lunes, junio 11, 2007

Fe y Razón

Fe y Razón

Revista virtual gratuita

Desde Montevideo (Uruguay), al servicio de la evangelización de la cultura

Nº 15 – Junio de 2007

Omne verum, a quocumque dicatur, a Spiritu Sancto est

“Toda verdad, dígala quien la diga, procede del Espíritu Santo” (Santo Tomás de Aquino)

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Equipo de Dirección: Diác. Jorge Novoa, Lic. Néstor Martínez, Ing. Daniel Iglesias.

Colaboradores: Dr. Carlos Álvarez Cozzi, Pbro. Dr. Miguel Antonio Barriola, R.P. Lic. Horacio Bojorge, Pbro. Dr. Antonio Bonzani, Pbro. Eliomar Carrara, Dr. Eduardo Casanova, Ing. Agr. Álvaro Fernández, Pbro. Dr. Jaime Fuentes, Dr. Pedro Gaudiano, Dra. María Lourdes González, Ec. Rafael Menéndez, Dr. Gustavo Ordoqui Castilla, Diác. Miguel Pastorino, Sr. Juan Carlos Riojas Alvarez, Dra. Dolores Torrado.

Tabla de Contenidos

Sección

Título

Autor o Fuente

Editorial

Si quieres la paz, defiende la vida

Equipo de Dirección

Tema central

El aborto y el secreto médico desde el punto de vista jurídico

Asociación “Derecho y Vida”

Tema central

¿Cuándo comienza la vida humana? Análisis de los argumentos del Dr. Juan R. Lacadena

Lic. Néstor Martínez

Documentos

Quinto Mandamiento: No matarás

Catecismo de la Iglesia Católica - Compendio

Filosofía

Los cuatro niveles de la libertad (4)

Dr. Pedro Gaudiano

Iglesia

El teólogo en la Iglesia

Pbro. Dr. Miguel Antonio Barriola

Iglesia

Sobre la Conferencia de Aparecida

Ing. Daniel Iglesias

Iglesia

La edad mínima para la Confirmación

Ing. Daniel Iglesias

Oración

Acto de contrición

Catecismo de la Iglesia Católica - Compendio

Si quieres la paz, defiende la vida

Equipo de Dirección

El reciente procesamiento sin prisión de una mujer que cometió un aborto ha reavivado la polémica sobre el aborto en el Uruguay. Los partidarios de la legalización del aborto han sacado a relucir un nuevo argumento, según el cual los médicos que denuncian un aborto estarían violando el secreto médico, incurriendo así en una grave falta contra la ética de su profesión. Resulta paradójico que se acuse de falta de ética a los médicos que cumplen con el deber moral de denunciar un delito, mientras que se pasa por alto la gravísima falta ética de los médicos que realizan abortos o que recomiendan cómo hacerse un aborto supuestamente seguro (para la madre, claro).

Posteriormente, un grupo de más de mil personas, entre las cuales figuran unas cuantas muy conocidas e influyentes, publicó una declaración en la que, solidarizándose con dicha mujer procesada, cada uno de ellos manifiesta haber violado la Ley Nº 9.763, que penaliza el aborto en el Uruguay. Esta nueva estratagema parece provenir de un sentimiento de frustración de esas personas por no haber logrado aún, por la vía parlamentaria, su meta de legalizar el aborto a petición en nuestro país. Esta deplorable declaración amenaza agravar la actual división de los uruguayos acerca del aborto, ya que pone en cuestión, no sólo una ley determinada, sino la actitud misma de respeto a la ley vigente que debe inspirar a los ciudadanos de cualquier Estado de derecho. Daría la impresión de que se pretende proclamar una especie de derogación de facto de una ley vigente que no satisface a determinada corriente de pensamiento. La citada declaración parece animada por una especie de actitud patoteril, como si se dijera: “Veamos si hay un fiscal que se anime a abrir un expediente judicial para indagar sobre la legalidad de un manifiesto firmado por tantas y tan prestigiosas personas como nosotros”. Como si en el Uruguay no hubiera un ordenamiento jurídico en el cual nadie es más que nadie, una ley vigente que todos por igual debemos respetar, nos guste o no nos guste.

Por estos motivos, en este número de “Fe y Razón”, por segunda vez en la corta vida de nuestra revista, el tema central vuelve a ser el derecho humano a la vida. Nuestra sección central tiene sólo dos artículos, pero relevantes:

· Un comunicado muy claro y contundente de la Asociación “Derecho y Vida” acerca de la relación entre aborto y secreto médico desde el punto de vista jurídico.

· Un artículo del Lic. Néstor Martínez donde se refutan eficazmente varios razonamientos contrarios al carácter personal del embrión humano en las primeras etapas de su desarrollo.

Creemos que, ante hechos tan graves como éstos, los católicos uruguayos debemos salir de nuestra actual y masiva pasividad, y movilizarnos para procurar -por todos los medios lícitos- que en nuestro país el derecho fundamental a la vida humana sea respetado. Despertemos ya, antes de que sea demasiado tarde.

Antes de terminar, les recomendamos leer el artículo de Magaly Llaguno titulado “Estrategias para legalizar el aborto en Hispanoamérica” en: http://www.arbil.org/(85)maga.htm

En el mes del Sagrado Corazón de Jesús, volvemos a expresar nuestra confianza en Él.

Jesucristo, Hijo de Dios, Señor resucitado, sé Tú nuestra salvación. Amén.

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El aborto y el secreto médico desde el punto de vista jurídico

Asociación “Derecho y Vida” (en formación)

Considerando recientes sucesos de notoriedad que culminaron con el procesamiento de varias personas por la comisión del delito de aborto, la Asociación “Derecho y Vida” (en formación), declara que:

1. Del art. 177 del Código Penal resulta que: a) los jueces competentes tienen obligación de intervenir sin demora al conocer la comisión de un delito; b) los jueces no competentes tienen la obligación de denunciar sin demora los delitos que conocieran; c) los funcionarios policiales tiene la obligación de denunciar los delitos de que tuvieren conocimiento por razón de sus funciones; d) todo funcionario público, sin excepción, tiene -con distinto alcance- la obligación de denunciar los delitos que se cometieren en su repartición o cuyos efectos ella experimentara particularmente.

El amplio alcance subjetivo de esta obligación deriva del bien jurídico protegido: “la administración de justicia” (acápite del Título V, Libro II del Código Penal), que interesa al bien común.

2. Los médicos que intervengan en un aborto tienen la obligación de dar cuenta del hecho al Ministerio de Salud Pública (MSP) dentro de las 48 horas, sin revelación de nombre. Si son funcionarios del propio Ministerio, tienen además la obligación de hacer la denuncia penal (art. 177 del Código Penal).

3. La obligación de guardar el secreto que hubiere llegado a conocimiento de alguien en virtud de su profesión, empleo o comisión, sólo opera cuando no hay “justa causa” para la revelación (art. 302 del Código Penal).

La obligación, impuesta por la ley (caso del art. 177 del Código Penal) es, sin lugar a dudas, una “justa causa” que releva de la obligación de guardar el secreto al médico que interviene en un aborto o en sus consecuencias.

4. El Código de Ética Médica del Sindicato Médico del Uruguay y la Federación Médica del Interior dice en su art. 22 que “El derecho al secreto no implica un deber absoluto para el médico”, en perfecta coincidencia con las normas citadas, agregando todavía que “Además de los casos establecidos por la ley” (p.ej.: los del art. 177), el médico deberá revelar el secreto en una serie de situaciones entre las que se comprenden: “La amenaza a la vida de terceros (posibilidad de homicidio en cualquiera de sus formas)” y, sobre todo, la “Amenaza a otros bienes fundamentales para la sociedad”, entre los que es ineludible contar el castigo de los delincuentes.

Es imposible establecer un orden de prelación entre los derechos del hombre, pero de esta afirmación debe excluirse el derecho al goce de la vida, que se encuentra en un rango superior al del resto de los derechos; esta excepción responde a la centralidad del derecho a la vida, que lo hace trascender a otros derechos.

5. No es aplicable lo dispuesto por la Ordenanza Nº 369 del MSP de agosto de 2004 pues ella, que aprueba normas acordadas por entidades privadas y la Facultad de Medicina (no por la persona pública Universidad) es una decisión administrativa, por lo que no puede oponerse a normas legales como el art. 302 del Código Penal. Además, las normas aprobadas por la Ordenanza 369/04 refieren a la obligación de “dar cuenta” de la propia intervención en un aborto o sus consecuencias, obligación que establece el art. 3º de la ley 9.763, que es distinta de la obligación de denunciar un delito de aborto cometido por otro que establece el art. 177 del Código Penal.

6. Por lo tanto, estuvo absolutamente fuera de lugar la declaración de un jerarca del MSP en cuanto afirmó que “el médico que denuncia un aborto, comete una falta ética”. Aquí no hay ningún “choque de dos bibliotecas”. Antes bien, cumple con su deber de médico así como cumple con su deber ciudadano toda persona que, aun sin estar obligada, denuncia un delito, y más si se trata de un delito tan grave en sí mismo (aunque castigado tan levemente) como el aborto.

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¿Cuándo comienza la vida humana?

Análisis de los argumentos del Dr. Juan R. Lacadena

Lic. Néstor Martínez

Analizamos aquí los argumentos expuestos por el Dr. Juan R. Lacadena a favor de la tesis que dice que la persona humana comienza a existir a las ocho semanas de la concepción (http://www.sibi.org/com/lac.htm).

Cuestión disputada: Si el óvulo fecundado es persona desde la misma fecundación.

Parecería que no:

1) Todos los procesos biológicos son graduales, no puntuales. Pero el comienzo de la vida humana es un proceso biológico. Luego, es gradual, no puntual.

2) No hay persona humana sin las notas de unidad y unicidad. Pero el cigoto carece de estas notas hasta dos semanas después de la fecundación. Luego, no es persona humana desde la misma fecundación.

a. La carencia de “unidad” (“ser una sola cosa”) se evidencia por la posibilidad de que se formen “quimeras”, o sea, fusiones de embriones que dan lugar a un solo individuo.

b. La carencia de “unicidad” se manifiesta por la posibilidad de gemelos monocigóticos, es decir, de la división de un embrión para dar lugar a dos individuos distintos.

3) La identidad personal está estrechamente relacionada con la identidad o “mismidad” genética, que consiste en la capacidad de reconocer lo que es propio del organismo de lo que es extraño. Esto depende de una parte de la información genética llamada “sistema HLA”, que obviamente se forma desde la misma combinación genética en la concepción, pero no se manifiesta activamente, no se “expresa”, hasta las seis u ocho semanas. Luego, antes de ese tiempo la persona estaría a lo sumo en potencia, no en acto.

4) Para que exista suficiente conexión física entre la realidad biológica, el embrión, definible en términos de inviolabilidad, y el “término” declarado como inviolable que es el individuo nacido, el embrión debe haber establecido en términos de potencia, a través de procesos de crecimiento celular y de diferenciación, el sistema de complejidad desde el término que reconocemos como persona. Pero eso ocurre recién a las seis u ocho semanas. Luego, antes de ese tiempo, el embrión no es persona.

