LA
CICATRIZ
Por
Antonio Caponnetto
Suele hablarse
corrientemente de malos y buenos enfermos, entendiéndose por estos últimos a
aquellos que cooperan con sus médicos, que ponen tesón para salir del trance, y
que -sin demasiadas quejas- son dóciles a las indicaciones requeridas, aunque
resulten exigentes y dolorosas. No es una caracterización completa, pero resulta
adecuada.
Cristianamente
hablando, sin embargo, el buen enfermo posee otras cualidades, principalmente si
el daño que lo aqueja puede poner en riesgo su vida. Por lo pronto se pondrá en
paz con Dios, pedirá sacramentos y plegarias que lo encomienden y, sobre todo,
aceptará con humilde resignación su condición de creatura transitoria,
vulnerable y frágil, como somos todos los mortales. Quien estudie –como lo ha
hecho, por ejemplo Emilio Mitré Fernández en su La muerte vencida- la
actitud que solía tener el hombre medieval frente a la infirmitas y al
desenlace fatal de la misma, se hallará con la prevalencia de un talante
piadoso, que todo lo contemplaba sobrenaturalmente.
Es que para un
católico serio, que aplique el principio de la analogía, el primer grado de
salud lo ocupa la sobrenatural; el segundo, la espiritual o
mental, y recién el tercero la salud corporal. Si la enfermedad de la
primera es el pecado y el de la segunda el error, el de la tercera lo es
cualquier morbo que ande causando daño al organismo. Pero como bien ha notado el
Padre Basso, de la mano de Santo Tomás, el desorden y la desproporción consisten
en preferir esta última salud a las anteriores. Así como en desaprovechar la
enfermedad del cuerpo para no meditar en las otras que tanto más necesitan de
nuestra cura. Es el eterno tema tratado en el episodio del paralítico, y
resuelto, claro, por la palabra veraz de Jesucristo. Lo más importante es
salvarse, no abandonar la camilla y regresar caminando a la
casa.
Como era previsible,
tratándose de una mujer vulgar e irreligiosa, ninguna de estas consideraciones
se hizo presente en Cristina de Kirchner desde el instante en que anunció su
dolencia. Y si no ha titubeado en capitalizar ideológicamente la muerte de su
propio esposo, tampoco dudó en hacerlo con su afección. Aquel campamento brutal
y simiesco,instalado ante las puertas del Hospital Austral durante los días de
su internación,y los comunicados del vocero oficial -quien con tono de relator
futbolístico iba narrando la goleada contra el cáncer,celebrada por los barras-
quedará grabada a fuego en las crónicas de la abyección y del
grotesco.
En rigor,la actitud
personal y politica de la presidenta ante el achaque fue tan degradante
como la que suele ostentar de ordinario. Para ella y ellos
–exhibicionistas de éxitos mundanos y de vanaglorias terrenas- no existe nada
parecido a la contemplación de las postrimerías, al ofrecimiento del dolor, a la
situación límite del alma contrita y suplicante. La democracia es el carnaval,
con mascaritas obligadas a fingir esplendor aunque estén carcomidas por dentro.
Y Cristina, claro, en el núcleo más infamante del corso, debe conservar esa
burlona risa de acróbata, de la que habla Bergson ,para hacerle creer a la plebe
que tras mil acrobacias nada puede pasarle. Sea la suya un alma sin Cuaresma,
sin atrición, sin anonadamiento, sin genuflexión ante el Autor de la Vida y de
la Muerte, y que sepa Él donde alojarla cuando traspase los lindes de la
tierra.
Pero faltaba lo peor
y sucedió. En su primera aparición pública -tras el rescate de la tiroides del
tumor maligno que la amenazaba- Cristina Kirchner habló de un “milagro”, le
agradeció a Dios y a la gente, y sostuvo que el amor puede más que el odio.
Porque necesitada de quien gritara “¡viva el cáncer!”, y no hallándolo, era
menester inventar, no una gesta, como suponen algunos, sino una nueva variante
de la lucha de clases: la del pueblo que quería su saneamiento contra los
monopolios destituyentes que clamaban metástasis.La ficción no cesa nunca, ni
siquiera ante lo que merecería mayor compostura.
