrecho de entre 4.000 y 5.000 infantes. Con el mencionado panorama, Fernando claudicó y le dio plenos poderes al religioso para hacer lo que le saliese del hábito. Así pues, se formó una armada que partió desde Málaga hasta el norte de África el 11 de septiembre de 1505. Viento en popa y a toda vela, que diría Espronceda.
Su primer objetivo fue el puerto de Mazalquivir (ubicado al norte de Argelia), donde atraparon por sorpresa a los enemigos gracias a un factor tan curioso y castizo como la tardanza española. «Los berberiscos, avisados por sus espías, habían concentrado muchas fuerzas en las inmediaciones de la plaza, pero, ante el retraso de la flota, creyeron que se dirigía a otro destino y se dispersaron», explica Pérez.
El asedio duró dos jornadas. Y es que, ante tal poderío hispano, poco podían hacer los defensores más que aquello que decidieron: abandonar la principal fortaleza de la zona y cedérsela amablemente a Cisneros.
A partir de entonces comenzaron los preparativos para acabar con la determinante ciudad de Orán (también al noroeste de Argelia). Algo que, en palabras del poeta del siglo XV Alvar Gómez, llevó a cabo como un profesional de la milicia. De la misma opinión es el gran historiador decimonónico Cesáreo Fernández Duro quien, en su extensa obra «Historia de la Armada española», hace referencia a los recelos que despertó el religioso: «[A pesar de] haber sido Gobernador del reino [y de] ser de todos conocidas las condiciones inapreciables que atesoraba, no veían en él los nobles, los capitanes [y] los soldados más que el hábito de fraile; un fraile General les parecía rara especie poco de estimar en campaña».
Todos ellos tendrían que ponerse varios cerrojos en la boca posteriormente. Tras años de preparativos y continuos ataques berberiscos, el 11 de agosto de 1508 el rey y Cisneros firmaron el documento que dio el pistoletazo de salida (o trabucazo, más bien) de la operación. Vaya por delante, por cierto, que en él nuestro protagonista ponía sobre la mesa muchas monedas. Unas 9 jornadas después el religioso fue nombrado capitán general de la expedición.
Posteriormente comenzó «el bacalao», término que usarían siglos después algunos militares como el general Silvestre para referirse a la lid. «En la primavera de 1509, se reúne en Cartagena una armada de 10 galeras, 80 naos y otras muchas embarcaciones menores para transporte de un ejército de 10.000 piqueros, 8.000 escopeteros y ballesteros, 2.000 jinetes de caballería pesada y ligera», destaca Pérez.
Durante el camino hasta la amiga Cartagena siempre destacó en alto el estandarte de nuestro Cisneros, así como la Cruz de Cristo. No en vano la operación era considerada casi como una Cruzada. «Con esta señal venceremos», afirmó uno de los obispos que acompañaban al inquisidor.
Tras arribar a Cartegena, el 16 de mayo se partió rumbo a Mazalquivir donde (a su vez) se inició la marcha hacia el objetivo final. «Oran era entonces una de las ciudades principales del reino de Tremecen, estando edificada, parte en la ladera del monte de Silla, parte en el llano parte sobre una colina que entra en la mar, rodeada de buenos muros, con alcazaba ó ciudadela morisca. Tenía montadas sesenta piezas de artillería gruesa, amén de las máquinas pedreras ingenios balísticos, guareciendo seis mil habitantes, armadores de muchas fustas bergantines corsarios comerciantes con Genova Venecia», explica, en este caso, Fernádez Duro.
La contienda fue más que breve para asombro de todos. La artillería fue la primera en defenestrar las defensas contrarias, seguida de las minas. En unas decenas de minutos los infantes ascendieron por los muros contrarios con escalas, abrieron las puertas de la urbe, y comenzó una batalla en las mismas calles «sin contar el campo cristiano más de treinta bajas», atendiendo a Fernández Duro. En menos de dos horas, Orán cayó ante los nuestros.
Tras la victoria, Pérez afirma que el religioso entró en la ciudad portando su estandarte y con una espada ceñida con un cinto sobre el hábito franciscano.
La contienda llevó una gran riqueza a los españoles. Se cuenta que unos 500.000 escudos que, en palabras de Fernández Duro, «no quiso el cardenal» y mandó repartirlos entre los combatientes. «Quedó en manos de los vencedores un botín fabuloso: sedas, tapices, monedas, oro, plata, joyas, esclavos, etcétera. Parte de aquel despojo se llevó a Alcalá cuando Cisneros regresó a su arzobispado», destaca Pérez. A su llegada a la Península, Cisneros fue recibido como un verdadero héroe romano. Quizá más por la sorpresa, pues nadie se imaginaba que podía ser un verdadero genio militar.