5) Los blastómeros son las células que componen el embrión en su estado de blastocisto. Son de dos clases: los que se desarrollan para dar lugar a la placenta, y los que se desarrollan para dar lugar al nuevo individuo. Ahora bien, es claro que los que se desarrollan para dar lugar a la placenta no podían tener anteriormente la dignidad propia de la persona, y luego, haberla perdido. Pero entonces, tampoco la tenían, en ese instante, los que luego se desarrollaron para dar lugar al nuevo individuo.

6) Sólo se es persona cuando se ha alcanzado la “suficiencia constitucional”, y con ella, la “sustantividad”. Pero eso ocurre alrededor de las ocho semanas, por todo lo arriba dicho. Luego, antes de ese tiempo, no se es persona ni se tienen por tanto los derechos propios de la persona.

Contra esto:

1) Entre ser persona y no serlo no hay tercera alternativa. Pero para que haya un pasaje gradual de no ser persona, a serlo, hace falta esa tercera alternativa, como paso intermedio. Luego, no es posible un pasaje gradual del no ser persona, al ser persona. Por tanto, la persona surge en forma instantánea. Pero el único momento en que tal surgimiento instantáneo puede ocurrir, es en la concepción, que es cuando comienza a existir una nueva célula, distinta de los gametos masculino y femenino, y dotada, a diferencia de ellos, de la capacidad de desarrollarse continuamente hasta el nacimiento y después de él. Luego, allí comienza a existir la persona humana, y lo demás es desarrollo que continúa hasta después de nacer, y por muchos años.

2) El ser persona no es una propiedad, sino que es ser sujeto de propiedades. Ahora bien, las propiedades pueden sufrir cambios graduales y desarrollos que llevan tiempo, porque están sostenidas por la continuidad del sujeto que las sustenta. Pero un cambio en el sujeto mismo ha de ser instantáneo, ya que por definición no tiene otro sujeto actual por debajo de él. Luego, el surgimiento de una nueva persona es algo instantáneo. Y como dijimos arriba, sólo puede tener lugar en la concepción, que es el único comienzo de un nuevo sujeto físico que se da en todo el proceso.

3) Negativamente, la persona, por lo ya dicho, no puede surgir como fruto de un desarrollo gradual. En efecto, un desarrollo gradual es por definición una modificación del mismo sujeto, no el surgimiento de un sujeto nuevo. Pero todas las novedades que se presentan con posterioridad a la concepción, son fruto de desarrollos graduales. Luego, no puede consistir en ninguna de ellas el surgimiento de la persona, sino que éste ha de darse en la concepción misma.

4) El ser humano es siempre en parte en acto, en parte en potencia: por un lado existe actualmente, y tiene características determinadas propias de su especie, por otro lado, tiene siempre potencialidades por desarrollar, incluso hasta el momento de su muerte, o al menos, claramente, hasta el final de la juventud. Luego, no se diferencia en esto esencialmente del embrión, que también es por un lado, un embrión humano en acto, que ya posee en acto la carga genética específica e individual necesaria para existir como ser humano, y por otro lado aún no ha desarrollado todas las potencialidades propias de la especie y del individuo. Por tanto, no se puede decir que el embrión sea un “ser humano o persona en potencia”, sino que lo es ya en acto, teniendo, como siempre tiene, algunas potencialidades suyas aún sin actualizar.

Respuesta:

La persona, según la clásica definición de Boecio, es la “sustancia individual de naturaleza racional”. Pero eso es justamente el óvulo fecundado. Luego, es persona.

En efecto, el óvulo fecundado, cigoto, embrión, puede ser una de estas tres cosas: sustancia o sujeto, propiedad de una sustancia o sujeto (es decir, “accidente”) o parte de la sustancia. Un ejemplo de lo primero, sería un hombre, de lo tercero, la mano del hombre, de lo segundo, el color del hombre o de su mano.

El cigoto no es evidentemente un accidente o propiedad, sino al contrario, un sujeto de propiedades, las cuales la ciencia estudia.

No es tampoco una parte de otra sustancia, que sería en este caso el cuerpo de la madre. La prueba más clara de esto es que desde que existe, tiene su carga genética propia, distinta de la de todas las células del cuerpo materno, pues incorpora, junto con 23 cromosomas de la madre, otros 23 del padre, y además, puede ser de sexo masculino, y en general, tiene ya en sus 46 cromosomas el código de las características individuales que lo distinguirán, aún siendo de sexo femenino, de su madre.

Luego, el fruto de la concepción es una sustancia, es decir, un sujeto de existencia, algo que existe en sí y no en otro, con su naturaleza determinada y sus propiedades, distinta de la madre.

Esa sustancia es individual. “Individuo” se define como “indiviso respecto de sí mismo, dividido respecto de todo lo demás”. O sea, marca la unidad interna del ser sustancial, y su distinción y separación reales respecto de todos los otros seres sustanciales. El cigoto es evidentemente un organismo que tiene su propio desarrollo autónomo, pues la dependencia del medio externo se da también en los seres humanos adultos y en todos los seres vivos en general. Tiene su individualidad física marcada por la membrana que a la vez lo aísla y lo comunica con el exterior, y que lo rodea totalmente; tiene la asombrosa unidad y finalidad propia de todo organismo en desarrollo que va monitoreando desde sí mismo, por así decir, todas las etapas de su maduración, integrando los aportes del medio externo.

Y esa sustancia es de naturaleza racional. La naturaleza es el sustrato ontológico básico del cual derivan todas las características esenciales de algo, así como todas sus facultades operativas, y todas sus acciones u operaciones. Baste pensar que del núcleo metafísico más profundo del cigoto brota la energía y la finalidad que da origen al maravilloso desarrollo embrional hasta el nacimiento y por mucho tiempo después del mismo. Todo lo que un día caracterizará al ser humano adulto está en potencia ya cuando se han fusionado el óvulo y el espermatozoide. Eso sólo puede ser si lo que lo hace “humano” sin más, es decir, su naturaleza, su “humanidad básica”, no está en potencia, sino en acto, y eso incluye, no el ejercicio actual de su facultad intelectiva, sino la naturaleza racional de la cual brotará, en su momento, dicho ejercicio.

Por otra parte, es sabido que la generación consiste en la trasmisión de la naturaleza de los padres a los hijos. Pero la naturaleza de los padres del cigoto humano, es la naturaleza humana, que es racional. Luego, el cigoto tiene naturaleza racional.

Luego, el ser humano es persona desde la misma concepción.

A los argumentos a favor de la negativa, respondemos:

1) El comienzo de la vida humana no es un “proceso biológico” en el sentido en que lo es el desarrollo del viviente, por ejemplo. Un proceso es una serie de cambios que le ocurren a algo, a un sujeto, mientras que el surgimiento o comienzo de la existencia del sujeto mismo no puede, obviamente, ser una modificación de un sujeto preexistente. Por eso, del hecho de que los “procesos biológicos” en el sentido de “desarrollos” ocurran siempre en forma gradual y no instantánea, no se sigue que el comienzo mismo de la existencia del sujeto de tales procesos o desarrollos no pueda ser instantáneo.

2) En cuanto a la unidad y la unicidad, la objeción viene a decir que lo que puede fundirse con otro ser de su clase para dar lugar a un solo individuo, no es uno, y lo que puede dividirse para dar lugar a dos individuos distintos, no es único.

3) La primera parte es confusa. ¿Porqué un ser no podría perder la unidad que hasta el momento ha tenido al fundirse con otro en una unidad diferente? El hecho de que perdiese esa unidad no significa que no la hubiese tenido antes de perderla, más bien significa lo contrario. De hecho, todo ser vivo es uno, y pierde su unidad al morir, sin que por eso se vuelva falsa la afirmación de que mientras vivió, fue uno.

4) La segunda parte tampoco es clara. ¿Porqué el poder dividirse en dos individuos distintos es señal de falta de unicidad? Lo contrario de la unicidad, en todo caso, sería que pudiese existir “otro él” en todo idéntico al primer embrión. Es decir, que el individuo o el embrión fuesen repetibles. Pero esto es imposible por contradictorio, ya que la supuesta “repetición” sería, por hipótesis, otro individuo, y por tanto, un individuo diferente.

5) En cambio, que un individuo muera al dividirse, y en su lugar comiencen a existir otros dos individuos que proceden de esa división, no tiene nada de contradictorio, pero tampoco tiene nada contra la individualidad del primer individuo.

6) Y en otra hipótesis diferente, que una parte de un individuo se separe de él y siga viviendo por su cuenta, transformándose en otro individuo diferente, mientras el primero continúa con vida, tampoco tiene nada de contradictorio, ni nada tampoco contrario a la individualidad del primer individuo. Pensemos que esta hipótesis se ha realizado de hecho cada vez que ha habido una experiencia exitosa de “clonación”.

7) La misma objeción basada en la unidad y unicidad de la persona y la capacidad del cigoto de dividirse o de fusionarse con otro, se puede exponer de esta otra manera: “Es evidente que el embrión sigue existiendo luego de dividirse en dos, o de fusionarse con otro embrión, si bien entonces ya no es, claramente, un individuo. Luego, si puede existir sin ser un individuo, es que no es un individuo, y no lo era tampoco antes de la fusión o la división.”

8) A lo cual respondemos: Lo que sigue existiendo en ambos casos no es propiamente el embrión, sino la materia del embrión, que ahora es materia, o de un solo nuevo embrión diferente, en el caso de la fusión, o de dos embriones distintos, en el caso de la división. Luego, no se sigue de ahí que lo que existía antes de la fusión o división pueda existir sin ser un individuo, pues ya no existe, precisamente, después de una o la otra.

9) O bien, en el caso de la división, puede ser que lo que sigue existiendo tras la misma sea, por un lado, el mismo individuo que antes, por otro lado, materia tomada de ese individuo, a partir de la cual se desarrolló otro individuo: tampoco esto exige que el primer individuo siga existiendo sin ser un individuo ni que no lo haya sido antes de la división.

10) Otra formulación de la misma objeción puede ser: “La individualidad exige la indivisibilidad. Pero el cigoto es divisible, como lo muestran los gemelos monocigóticos. Luego, el cigoto carece de individualidad y por tanto, no es persona.”

11) A lo cual respondemos: La individualidad no exige la indivisibilidad, sino la indivisión actual, es decir, el estado de “no dividido”. La “unidad”, en efecto, no es la indivisibilidad, sino la indivisión. Una hoja de papel individual deja de ser tal si la cortamos en dos: ahora son dos hojas individuales. Pero eso no quiere decir que antes no fuese una sola hoja individual, y sin embargo, era divisible, como lo prueba la división posterior. Del mismo modo, antes de la clonación, la “madre” de Dolly era una oveja individual y una, y no deja de haberlo sido porque luego haya sido dividida, y una pequeña parte de sí misma haya servido para “clonar” a su “hija”.

12) En cuanto a la fusión de embriones que se da en las “quimeras”, el argumento contrario a la individualidad del embrión podría ser: “El individuo no puede ser parte de otro individuo. Pero la “quimera” es un individuo que surge de la fusión de embriones que son así sus partes. Luego, esos embriones no son individuos, y por tanto, tampoco lo eran antes, ni tampoco por tanto eran personas.”