Ahora bien; se puede
llamar milagro a un mal diagnóstico, que no habrá ninguna voz eclesial
que pida respetar la integridad de los términos. Al contrario, no faltará prete
que sostenga que ella merece hasta la suspensión de las leyes naturales,
o que, al fin,la mediación de Néstor ha entrado en franca competencia con la del
Gauchito Gil. Se puede invocar al amor,con rostro atrabiliario y voz furente, en
una sala atestada de odiadores profesionales, de rencorosos de oficios, de
artesanos del resentimiento y de la venganza, que nadie osará tampoco marcar la
contradicción flagrante. Pero nos perturba e indigna el agradecimiento a Dios, y
no queremos guardar silencio cómplice frente a tamaño
desafuero.
¿A qué Dios agradece
Cristina? ¿Al que ultraja aprobando el matrimonio contra natura, violando el
Decálogo,promoviendo ideas y personajes enrolados en el ateísmo militante,
befando a la Iglesia, dejando impunes a los incendiarios de pesebres, retirando
imágenes marianas o crucifijos de los lugares públicos? ¿A qué Dios agradece?
¿Al que ignora y pisotea en cada acto de su tiranía, en cada gesto altanero, en
cada palabra petulante y frívola? ¿Al que ataca con sus programas y textos de
estudio plagados de materialismo, al que despoja de su cetro a cada paso de su
modelo “nacional y popular”, para sumarse a los intereses de los deicidas, al
manifiesto regocijo de los masones, y al acompañamiento de legiones de crápulas
sin Fe? ¿A qué Dios agradece esta mujer,en cuyo pecho los pecados capitales
nadan a sus anchas? Es simple y trágica la respuesta: al que profanó
públicamente, con horrible sacrilegio,el día que asumió su segunda presidencia,
y decidió jurar por una divinidad potencialmente demandante en paridad de
condiciones con Kirchner. Su agradecimiento, en suma, tiene un sólo nombre y es
blasfemia.
Cuando Shakespeare
trazó el perfil glorioso de Coriolano, en su obra homónima, recordó que el
honroso guerrero se había negado a mostrar a la plebe sus cicatrices recibidas
en combate, tal como le exigían los demócratas para ganar los votos del gentío.
“Preferiría que mis heridas estuvieran por curar, antes que oír decir cómo las
recibí. No puedo ponerme la toga de candidato para desnudarme y rogarles que, en
obsequio a mis cicatrices, me den el voto. Os suplico: ¡dejadme prescindir de
esta costumbre!”. Después Beethoven le regalaría una obertura en su homenaje,
que todavía hoy escuchamos estremecidos.
Cristina hizo
exactamente lo contrario. Con un lenguaje tilingo –que recuerda al que Landrú
sabía poner en boca de dos señoritas banales y futiles- blandió impúdicamente su
cicatriz para victimizarse, como lo hace con su viudez o con su luto y su duelo.
Porque en personajes de su catadura cualquier recurso es válido para captar
sufragios o alimentar los espejismos de la masa. La virtud de la gravitas
le es ajena. Otrosí la de la circunspección y el recato. La noción romana de
decus no podría aplicársele jamás. Si no Beethoven, de seguro Boudou le
pondrá música mañana a esta nueva barrabasada de su
mandante.
Era Anzoátegui el
que decía que las únicas condecoraciones válidas para un soldado debían ser sus
cicatrices; y que la tragedia moderna consistía en que ahora no quedan más
cicatrices que las de alguna apendicitis de urgencia. He aquí toda la gloria que
puede exhibir esta mujer que vive imaginando confrontaciones contra supuestos
enemigos: el tajo horizontal del que extrajeron su
tiroides.
Marechal supo cantar
algo superior al respecto. “El dolor de la patria me atravesó el costado. La
cicatriz me dura”.
Permita el Señor de
la Salud que esta cicatriz nuestra, y de todos los patriotas cabales, cauterice
algún día.Que nos sea suturada con el agua, con la sangre o con el fuego. Con el
rocío de algún ceibo o el fulgor de alguna estrella argentina. Con el aire
sanante de una patria nueva, surgido del soplo mancomunado y altivo de quienes
todavía no se rinden.