13) A lo cual respondemos: El individuo no puede ser parte de otro individuo, pero la materia del individuo sí puede ser parte de otro individuo, como sucede cada vez que comemos alguna carne o legumbre individual, cuya materia pasa a formar parte nuestra sin que el individuo como tal (vaca, manzana, etc.) pase a formar parte nuestra. Luego, no se sigue que las partes de la quimera, en cuanto tales, sean embriones, sino que son solamente materias de embriones, aunque hayan sido embriones antes de la fusión. Y por tanto, no se sigue tampoco que ahora esos embriones no sean individuos, pues ahora no existen como tales embriones. Y por tanto, no se sigue tampoco que antes de la fusión no hayan sido individuos ni personas.

14) Este mismo argumento ha sido expuesto en forma algo más detallada en el artículo “Microaborto” de la Wikipedia, de donde lo hemos extraído para analizarlo a continuación:

1) “Una persona es un individuo indivisible (Indiviuum est indivisum in se, sed a quodlibet alio divisum), en el sentido de que no se puede dividir en dos partes y seguir siendo esa persona completa e independiente en cada parte [subrayado nuestro]. Pero el “preembrión” (es decir, el embrión antes de la implantación) se divide en dos y tras anidarse esas “partes” ya son cada una un todo completo, son cada una un embrión, un par de gemelos monocigóticos, cromosómica y fenotípicamente idénticos, personas individuales y separadas, y por tanto, ya no más divisibles. Luego, el “preembrión” no es persona.”

2) Contra esto: El mismo objetante muestra que la división del “preembrión” no cumple con la condición que él mismo pone para que una división sea argumento contrario a la personalidad. En efecto, la condición para que una división niegue la personalidad previa de aquello que se divide, según este autor, es que cada una de las partes resultantes siga siendo “esa persona completa”. Pero luego, él mismo muestra que el resultado de la división del “preembrión” no es que la misma persona completa pasa a tener “dos existencias” distintas, por así decir, sino que reconoce, como no puede ser menos, que son dos “personas individuales y separadas”. O sea, no son la misma persona completa. Por tanto, este argumento no prueba que el “preembrión” no sea persona individual antes de la posible división.

3) Es decir, su argumento, según lo que él mismo dice, debería ser: “Si algo se divide de tal manera que los dos o más seres resultantes de esa división son la misma persona completa, ese algo no es persona individual. Pero el “preembrión” se divide de tal manera que los seres resultantes de esa división son la misma persona completa. Luego, el “preembrión” no es persona individual.”

4) Ahora bien, es claro que la Menor de este argumento es falsa. Los gemelos monocigóticos no son la misma persona, sino que son dos personas distintas, por semejantes que sean en sus características cromosómicas y fenotípicas. Luego, este argumento no prueba que el “preembrión” no sea persona individual.

5) Además, hay que notar, contra la traducción que hace el argumentante, que “indivisum” no quiere decir “indivisible”, sino “individido”. Lo segundo no implica lo primero. Una hoja de papel, mientras es una sola hoja, no está dividida, es “indivisa”, pero no es indivisible: se puede cortar en partes. Ninguna realidad material es “indivisible”, ni siquiera el famoso “átomo”, cuyo nombre significa “indivisible”, pero cuya realidad se compone de “partículas subatómicas” que hasta pueden “fisionarse” de hecho. Todo lo material es extenso, y todo lo extenso es por definición divisible, aunque sea mentalmente: el hecho de que no podamos a veces dividirlo nosotros es puramente accidental. Con ese criterio, entonces, nada material y corpóreo sería individuo, ni por tanto persona, tampoco el ser humano adulto.

6) Y si se responde que “indivisible” quiere decir, además, que las partes resultantes no pueden seguir siendo la misma cosa individual que antes de la división, entonces al revés, toda realidad, por más material y corpórea que sea, y toda cosa existente en general, es “indivisible”, y por tanto, “individuo”, porque es absurdo que cuando una cosa se divide en dos cosas, esas dos cosas sigan siendo la misma cosa de la que proceden. Con ese criterio, no solamente el “preembrión”, sino también el óvulo y el espermatozoide antes de la fecundación serían “individuos” y por tanto “personas”.

7) Se argumenta también ahí: Si el “preembrión” es persona, cuando se divide en dos, la persona se duplica. Pero eso es absurdo. Luego, el “preembrión” no es persona.

8) Contra esto: El hecho de que la persona se divida en dos no quiere decir que la persona se duplique. Pensemos en la clonación. La oveja “Dolly” no era la misma oveja individual que su “madre”, a pesar de haber surgido de una “división” de la misma.

9) En todo esto parece que subyace una confusión entre la identidad de las características y la identidad individual. Que haya la primera, no quiere decir que haya la segunda. Dos ejemplares de la misma novela pueden ser idénticos en sus características, letras, palabras, orden de las mismas, numeración, y hasta el tipo de papel, etc. Pero no son, obviamente, el mismo ejemplar. Igualmente ocurre con los gemelos monocigóticos: hágase si se quiere que tengan las mismas características absolutamente en todo: no por eso serán la misma persona ni el mismo individuo, obviamente, puesto que son dos, y por tanto, son dos individuos distintos, y dos personas distintas. La individualidad no es algo del orden de las características, sino del orden de la existencia de un sujeto numéricamente distinto de todo otro sujeto. Como dicen los tomistas, la individuación no viene de la forma, sino de la materia.

10) Por eso, el hecho de que los gemelos monocigóticos puedan ser cromosómica y fenotípicamente idénticos no implica que sean individual y personalmente idénticos, y por tanto, no implica que sean “la misma persona completa e independiente”, como exige el mismo autor para que eso fuese prueba de la no individualidad y no personalidad del “preembrión”.

11) Sin duda, decimos nosotros, que la persona es “indivisible” en el sentido de que no puede dividirse en dos partes que sigan siendo la misma persona.

12) También en el sentido de que, cuando ha llegado a cierta etapa de su desarrollo, tampoco puede dividirse en dos partes de modo que las partes resultantes sigan siendo personas humanas, aunque distintas entre sí. En efecto, si a un adulto lo cortamos al medio, obtenemos dos trozos de cadáver, no dos personas distintas.

13) Pero de ahí no se puede concluir que en aquel estadio de su desarrollo en que la persona es “totipotencial”, no pueda dividirse, no de modo que ambos seres resultantes de esa división sean la misma persona, lo que es un absurdo, sino de modo que ambos seres resultantes de esa división sean dos personas numéricamente distintas, por más que sus características puedan ser totalmente idénticas, y sea que eso se haga según el modelo de división en que de A se siguen B y C, o según el modelo en que de A se siguen A y B.

14) En realidad, se podría establecer una relación al menos lógica entre esta forma errónea de entender la “individualidad” como “indivisibilidad” y la filosofía de Leibniz. En efecto, éste negaba la individuación por la materia, propia de la escuela tomista. Para el tomismo, la individuación no viene por las características, sino por la localización espacial y temporal que la materia impone a las características que son recibidas en ella, y que no es una característica. Como una novela que es la misma se multiplica sin embargo, no porque cambie alguna palabra o la trama de la obra, sino por los distintos trozos de papel en que es impresa.

15) Por eso, para Santo Tomas, sólo en los ángeles, que son inmateriales, coinciden “características” e “individualidad”, de modo que para Santo Tomás no hay dos ángeles de la misma especie: cada uno es una especie distinta, consistente justamente en un determinado conjunto de características inmaterialmente realizado.

16) Leibniz, al negar en general la individuación por la materia, y afirmarla precisamente por las características, afirmaba de todos los individuos lo que Santo Tomás afirma de los ángeles: que cada uno de ellos es una especie distinta de los demás, o sea, que no hay dos individuos de la misma especie. En la filosofía de Leibniz, entonces, sí ocurre que las características son motivo suficiente de identidad individual y personal y por eso no puede haber dos individuos con exactamente las mismas características.

17) Por tanto, en la filosofía de Leibniz sí se cumpliría que si de algo proceden, por división, dos individuos con las mismas características, esos dos individuos son la misma persona, y entonces, aquello no puede ser persona, ya que una persona no puede dividirse de tal manera que los múltiples seres resultantes sean la misma persona.

18) Pero ya el enunciado del argumento muestra el absurdo que hemos criticado arriba: decir que dos individuos numéricamente distintos son la misma persona es un disparate, por más que tengan exactamente las mismas características.

19) Obviamente, Leibniz no incurría en ese absurdo, porque no aceptaba la posibilidad de que dos individuos numéricamente distintos tuviesen exactamente las mismas características. Ante el caso de los gemelos monocigóticos, si todas las características conocidas de ambos fuesen idénticas, él hubiera dicho que había al menos una característica desconocida por nosotros, en que la diferirían necesariamente, para poder ser dos.

20) Por tanto, tampoco en la filosofía de Leibniz funcionaría esta objeción contra la individualidad del “preembrión”.

21) Pero hoy día, parece que algunos aplican al caso de los gemelos monocigóticos el principio de Leibniz de que si las características son idénticas se trata del mismo individuo (llamado “principio de los indiscernibles”) para concluir de ahí que si dos individuos con exactamente las mismas características proceden de un ser anterior, ese ser no podía ser un individuo, porque el individuo no puede dividirse y seguir siendo en ambos casos el mismo individuo.

22) Donde Leibniz diría, entonces: “Un individuo es un conjunto de características, por tanto, si hay dos individuos numéricamente distintos, no pueden tener las mismas características”, los que proponen esta objeción dicen: “Un individuo es un conjunto de características, por tanto, si dos individuos numéricamente distintos tienen las mismas características, son el mismo individuo”.

23) Claro que para hacer esto, tienen que admitir, probablemente en forma inconsciente o subconsciente, que los gemelos monocigóticos son la misma persona, lo cual es el colmo de los absurdos y los disparates. A la vez que dicen y admiten que son dos individuos, implícitamente sostienen que se trata del mismo individuo.

24) Se objeta también: “Si antes existía un individuo con su alma espiritual, entonces, tras la división, Dios deberá crear otra alma. ¿A cuál de las dos partes se la dará? ¿O es que el “preembrión” cuenta con dos almas hasta su división?”

25) Respuesta: Obviamente, el “preembrión” no tiene dos almas; con una sola le alcanza. La “división” puede ser de dos maneras: A da lugar a B y C, o A da lugar a A y B, como sucede en las clonaciones.

26) En el primer caso, A muere en el mismo acto por el que surgen de él, por división, B y C. El alma de A, en el caso de un embrión humano, se separa del cuerpo, como sucede siempre en la muerte. Las almas de B y C son creadas por Dios en el momento mismo de la división.

27) En el segundo caso, el alma de A no necesita ser creada, ya existe. Es el alma de B la que es creada por Dios en el instante mismo de la división.

28) Dice también el autor: “Lo que es generador indeterminado de uno, dos o más embriones, no es persona individual. Pero el “preembrión” es eso. Luego, no es persona”.

29) Respuesta: El “preembrión” no es indeterminado en cuanto a lo que es en acto, sin en cuanto a lo que es en potencia. Como la “madre” de Dolly no era indeterminada en cuanto tal oveja particular, que lo era en forma plenamente determinada y actual, sino solamente en cuanto a que de ella se podía clonar un número indeterminado de “clones”. Ese tipo de indeterminación no niega la individualidad ni tampoco, por tanto, en el caso del embrión humano, la personalidad.

30) Se dice también allí: “Lo que puede dividirse sin que sus partes sean cualitativamente diferentes entre sí no es persona, porque la persona implica diferenciación interna que impide ese tipo de división. Pero el “preembrión” puede dividirse de esa manera, gracias a la “totipotencialidad”. Luego, no es persona.”

31) Respuesta: La razón que se da aquí para que algo no sea persona, es que sus partes no están diferenciadas, pero a su vez, la razón de que esto niegue la personalidad, es que al no estar diferenciadas, puede darse la división. O sea, que este argumento lo único que hace es volver al argumento de que la persona es lo indivisible, que ya ha sido refutado arriba.

32) Se objeta finalmente ahí mismo: “Dado que el 60% de los huevos fecundados son abortados naturalmente antes de la implantación: ¿Cómo admitir que Dios permite que tantas personas humanas dotadas de alma espiritual mueran antes de nacer?”

33) La respuesta es bastante sencilla: Dios permite también que una gran cantidad de personas humanas dotadas de alma espiritual mueran después de nacer. Precisamente, los dos únicos puntos “trascendentales” de la existencia, en este sentido, son la concepción y la muerte: entre ellos existe la persona humana, ya viva, y por tanto, puede morir.

15) Volviendo al Dr. Lacadena, al tercer argumento respondemos que la identidad personal no exige que se posea en acto la capacidad de discriminar lo que es propio del organismo de lo que le es ajeno, sino solamente que se posea la potencialidad, basada en la naturaleza humana actualmente poseída, de llegar a desarrollar y ejercer dicha capacidad. Porque la persona no es un conjunto de acciones ni de facultades o capacidades operativas, sino ante todo el sujeto sustancial de tales acciones y capacidades de acción, que no depende de ellas para existir, sino que por el contrario, las sostiene a ellas en la existencia, y que puede por tanto existir cuando aún ellas no existen o -existiendo- no se manifiestan actualmente.

16) Al cuarto argumento respondemos que la “conexión física” entre el embrión y el individuo humano reconocible fácilmente como tal, está dada ante todo por el proceso continuo de desarrollo que lleva desde el óvulo recién fecundado hasta el individuo adulto. Ese proceso de desarrollo, por serlo, es justamente el proceso por el cual una misma realidad sustancial, ya en acto, va actualizando sucesivamente sus potencialidades sin dejar nunca de ser la misma realidad sustancial que comenzó a existir cuando el óvulo y el espermatozoide dejaron de ser dos realidades separadas y distintas.

17) Este nexo de continuidad, por otra parte, no se verifica ante todo por razón de semejanzas morfológicas, sino por el hecho mismo del desarrollo continuo a partir de la formación de una nueva célula en la concepción. Ese proceso de desarrollo, sustancialmente el mismo en toda su duración, apunta por ello mismo al individuo personal plenamente desarrollado, desde su mismo comienzo, o sea, desde la concepción.

18) Pero de todos modos, el argumento se apoya en un supuesto falso, y es que la dignidad de la persona humana pertenece ante todo al “individuo nacido”, y que el embrión sólo tendría esa dignidad en tanto “orientado” a ese individuo ya nacido. En realidad, la dignidad de la persona humana pertenece al individuo humano existente en acto, sea cual sea el estado de su desarrollo. No le pertenece al embrión, por tanto, solamente por estar orientado a ser en un futuro un individuo humano, nacido o no, sino por ser un individuo humano en acto, en un determinado estado de su desarrollo, como ya hemos dicho.

19) El quinto argumento se apoya en el hecho de que no todas las células que integran el embrión en un momento dado, van a dar lugar posteriormente a un individuo humano, sino que algunas servirán para formar la placenta, otras, el feto. A partir de allí se argumenta que las células que estaban destinadas a formar la placenta no apuntaban a un término personal humano y por tanto no tenían la dignidad propia de la persona humana. Y se pregunta entonces por qué las otras células, que sí derivaron en la formación de un ser humano, tenían en ese momento esa dignidad.

20) Este argumento sigue apoyándose en el falso supuesto de que el embrión en todo caso no tendría dignidad personal por sí mismo, sino sólo en cuanto “conectado” de algún modo con un individuo humano futuro. En realidad, como ya dijimos, el embrión es un individuo humano en acto y no sólo en potencia, en una etapa de su desarrollo.

21) Por otra parte, la dignidad de persona humana conviene en cada caso al individuo de naturaleza humana, existente en acto. Las células integrantes de ese individuo no son personas, sino partes de una persona, y no tienen la dignidad de la persona humana más que en tanto participan del ser persona humana del todo, es decir, del embrión.

22) El hecho, entonces, de que algunas de esas células estén llamadas a desarrollar, no el nuevo ser humano, sino la placenta, no quita, ante todo, que ese embrión individual tenga ya él la dignidad propia del ser humano y de la persona, de la que participan sus células mientras lo integran.

23) Por lo demás, se pregunta uno de dónde les vendría la dignidad de persona humana a las células integrantes del embrión que sí han de desarrollar un nuevo individuo, si no la tenían cuando aún estaban unidas a las otras, las que estaban destinadas a formar la placenta. Como ya dijimos, un desarrollo gradual que lleve de lo no personal a lo personal es absurdo e imposible. No se da lo que no se tiene; lo impersonal, por más que se desarrolle, nunca dará lugar a lo personal.

24) Por todo lo anterior, cae también el sexto argumento, basado en la “suficiencia constitucional”, pues éste suponía la validez de los puntos de vista recién refutados. La “suficiencia” que es fundamentalmente necesaria para la existencia de un nuevo individuo humano es la sustancialidad, es decir, la característica de aquello que existe en sí mismo, no como propiedad o accidente de otra cosa, sino como sujeto en todo caso de propiedades, es decir, como sustancia. Es la suficiencia ontológica de lo que existe en sí y no en otro, de lo que, siendo sustancia y sujeto, no necesita a su vez de un sujeto sustancial que lo sustente en el ser. Esa sustancialidad, como hemos mostrado, existe desde la concepción, por la que se produce una nueva célula que no es ni parte de una sustancia, ni propiedad o accidente de una sustancia, sino sustancia y sujeto de propiedades ella misma.

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Quinto Mandamiento: No matarás

466. ¿Por qué ha de ser respetada la vida humana?

La vida humana ha de ser respetada porque es sagrada. Desde el comienzo supone la acción creadora de Dios y permanece para siempre en una relación especial con el Creador, su único fin. A nadie le es lícito destruir directamente a un ser humano inocente, porque es gravemente contrario a la dignidad de la persona y a la santidad del Creador. «No quites la vida del inocente y justo» (Ex 23, 7).

467. ¿Por qué la legítima defensa de la persona y de la sociedad no va contra esta norma?

Con la legítima defensa se toma la opción de defenderse y se valora el derecho a la vida, propia o del otro, pero no la opción de matar. La legítima defensa, para quien tiene la responsabilidad de la vida de otro, puede también ser un grave deber. Y no debe suponer un uso de la violencia mayor que el necesario.

468. ¿Para qué sirve una pena?

Una pena impuesta por la autoridad pública, tiene como objetivo reparar el desorden introducido por la culpa, defender el orden público y la seguridad de las personas y contribuir a la corrección del culpable.

469. ¿Qué pena se puede imponer?

La pena impuesta debe ser proporcionada a la gravedad del delito. Hoy, como consecuencia de las posibilidades que tiene el Estado para reprimir eficazmente el crimen, haciendo inofensivo a aquel que lo ha cometido, los casos de absoluta necesidad de pena de muerte «suceden muy rara vez, si es que ya en realidad se dan algunos» (Juan Pablo II, Carta Encíclica Evangelium vitae). Cuando los medios incruentos son suficientes, la autoridad debe limitarse a estos medios, porque corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común, son más conformes a la dignidad de la persona y no privan definitivamente al culpable de la posibilidad de rehabilitarse.

470. ¿Qué prohíbe el quinto mandamiento?

El quinto mandamiento prohíbe, como gravemente contrarios a la ley moral:

1) El homicidio directo y voluntario y la cooperación al mismo.

2) El aborto directo, querido como fin o como medio, así como la cooperación al mismo, bajo pena de excomunión, porque el ser humano, desde el instante de su concepción, ha de ser respetado y protegido de modo absoluto en su integridad.

3) La eutanasia directa, que consiste en poner término, con una acción o una omisión de lo necesario, a la vida de las personas discapacitadas, gravemente enfermas o próximas a la muerte.

4) El suicidio y la cooperación voluntaria al mismo, en cuanto es una ofensa grave al justo amor de Dios, de sí mismo y del prójimo; por lo que se refiere a la responsabilidad, ésta puede quedar agravada en razón del escándalo o atenuada por particulares trastornos psíquicos o graves temores.

471. ¿Qué tratamientos médicos se permiten cuando la muerte se considera inminente?

Los cuidados que se deben de ordinario a una persona enferma no pueden ser legítimamente interrumpidos; son legítimos, sin embargo, el uso de analgésicos, no destinados a causar la muerte, y la renuncia al «encarnizamiento terapéutico», esto es, a la utilización de tratamientos médicos desproporcionados y sin esperanza razonable de resultado positivo.

472. ¿Por qué la sociedad debe proteger a todo embrión?

La sociedad debe proteger a todo embrión, porque el derecho inalienable a la vida de todo individuo humano desde su concepción es un elemento constitutivo de la sociedad civil y de su legislación. Cuando el Estado no pone su fuerza al servicio de los derechos de todos, y en particular de los más débiles, entre los que se encuentran los concebidos y aún no nacidos, quedan amenazados los fundamentos mismos de un Estado de derecho.

473. ¿Cómo se evita el escándalo?

El escándalo, que consiste en inducir a otro a obrar el mal, se evita respetando el alma y el cuerpo de la persona. Pero si se induce deliberadamente a otros a pecar gravemente, se comete una culpa grave.

474. ¿Qué deberes tenemos hacia nuestro cuerpo?

Debemos tener un razonable cuidado de la salud física, la propia y la de los demás, evitando siempre el culto al cuerpo y toda suerte de excesos. Ha de evitarse, además, el uso de estupefacientes, que causan gravísimos daños a la salud y a la vida humana, y también el abuso de los alimentos, del alcohol, del tabaco y de los medicamentos.

475. ¿Cuándo son moralmente legítimas las experimentaciones científicas, médicas o psicológicas sobre las personas o sobre grupos humanos?

Las experimentaciones científicas, médicas o psicológicas sobre las personas o sobre grupos humanos son moralmente legítimas si están al servicio del bien integral de la persona y de la sociedad, sin riesgos desproporcionados para la vida y la integridad física y psíquica de los sujetos, oportunamente informados y contando con su consentimiento.

476. ¿Se permiten el trasplante y la donación de órganos antes y después de la muerte?

El trasplante de órganos es moralmente aceptable con el consentimiento del donante y sin riesgos excesivos para él. Para el noble acto de la donación de órganos después de la muerte, hay que contar con la plena certeza de la muerte real del donante.

477. ¿Qué prácticas son contrarias al respeto a la integridad corporal de la persona humana?

Prácticas contrarias al respeto a la integridad corporal de la persona humana son las siguientes: los secuestros de personas y la toma de rehenes, el terrorismo, la tortura, la violencia y la esterilización directa. Las amputaciones y mutilaciones de una persona están moralmente permitidas sólo por los indispensables fines terapéuticos de las mismas.

478. ¿Qué cuidados deben procurarse a los moribundos?

Los moribundos tienen derecho a vivir con dignidad los últimos momentos de su vida terrena, sobre todo con la ayuda de la oración y de los sacramentos, que preparan al encuentro con el Dios vivo.

479. ¿Cómo deben ser tratados los cuerpos de los difuntos?

Los cuerpos de los difuntos deben ser tratados con respeto y caridad. La cremación de los mismos está permitida, si se hace sin poner en cuestión la fe en la Resurrección de los cuerpos.


480. ¿Qué exige el Señor a toda persona para la defensa de la paz?

El Señor, que proclama «bienaventurados los que construyen la paz» (Mt 5, 9), exige la paz del corazón y denuncia la inmoralidad de la ira, que es el deseo de venganza por el mal recibido, y del odio, que lleva a desear el mal al prójimo. Estos comportamientos, si son voluntarios y consentidos en cosas de gran importancia, son pecados graves contra la caridad.

481. ¿En qué consiste la paz en el mundo?

La paz en el mundo, que es la búsqueda del respeto y del desarrollo de la vida humana, no es simplemente ausencia de guerra o equilibrio de fuerzas contrarias, sino que es «la tranquilidad del orden» (San Agustín), «fruto de la justicia» (Is 32, 17) y efecto de la caridad. La paz en la tierra es imagen y fruto de la paz de Cristo.

482. ¿Qué se requiere para la paz en el mundo?

Para la paz en el mundo se requiere la justa distribución y la tutela de los bienes de las personas, la libre comunicación entre los seres humanos, el respeto a la dignidad de las personas humanas y de los pueblos, y la constante práctica de la justicia y de la fraternidad.

483. ¿Cuándo está moralmente permitido el uso de la fuerza militar?

El uso de la fuerza militar está moralmente justificado cuando se dan simultáneamente las siguientes condiciones: certeza de que el daño causado por el agresor es duradero y grave; la ineficacia de toda alternativa pacífica; fundadas posibilidades de éxito en la acción defensiva y ausencia de males aún peores, dado el poder de los medios modernos de destrucción.

484. En caso de amenaza de guerra, ¿a quién corresponde determinar si se dan las anteriores condiciones?

Determinar si se dan las condiciones para un uso moral de la fuerza militar compete al prudente juicio de los gobernantes, a quienes corresponde también el derecho de imponer a los ciudadanos la obligación de la defensa nacional, dejando a salvo el derecho personal a la objeción de conciencia y a servir de otra forma a la comunidad humana.

485. ¿Qué exige la ley moral en caso de guerra?

La ley moral permanece siempre válida, aún en caso de guerra. Exige que sean tratados con humanidad los no combatientes, los soldados heridos y los prisioneros. Las acciones deliberadamente contrarias al derecho de gentes, como también las disposiciones que las ordenan, son crímenes que la obediencia ciega no basta para excusar. Se deben condenar las destrucciones masivas así como el exterminio de un pueblo o de una minoría étnica, que son pecados gravísimos; y hay obligación moral de oponerse a la voluntad de quienes los ordenan.

486. ¿Qué es necesario hacer para evitar la guerra?

Se debe hacer todo lo razonablemente posible para evitar a toda costa la guerra, teniendo en cuenta los males e injusticias que ella misma provoca. En particular, es necesario evitar la acumulación y el comercio de armas no debidamente reglamentadas por los poderes legítimos; las injusticias, sobre todo económicas y sociales; las discriminaciones étnicas o religiosas; la envidia, la desconfianza, el orgullo y el espíritu de venganza. Cuanto se haga por eliminar estos u otros desórdenes ayuda a construir la paz y a evitar la guerra.

Fuente: Catecismo de la Iglesia Católica – Compendio, nn. 466-486.

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Los cuatro niveles de la libertad (4)

Pedro Gaudiano

En artículos anteriores hemos desarrollado “1. La libertad interior o constitutiva” («Boletín del CIEF» nº 37, mayo 2006, pp. 10-11; también en Revista Virtual «Fe y Razón» nº 5); “2. La libertad de elección o de arbitrio” y “3. Crecimiento y realización de la libertad” («Boletín del CIEF» nº 38, agosto 2006, pp. 12-14; también en Revista Virtual «Fe y Razón» nº 11). Finalizamos ahora esta serie de artículos desarrollando el cuarto nivel de la libertad.

4. La libertad social

La realización de la libertad –que ya hemos analizado– exige que en la sociedad se pueda hacer lo que uno quiere. La libertad social consiste en que los proyectos vitales de una persona, familia o institución puedan concretarse. Se podría definir como la liberación de la miseria, es decir, la liberación de la falta de bienes y recursos económicos, jurídicos, culturales, políticos, afectivos, morales y religiosos: la ignorancia, la pobreza, la falta de propiedad y de trabajo, la opresión política, la falta de protección jurídica, la ausencia de libertades, la depravación y el vicio, la inseguridad, la enfermedad, la soledad, el odio, etc. La miseria es la forma más grave de ausencia de libertad, porque conlleva la falta de bienes necesarios, e incluso imprescindibles, y por lo tanto el dolor y la desgracia.

Hemos afirmado antes que la realidad no es blanca ni negra, sino gris, a veces con matices más oscuros, a veces con matices más claros. Para comprender mejor en qué consiste la libertad de elección hemos analizado dos posturas extremas, y luego hemos presentado una postura de equilibrio que parece la más verdadera. Este mismo criterio utilizaremos ahora para analizar la libertad social.

Pero antes necesitamos definir los conceptos de “autoridad” y “responsabilidad”, que luego pondremos en relación con la libertad social.

La autoridad es aquella instancia que dirige y coordina distintas libertades individuales para alcanzar un fin o un bien que las personas necesitan pero que por sí solas no serían capaces de alcanzar sin la ayuda de quien manda.

La responsabilidad implica que una persona se haga cargo de lo que realizó en el pasado, pero también implica que asuma las consecuencias de las acciones que va a realizar en el futuro. Yo actúo en forma responsable, pues, si frente a algo que hice doy la cara y digo: “eso lo hice yo”. Pero también actúo en forma responsable si antes de tomar una decisión pre-veo (es decir “veo antes”) las consecuencias que esa decisión puede llegar a tener.

Libertad social por exceso

“Permisivismo”: ↑ Libertad ↓ Autoridad

El exceso de libertad social y el consiguiente defecto (o disminución) de responsabilidad y de autoridad puede ser llamado permisivismo o ideología tolerante. Es un modo de pensar y de actuar que hoy predomina en muchos países desarrollados, en especial a partir de 1968.

Esta corriente acepta algunos valores que hoy consideramos irrenunciables: el pluralismo, la diversidad y la tolerancia. Esos valores adoptan la forma de un ideal al que aspirar. Se parte del hecho evidente de que somos distintos y de que tenemos que respetarnos unos a otros tal como somos, con opiniones, estilos de vida y valores diferentes. En Occidente hemos ido aprendiendo –y lo tenemos que seguir haciendo– a respetar y a convivir con quienes no piensan como nosotros. Desde antes de Cristo, y en especial a partir de que Cristo predicó su mensaje, hemos ido creciendo en nuestra sensibilidad hacia la dignidad de la persona y su libertad.

Pero cuando esos valores son absolutizados, entonces caemos en el permisivismo o ideología tolerante, postura que pretende excluir cualquier forma de reproche hacia conductas distintas a las que nosotros practicamos y evitar cualquier signo que pueda ser interpretado como discriminatorio.

Una cosa es respetar el pluralismo, pero otra cosa bien distinta es imponer una tolerancia al precio de la pérdida de todo contenido, porque eso es adoptar ya una actitud intolerante. Los límites de la ideología tolerante aparecen de un modo especial cuando se quiere excluir del juego al que no es tolerante de ese modo.

Libertad social por defecto

“Autoritarismo”: ↓ Libertad ↑ Autoridad

El defecto (o disminución) de libertad social y el consiguiente exceso de autoridad puede ser llamado autoritarismo. Es una institucionalización de la actitud paternalista, y lleva consigo un desprecio a la persona ya que la considera incapaz de ser responsable de sí misma.

Desde esta postura se considera que la libertad es menos importante que asegurar que ésta se use bien, para lo cual se necesita una autoridad fuerte encargada de decidir por todos lo que hay que hacer. Se considera que no se puede correr el riesgo de que las personas sean libres porque actuarían mal.

Hay muchos grados de autoritarismo, desde la tiranía, el totalitarismo de cualquier tipo, hasta el simple paternalismo, es decir, tratar a la gente como si fueran menores de edad. Todos ellos temen la libertad, y por lo general se adueñan del poder con la disculpa de que van a tratar no tanto de que los hombres sean buenos, como de evitar que sean malos.

Hoy en día, el autoritarismo más temido se conoce con el término fundamentalismo, un amor radicalizado a la tradición, de inspiración religiosa, que suele apoyarse en una doctrina moral muy estricta; puede tener ramificaciones políticas, porque su intención es reorganizar moral y religiosamente la sociedad. El fundamentalismo: a) encarga a la autoridad religiosa y política la custodia de las verdades morales y sociales contenidas en las creencias tradicionales de una sociedad; b) desconfía de las formas modernas de de libertad y de pluralismo; c) es poco tolerante con el mal moral y por eso d) es poco dialogante y a veces fanático.

Libertad social en su justo medio

“Responsabilidad social”: Libertad + Autoridad

Desde la postura del justo medio, se considera que tanto la libertad como la autoridad son necesarias, pero se pone el acento en la responsabilidad social de las personas. Para conseguir un uso responsable de la libertad, el sistema educativo debe transmitir valores morales y no sólo contenidos neutros. Hay una responsabilidad de enseñar a ser libre por parte de los estratos sociales dedicados a la educación: en especial las familias, pero también las escuelas, universidades, medios de comunicación, etc. Porque el hecho de ser libre no garantiza que cada sujeto optimice las posibilidades de su libertad.

Desde el justo medio de la libertad social se promueve no la autoridad despótica sino la autoridad política.

La autoridad despótica es aquella que trata a los inferiores como instrumentos inertes y mecánicos. Es la adecuada para manejar instrumentos técnicos. Así por ejemplo, utilizo autoridad despótica con un martillo o con cualquier otro objeto.

La autoridad política, en cambio, es aquella que trata a los inferiores como a seres libres, capaces de ejercer la inteligencia. Es la adecuada para mandar sobre las personas humanas, sean niños pequeños, empleados, alumnos, hijos, súbditos, clientes, subordinados, etc.

Sobre las personas es mucho más fácil ejercer la autoridad despótica que la política. Por ejemplo, un papá que termina una discusión diciendo: “¡Aquí se hace lo que mando yo, y punto!”. La autoridad política, en cambio, exige el diálogo, la argumentación razonada, la rectificación y mejora de las órdenes; respeta la libertad, apela a la responsabilidad, fomenta el diálogo y busca la persuasión racional y no la imposición autoritaria. Uno de los aprendizajes más difíciles para el hombre es saber ejercer la autoridad política sobre los subordinados, en lugar de utilizar procedimientos despóticos, retirando la confianza a la gente, quitándoles la oportunidad de demostrar lo que valen y pueden.

Si en mi trabajo me tratan con autoridad despótica, marcaré la tarjeta al entrar y al salir, haré mi trabajo, pero no me quedaré ni un minuto más del horario que me corresponde cumplir. En cambio, si me tratan con autoridad política, si me siento parte de un equipo, si existe un buen clima y puedo trabajar a gusto, si se tiene en cuenta mis iniciativas, mis opiniones, si tengo la suficiente confianza como para dar mi punto de vista aunque sea distinto del de mi jefe, sabiendo que me va a escuchar… entonces no sólo cumpliré mi tarea, sino que incluso estaré dispuesto a ir un sábado o un domingo a la oficina para terminar el trabajo que se debe presentar sin falta el lunes. No tendré ningún problema en sacrificar el tiempo de mi merecido descanso, o quizá quitarle horas a mi familia, porque si me siento tratado con autoridad política en mi trabajo, tendré puesta “la camiseta de la empresa”, y aumentará mi creatividad, mi rendimiento y mi motivación.

El mejor modo de que crezca la libertad social es que el que manda sepa ejercer la autoridad política y aliente la libertad y la iniciativa, y que el que obedece acepte las órdenes y las ejecute de modo racional, libre y responsable, haciéndose cargo de las consecuencias de su actuación.

Al finalizar el análisis de los cuatro niveles de la libertad, esperamos que el lector haya podido lograr una idea más completa de esta realidad esencial que define a la persona humana.

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El teólogo en la Iglesia

Miguel Antonio Barriola

A raíz de las casi sistemáticas rebeldías surgidas en el grupo “Amerindia”, reunido paralelamente a la Vª Conferencia del episcopado latinoamericano y del Caribe, parecería saludable aportar otros puntos de vista, con mayor arraigo y solidez que la mera ansia de protagonismo.

Porque es penoso y nocivo para el pueblo de Dios el espectáculo de gente culta, pero despechada, que, en vez de servir a la Iglesia, se sirve de ella, denigrándola, ante los potentes medios de comunicación.

Ahora bien, la figura del teólogo emerge dentro del pueblo de Dios, distinguiéndose del mismo por su conocimiento religioso más organizado. No raras veces en el pasado y el presente tales pensadores cristianos han hecho avanzar considerablemente a la sabiduría eclesial, aportando soluciones a zonas intrincadas u oscurecidas por mala interpretación de algunos, en lo referente a la fe. Baste el incompleto recuento de los Santos Ireneo de Lyon, Atanasio, Cirilo, Agustín, Tomás de Aquino...

Pero, no en menor grado, provocaron igualmente conflictos y desorientación en la inmensa grey del pueblo de Dios. Repasemos, también brevemente, a Arrio, Nestorio, Eutiques, Pelagio, Lutero...

Sensus fidelium” y teología

Durante mucho tiempo el reclutamiento de los cristianos, si no exclusiva, se hizo preponderantemente entre los que Agustín llamó “rudes”, gente inculta y sencilla. Ya lo advertía S. Pablo: “Miren quiénes han sido llamados; pues no hay entre ustedes muchos sabios, según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles” (I Cor 1, 26).

Grandes ingenios como el mismo Pablo o Juan guiaban, por cierto, y bajo la tutela del Espíritu Santo, a aquellas primeras comunidades, pero el punto de referencia, para calibrar un acierto o desvío era la fe común de todas las Iglesias, o lo que se vino a llamar posteriormente el “sensus fidelium”.

Así, el mismo Pablo, confrontará a sus díscolos corintios, con todo el resto de los creyentes: “¿Acaso la Palabra de Dios ha salido de ustedes o ustedes son los únicos que la han recibido?” (I Cor 14, 39).

Andando el tiempo y por el mismo impulso misionero propio del Evangelio, que a nadie excluye, se llegó al intercambio y confrontación con los filósofos grecolatinos. Surgieron así los grandes Padres apologetas, S. Justino, Atenágoras y tantos otros ilustres expositores de la fe cristiana.

Con todo, muy pronto también la curiosidad se sobrepuso a la necesidad, de la que habían nacido aquellos diálogos. La fascinación por la alta especulación no siguió la línea de Pablo, que tenía como objetivo “avasallar toda inteligencia humana, para obedecer a Cristo” (II Cor 10, 3), sino que, invirtiendo los términos, se valió de los misterios cristianos, para suministrar nuevo pábulo a ansias racionalistas desenfrenadas. Más bien Cristo era el sometido a ambiciosas sistematizaciones intelectualistas. El supremo valor era la “gnosis”: el conocimiento, cuanto más complicado, sutil y elevado de lo vulgar, tanto mejor. En un olvido total de cómo lo más sublime en la revelación (las personas trinitarias), había sido entregado, justamente a los más humildes: “Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así lo has querido. Todo me ha sido dado por mi Padre y nadie conoce al Hijo sino el Padre, así como nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt 11, 25- 27).

Así Hipólito de Roma (antipapa, considerado santo por su posterior martirio, con el que redimió de fallos anteriores) fue durante mucho tiempo un hombre engreído por su ciencia y conocimiento de los filósofos griegos. Declaró guerra sin cuartel a los papas Ceferino y Calixto, porque habían abierto generosamente las puertas del perdón, permitiendo que grandes pecadores (apóstatas de la fe que, por miedo, habían escapado al martirio) volvieran a la Iglesia.

Hipólito, de tendencia rigorista, trató a Ceferino de espíritu limitado, a Calixto de intrigante y a sus seguidores de inteligencias vulgares.

Sin embargo, una mente para nada inclinada al catolicismo, como el gran historiador protestante A. von Harnack, así ha juzgado aquella coyuntura:

“Se ve que Hipólito considera como gente simple a Ceferino y a los otros, porque ellos no quieren lanzarse a la ciencia nueva... Hipólito no ha ocultado el hecho que los obispos tenían a su favor la gran masa de la comunidad romana [“sensus fidelium”: acotamos nosotros]; pero él denunció por todas partes rencor, adulonería, mientras que hoy se puede reconocer que los obispos quisieron preservar la unidad y la paz de su rebaño de la «rabies theologorum». Con ello, simplemente cumplieron el deber de su cargo” (Lehrbuch der Dogmengeschichte, Tübingen – 1907: 4ª ed. – I Bd, 704, n. 2).

De modo análogo opina el teólogo católico H. U. von Balthasar: “Ha de ser providencial que la Roma de los siglos II y III no contara con un solo teólogo de calidad, a excepción de Hipólito, que provocó un cisma. La alta teología se despliega en Alejandría, las Galias, Cartago, Palestina y el Asia menor. Cabe pensar que Roma, atenta simplemente a mantener la tradición apostólica, persistirá siempre en posiciones retrógradas, tanto más penosas de soportar, cuanto más rigurosa era la autoridad con que las imponía. Pues bien, las intervenciones romanas, asaz raras en los principios, prueban exactamente lo contrario. Las posiciones de Roma, apelando con razón al depósito de la fe tradicional, orientaban generalmente allende los horizontes demasiado particulares de teólogos «comprometidos» y «especulativos»” (Der antirömische Affekt, Freiburg im Breisgau – 1974 – 203).

De esto se sigue, con buen fundamento en la historia, que no siempre los que parecen más avanzados entre los teólogos representan necesariamente el frente por donde progresa la renovación o la verdad del Evangelio.

Hoy no se sufre a la autoridad en materia doctrinal y teológica. Se declara que ya pasó el tiempo de reprimir errores, está en descrédito la función del magisterio. Pero lo gracioso es que tanta gente alérgica a recibir la menor advertencia, las reparte de forma inapelable.

Es aguda, al respecto, esta observación del P. Chantraine: “O bien triunfará la autoridad y entonces se dirá a gritos que esto es reaccionario: o bien ella cederá y en tal caso se tendrá el triunfo de la libertad... ¿Qué clase de triunfo? Se lo verá muy pronto: la censura pasa a manos de los teólogos. Las escuelas, las camarillas hacen ley; algunos teólogos son elevados al primer rango por una publicidad alborotadora, pretendiendo regentear los espíritus; opiniones particulares prevalecen sobre el sentimiento común; la adulación consagra la mediocridad; la rabies theologica, que nada será capaz de frenar, se desencadena sobre todo lo que es eminente e independiente. Las fiestas de la libertad tienen también sus madrugadas tristes” (Vraie et fausse liberté du Théologien, Paris – Bruxelles – 1969 – 75–76).

Algunos teólogos latinoamericanos

Pero las protestas que han surgido al lado mismo de “Aparecida” parecieran provenir de genuinos intereses por “los pobres”, “el pueblo de Dios”, “los indígenas postergados”.

Sin embargo, una postura ideologizada sigue presidiendo estas propuestas, que aparentemente se apoderan del estandarte de los indigentes. Si antes se escudaban en “la ciencia marxista” (bochornosamente desmentida por la realidad), ahora repudian unilateralmente la evangelización hispanoamericana, insistiendo sólo en la “leyenda negra” y olvidando que la realidad ha sido y es más bien “gris”, con luces y sombras, pero con preponderancia de las primeras sobre las segundas, por amplia ventaja de la misión en Centro y Sudamérica, en comparación con el desmantelamiento de aborígenes llevado a cabo en el Norte por agentes del protestantismo.

Se ha propuesto la “despenalización del aborto”, con falsa compasión por las capas marginadas de la sociedad. O sea: el mejor modo de auxiliar los pobres consistiría en suprimirlos, en lugar de educarlos, alejándolos del hedonismo invasor, que sólo persigue el bienestar económico.

Por todo lo cual, sería aconsejable no dejarse engatusar por opiniones bastante peregrinas de una pseudocompasión. Opinan, por ejemplo, que sería una falta de sintonía con el mundo actual, con una América pobre y desilusionada, a la que se ha de presentar el Evangelio, sentirse “seguro”, cuando el ambiente general es el estado de búsqueda y duda.

Aquí sería oportuno recordar que si S. Pablo, en deber de solidaridad, nos amonesta a “alegrarnos con los que están alegres y a llorar con los que lloran” (Rom 12, 15), en ningún sitio nos exhorta a “dudar con los que dudan”.

“¿De qué les sirve –pregunta H. U. von Balthasar– a quienes andan a tientas en la oscuridad, si también yo prefiero tropezar con ellos, en lugar de accionar el interruptor de mi linterna de bolsillo? En mi puesto minúsculo, «brillo como un astro del universo» (Filip 2, 15). Si muchos, si todos los cristianos en conjunto, aún dentro de los límites de sus posibilidades, brillasen, por cierto que se acertaría de alguna forma en encontrar algo, aún en esta noche sin luna. Es efectivamente solidario aquel que, por bien de los otros, contribuye con lo que tiene, después de haberlo recibido como regalo” (Punti fermi, Milano – 1972 – 195).

Es igualmente importante que esta “seguridad”, de la que goza legítimamente el cuerpo de la Iglesia, no se vea perturbada por sistema, pues lo es ya por tantas adversidades y enemigos de fuera.

Sólo la verdad se impone, tarde o temprano

Como lúcidamente lo vio Pablo VI: “El predicador del Evangelio será aquel que, aún a costa de renuncias y sacrificios, busca siempre la verdad, que debe transmitir a los demás. No vende ni disimula jamás la verdad por el deseo de agradar a los hombres, de causar asombro, ni por originalidad o deseo de aparentar. No rechaza nunca la verdad. No obscurece la verdad revelada por pereza de buscarla, por comodidad, por miedo. No deja de estudiarla. La sirve generalmente sin avasallarla” (Evangelii nuntiandi - 1975 – nº 78).

No hacía otra cosa el gran Papa, que actualizar la actitud de Pablo: “Nuestra predicación no se inspira en el error, ni en la impureza, ni en el engaño. Al contrario, Dios nos encontró dignos de confiarnos la Buena noticia, y nosotros la predicamos, procurando agradar no a los hombres, sino a Dios, que examina nuestros corazones. Ustedes saben –y Dios es testigo de ello– que nunca hemos tenido palabras de adulación, ni hemos buscado pretexto para ganar dinero. Tampoco hemos ambicionado el reconocimiento de los hombres, ni de ustedes ni de nadie, si bien, como Apóstoles de Cristo, teníamos el derecho de hacernos valer” (I Tes 2, 3–7).

Esta actitud de servicio y veneración por la fe de todo creyente sencillo caracteriza al genuino teólogo.

“¡Ay de ustedes cuando los elogien!” (Lc 6, 26)

En cambio, el ansia de destacarse, de provocar sensación, es un plano inclinado hacia la singularización exorbitada, desarraigada del pueblo de Dios.

Así es como no es raro que todo aquel que, fiel a los derechos del pueblo de Dios, ha querido atenerse a las orientaciones de sus legítimos pastores, ha debido sufrir desde siempre la sonrisita indulgente y superior de los que a sí mismos se consideran en la vanguardia y proclaman no querer “perder el tren de la historia”.

Pero tampoco hemos de negar que auténticos y fieles servidores de la fe común tuvieron que sufrir, dolorosa e injustamente la incomprensión por parte de los guías eclesiásticos, a los que querían servir y muchas veces desde sus cúspides más elevadas.

Como bien explicaba el P. A. Orbe: “Los sufrimientos que más duelen no son precisamente los que provienen de los perseguidores de la Iglesia, sino los que causan los buenos, los superiores, los mismos santos” (Elevaciones sobre el amor de Cristo – BAC – 253).

Es esto sumamente penoso, una de las cruces más duras: el dolor causado por los dirigentes mismos de la institución a la que se ha entregado la vida. Para “sentire cum Ecclesia” es menester prepararse para la eventualidad de tener que soportar semejante trance con paciencia. Las almas grandes se templan con él, en vez de ventilar con intemperancia la propia dolencia.

Ya S. Agustín trazó el estatuto de quien se siente perseguido dentro de la Iglesia; y, ciertamente que no se desprende de sus reglas ninguna suerte de treta o engañifa para tener en calma a la autoridad, mientras se la está burlando.

“A menudo –enseña el santo Doctor- la Providencia permite que también hombres verdaderamente religiosos sean excluidos de la comunidad de los cristianos, por tumultos incitados por hombres carnales.

Si ellos soportan esta afrenta y esta injusticia con gran paciencia, para mantener la paz de la Iglesia, y no buscan promover el cisma o inventar alguna herejía, muestran a todos con qué sentido de rectitud y de amor se debe servir a Dios.

Estos hombres tienen el firme propósito de volver a la unidad, en cuanto la tormenta haya pasado; pero, si esto tarda –sea porque continúa el tumulto, sea porque se teme que con su regreso pueda surgir uno mayor-, ellos conservan viva voluntad de influir benéficamente, justamente sobre aquellos que han suscitado contra ellos la tempestad, sin siquiera pensar en formar una comunidad separada. Defienden hasta la muerte y testimonian con su conducta, la verdadera fe que –están convencidos de ello– es anunciada sólo por la Iglesia católica. Y el Padre, que ve en lo secreto, los coronará en lo secreto” (De vera religione, cap. 6, nº 211 – PL 34, 128).

De ningún modo, entonces, “rancho aparte”, ni ardides clandestinos o el recurso a la prensa para pasar por héroe incomprendido denigrando a la propia madre Iglesia. ¿A quién, que encontrara un defecto en su madre, se le ocurriría publicitarlo a los cuatro vientos? “¿Cómo es posible –preguntaba Pablo a los corintios- que cuando uno de ustedes tiene algún conflicto con otro se atreve a reclamar justicia a los injustos en lugar de someterse la justos?... ¡Y pensar que cuando ustedes tienen litigios, buscan como jueces a los que no son nadie para la Iglesia!” (I Cor 6, 1 – 4). Hoy en día, por desgracia, suele ser frecuente el recurso a focos de opinión, que sobre teología e Iglesia lo ignoran todo, pero cuentan con el brillo de los flashes y reflectores.

Para Agustín se trata de influir paciente, directamente y con toda franqueza sobre los de otro sentir. No se apela a otra instancia fuera de la Iglesia.

No ha faltado quien, para justificar sus desplantes y desobediencia, acude al enfrentamiento de Pablo ante Pedro en Antioquía (Gal 2, 11–14).

Pasan por alto que el Apóstol de los gentiles no apeló de Pedro a una instancia superior (concilio o votación democrática), sino que reclamó a Pedro que fuera coherente con él mismo, superando un temor que no tenía razón de ser. De paso, deja Pablo bien en claro la autoridad superior de Pedro, cuando anota que “el mismo Bernabé se dejó arrastrar por su simulación” (ibid., v. 13). Ahora bien, Bernabé no era uno cualquiera. Él había presentado a Pablo ante la Iglesia de Jerusalén, después del suceso de Damasco (Hech 9, 27) y mostró su independencia al separarse de Pablo, después de un fuerte litigio, en el segundo viaje (Hech 15, 36–40). Además, Pablo usa el nombre de “Kefas”, el título mismo que Jesús le había dado a Simón hijo de Jonás (Gal 2, 11.14; Mt 16, 18).

Lamentablemente tan alta y noble actitud, como la recomendada por Agustín, no es la que suele aparecer en el escándalo periodístico, que ha cundido, también con su liviandad, entre las publicaciones que se llaman teológicas.

Así, ha sido desorientadora la declaración del provincial jesuita del Perú, pronosticando que J. Sobrino sería reivindicado, así como lo fueron otros grandes teólogos amonestados, que después fueron nombrados peritos en el Vaticano II.

Olvidó aclarar cómo un De Lubac guardó silencio, dedicándose a profundizar el misterio de la Iglesia con sus insignes escritos: Catholicisme y Méditation sur l’Eglise. Congar se retiró a Jerusalén, para profundizar en sus conocimientos bíblicos. Fruto de tales estudios fue su obra: Le Mystère du temple.

Sobrino, en cambio, ha permitido la divulgación de su carta al P. Kolvenbach, donde publica su falta de acatamiento.

Al respecto escribía con sensatez, Y. Congar: “El aspecto relativamente superficial y criticable es aquel, por el cual la sinceridad moderna arrastra un cierto gusto por atacar lo que se sitúa como sagrado, por quitarle su aureola. Parece que por el hecho de haber atacado un tema o un personaje sagrado, se sea más hombre; incluso, a veces, en la perspectiva de los más «jóvenes»; toda autoridad, toda cosa en su lugar es sospechosa a priori de traición o decadencia. Por lo contrario, existe una especie de prestigio del herético, que parece un hombre superior”.

Lo corrobora con la cita de otro gran pensador católico, G. K. Chesterton: “Hoy día la palabra «herejía» no significa más que se está en lo falso, sino más bien que se tiene espíritu lúcido y valiente. Y completamente a la inversa, el término «ortodoxia» toma un valor peyorativo”.

“Ser avanzado –continúa Congar–, no conformista, viene a ser un valor por sí mismo, pero, como lo ha notado finamente E. Mounier, hay un conformismo y un profesionalismo de actitudes de vanguardia, de manera que esta actitud de cabeza de turco se devora a sí misma. Aquí, como en todas partes, sólo la verdad hace libres. Ser avanzado no tiene ningún sentido, ningún valor por sí mismo; lo que cuenta es sólo una cosa, ser verdadero. Por ahí encontramos el fondo sólido y mejor del gusto de la sinceridad” (Vraie et fausse réforme dans l’Église, Paris – 1968: 2e. éd., 47).

Es muy triste un “cursus celerrimus sed praeter viam”, una carrera alocada y vertiginosa, pero desviada. Tomás de Aquino, explicando el Evangelio de Juan 14, 6 (“Yo soy el camino...”), comenta con su acostumbrado buen sentido: “Es mejor renguear en el camino, que andar fuertemente fuera de él. Ya que quien renguea en el camino, aunque adelante poco, se aproxima a la meta; en cambio quien anda fuera del camino, cuanto más recio corre, tanto más se aleja de la meta”.

Excelencia al servicio, nunca para ostentación

Para liberarnos de narcisismos intelectuales o de terrorismos verbales, que a las excomuniones de otrora han sustituido las rígidas etiquetas de “derechismo o izquierdismo, conservador o progresista”, nada más saludable que no separarse del vigoroso sentido de fe que se anida en el pueblo cristiano.

Casos de siglos más cercanos confirman al respecto las líneas que nos llegan de la primera tradición. Lo apuntó el ya citado Y. Congar: “Una cierta falta de sentido de la Iglesia concreta y más precisamente de sentido apostólico y pastoral es... muy notable en muchos de los reformadores que, finalmente, han abandonado la Iglesia. Se encuentra en Renan, en Döllinger, en Loisy, no solamente un predominio decidido de lo intelectual sobre lo sacerdotal –lo cual, después de todo, puede que entrara en su vocación de sabios-, sino una ausencia de preocupaciones pastorales y un cierto temor ante las ocupaciones apostólicas. Así Döllinger decía que él no se hizo sacerdote sino para estudiar teología... El P. Portal –que conoció a Loisy– pensaba en él cuando daba este consejo a los jóvenes sacerdotes... que él orientaba hacia las investigaciones de ciencia religiosa: reservarse siempre un ministerio de almas... El P. J. Levie... observaba en Loisy la preocupación por su independencia personal, la tendencia al aislamiento y, al mismo tiempo, a hacerse centro; una concepción rígida de la sinceridad intelectual, que no comprendía el punto de vista pastoral de la Iglesia, en fin, poca piedad y poco sentido realista de las cosas espirituales. Loisy tuvo su fervor, él quería servir a la Iglesia, fue cura párroco dos años, cumplió con exactitud su cargo de enseñanza religiosa en las Dominicas de Neully y, contrariamente a Döllinger, habría aceptado un pequeño obispado (el de Mónaco). Pero este elemento pastoral permaneció exterior a su pensamiento, que fue puramente crítico y cerebral” (Vraie et fausse réforme, 232 y n. 36).

Muy diferente fue, en la misma y tormentosa época del “modernismo”, la actitud humilde y obediente de no menos grandes investigadores como, por ejemplo, la del P. J. M. Lagrange.

Para situarnos en el contexto, recordemos que el fundador de “L’Écôle Biblique de Jérusalem” había gozado de la total confianza de León XIII y su secretario de estado, el Card. Rampolla. Los estudios pioneros de este dominico, habían atraído nuevamente la atención de los exégetas protestantes, que por lo general decían :Catholica non leguntur”.

Pero, cuando se desató el vendaval modernista, también Lagrange cayó bajo sospecha. Se le prohibió seguir investigando sobre el Antiguo Testamento, con lo cual volcó toda su inteligencia y energía en el Nuevo, dotando a la Iglesia de sus poderosos comentarios a los cuatro Evangelios y los escritos de Pablo.

Con todo, el hecho era que nadie de las esferas superiores le había indicado en qué concretos errores había caído. Él pedía sólo que se los hicieran conocer, para corregirse.

Con ese telón de fondo, leamos esta carta, dirigida a S. Pío X: “Santísimo Padre, prosternado a los pies de Vuestra Santidad, vengo a protestaros mi dolor, de haberos entristecido así como mi obediencia. Mi primer movimiento ha sido, y mi último movimiento será siempre, el de someterme en espíritu y de corazón, sin reserva, a las órdenes del Vicario de Jesucristo. Pero precisamente porque yo me siento verdaderamente con el corazón del hijo más sumiso, que me sea permitido decir a un padre, el más augusto de los padres, pero padre al fin, mi dolor sobre los considerandos que aparecen ligados a la reprobación de muchas de mis obras, indeterminados, por otra parte, y que estarían manchados de racionalismo. Que estas obras contienen errores, estoy dispuesto a reconocerlo, pero que hayan sido escritas en un espíritu de desobediencia a la tradición eclesiástica, o a las decisiones de la Pontificia Comisión Bíblica, dignáos, Santísimo Padre, autorizarme a que os declare, que nada estaba más lejos de mi pensamiento. Quedo de rodillas ante Vuestra Santidad, para implorar su bendición” (Le Pére Lagrange au service de la Bible – Souvenirs personnels, Paris – 1969 – 205).

Como buen hermano de Sto. Tomás, hacia el final de su vida, escribiría: “Mi único deseo es el de morir en la unión de la Iglesia Católica y en la gracia de Jesucristo, mi Salvador, asistido por la Virgen Inmaculada. Mi intención ha sido siempre la de servir a la Santa Iglesia, por eso lamento amargamente haber turbado a tantas almas. Una vez más someto todo lo que yo he escrito al juicio del Vicario de Jesucristo, al cual pido muy humildemente indulgencia y perdón” (Ibid., 215).

Llama la atención encontrar en la pluma de este gran filólogo, historiador, exégeta y hombre de cultura vastísima los mismos deseos que se puede hallar en la ancianita más ignorante, que, en el cultivo de su fe, no ha podido pasar de su catecismo o de desgranar las cuentas de su rosario.

Es que, como decía Sto. Tomás: “Ningún filósofo antes de la venida de Cristo, con todo su esfuerzo, pudo saber tanto de Dios y de las cosas necesarias para la vida eterna, como lo sabe una viejecilla por la fe, después de la venida de Cristo” (In Symbolum Apostolorum expositio, a. 1).

Lo cual, remontándonos todavía más en el pasado, no es más que lo que oponía S. Ireneo a los gnósticos, que, con altivo desdén, se las daban de selectos ingenios, con acceso a secretos que no eran para el vulgo cristiano: “Como el sol, criatura de Dios, es único en el mundo entero y siempre idéntico a sí mismo, así la verdad es por todas partes predicada e ilumina a todos los hombres, que quieren llegar al conocimiento de la verdad. Y de esta fe no podrá ser diferente ni el lenguaje del más sabio entre los jefes de la Iglesia (nadie es superior a su Maestro), ni el lenguaje del que no es elocuente. La fe es una e idéntica: por ende, no será ni aumentada por el que puede hablar de ella largamente, ni disminuida por el que no lo puede hacer” (Adversus haereses, I, 10, 2).

La fe sencilla del pueblo cristiano tenía buen olfato, a pesar de que no podían discutir a la par de la formidable dialéctica de un Arrio o Eusebio de Nicomedia. Aquella gente humilde, pero de fe, fue la que apoyó al campeón de la ortodoxia en el concilio de Nicea: S. Atanasio.

Justamente el estudio de este fenómeno del “sensus fidelium” fue el que guió la conversión de John H. Newman al catolicismo.

Él mismo cuenta de una persona muy religiosa, pero sin cultura, que “no podía separar por medio de análisis aquello que era herejía, pero la veía, la sentía y sufría en su presencia” (Grammar of assent, trad. italiana: Fede e ragione, Milano – Torino – Roma, 1907, 307).

El investigador, el teólogo nunca ha de perder de vista desde dónde viene y para qué trabaja. Jamás podrá olvidar que él mismo pertenece al rebaño y que está, en consecuencia, bajo el cayado de pastores que, si no ostentan lauros académicos, cuentan con un don que no se obtiene, ni en Alejandría o Atenas, ni en Oxford o en la Sorbona. Se trata de la asistencia del Espíritu Santo, prometido a los obispos unidos con el sucesor de Pedro y a sus colaboradores. “Velad por vosotros y por toda la grey, en la cual el Espíritu Santo os ha constituido obispos, para apacentar la Iglesia de Dios” (Hech 20, 28). Y tal vigilancia tiene por cometido guardar incólume al pueblo de Dios y su alimento, el Evangelio. “Yo sé que después de mi partida, se meterán entre vosotros lobos rapaces, que no perdonarán al rebaño; y de entre vosotros mismos surgirán hombres que enseñarán doctrinas perversas y arrastrarán a los discípulos detrás de sí” (ibid., vv. 29–30).

Podada de sus raíces alimenticias, encerrándose en su suficiencia, cierta teología no sólo rechazará las mediaciones cristianas y sus instancias “seguras”, sino, lo que es peor, se volverá incapaz hasta de comprender las mediaciones humanas y su alcance positivo, volviéndose, entre otras cosas, intolerante con el pueblo y su ritmo no tan ágil.

“En particular -anota Chantraine– se muestra impaciente por la lentitud del espíritu humano, por más que esté esclarecido por la fe; se queja de las demoras que la historia impone a todo proyecto, aunque sea inspirado por Dios.

Y, sin embargo, es un hecho: ningún pensamiento original puede ser asimilado enseguida por los mejores espíritus; cuánto más por el cuerpo social entero. ¿Por qué asombrarse, entonces, de que ante un pensamiento teológico verdaderamente nuevo, el magisterio vacile un tiempo, a veces largo, que se muestre circunspecto, prudente, reticente, o hasta que por una visión todavía estrecha, entorpezca un intento original? Hay allí una condición originaria, frecuentemente muy mortificante, de la búsqueda de Dios, tal cual se lleva a cabo aquí abajo” (Vraie et fausse liberté du théologien, 105).

Newman no se encabritaba por estas aparentes trabas, sino que, al contrario, se maravillaba “de ver con qué lentitudes, cuáles incertidumbres e interrupciones, con cuántas idas y venidas a derecha y a izquierda, con cuántos reveses, y sin embargo, con qué seguridad, la Iglesia prosigue su marcha, hoy como ayer” (Fifteen sermons preached before the University of Oxford - 1978 – Sermon 15, N. 6).

En consecuencia, lo último que buscará un teólogo católico será la afirmación de su “personalidad”, por escandaloso que esto suene en los tiempos actuales, en que tanto se acentúa el “self made man”, el cultivo de la propia idiosincrasia, de los localismos y la protesta.

El que sirve al pueblo con sus especiales luces teológicas querrá ser, ante todo, fiel intérprete de la fe común y, al entablar diálogo con las corrientes e ideologías que se turnan en el tiempo, jamás se mimetizará con ellas hasta el punto de que se desvanezca su conciencia de pertenencia a un pueblo inmenso, pero bien definido, cuyos progresos y adelantos vitales no pueden descarrilarse de determinados puntos de referencia adquiridos, sobre los cuales se podrá construir mucho todavía, pero sin los cuales se edificará sobre arena: “Quien no recoge conmigo, desparrama” (Lc 11, 23). Y, “bajo la superficie de lo cambiante hay muchas cosas permanentes, que tienen su último fundamento en Cristo, quien existe ayer, hoy y para siempre” (Gaudium et spes, 10; citando Hebr 13, 8).

Así, por ejemplo, el P. De Lubac (cardenal al fin de sus días), en su proverbial humildad, en vez de hablar desde su autoridad, prefiere exponer lo que quiere decir, a través de la voz de la gran tradición cristiana: “Si las citas son frecuentes, es porque hemos deseado proceder de manera impersonal [destacamos nosotros], sacando de los tesoros demasiado poco utilizados de los Padres” (Catholicisme, Paris – 1952: 5e. éd. - 13).

El gran teólogo francés no hacía más que reeditar la actitud de S. Máximo el Confesor, cuando, encontrándose encarcelado a causa de su fe y siendo interrogado por el emperador Constante II (641–668), sobre cuál era “su propia concepción del dogma”, respondió: “Yo no tengo sobre el dogma concepción propia, sino la que es común a la Iglesia católica. Y yo no he empleado fórmula alguna que dé a pensar que se trata de una concepción personal [destacado nuestro] del dogma” (Atanasio Apocrisiario, Actas del proceso de Máximo el Confesor, 690, col. 326).

Si lo prevalente en un teólogo es fomentar su originalidad, tarde o temprano acabará en un mamarracho, porque “el que se ensalza será humillado” (Lc 14, 11), siendo “los últimos los primeros”(Mt 20, 16), siguiendo a quien “no vino a ser servido sino a servir” (Mt 20, 28).

La Plata, 29/V/07.

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Sobre la Conferencia de Aparecida

Daniel Iglesias Grèzes

Como modesto aporte a la reflexión sobre la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, que tuvo lugar en mayo de 2007 en Aparecida (Brasil), a continuación reproduzco una entrevista de Gloria Aguerreberry al Pbro. Pablo Bonavía, publicada en la sección Testimonios del Nº 172 de la Revista Umbrales, correspondiente al mes de octubre de 2006, intercalando mis comentarios en letra itálica. Aunque me hago responsable de la forma definitiva de esta crítica, cabe destacar que su versión original fue muy enriquecida por notables aportes de varios amigos, entre los cuales cabe destacar a los Padres Miguel Barriola y Horacio Bojorge, que convirtieron esto en un trabajo más colectivo que individual.

Pbro. Pablo Bonavía: el Episcopado de América Latina con voz propia

Umbrales entrevistó al pbro. Pablo Bonavía, experto uruguayo en teología latinoamericana, que es consultor del CELAM en los trabajos de preparación de la V Conferencia del Episcopado Latinoamericano.

¿Cómo se ubica la V Conferencia del Episcopado Latinoamericano en la trayectoria de las anteriores Conferencias?

Creo que el anuncio de esta V Conferencia ya es una muy buena noticia para los cristianos de América Latina. Porque algún sector de la Iglesia proponía que, en lugar de una Conferencia, se hiciera un Sínodo. Pero los sínodos, por su propia naturaleza, son instancias meramente consultivas y no tienen la posibilidad de tomar decisiones ni de elaborar un texto propio como Episcopado regional.

El Sínodo de los Obispos puede tener en casos determinados una potestad deliberativa otorgada por el Romano Pontífice, a quien compete en este caso ratificar las decisiones del Sínodo (cf. Código de Derecho Canónico, canon 343). Y también el documento final de la Conferencia de Aparecida requerirá la aprobación del Papa.

En cambio la convocatoria de la V Conferencia significa retornar a una muy sana tradición que tiene que ver con la valoración de la experiencia original que las comunidades de América Latina tienen del seguimiento de Jesús en nuestro concreto contexto histórico y social. Se trata de un evento que no culminará -como hacen las asambleas sinodales- con una serie de consideraciones generales para luego ser retomadas y reformuladas por algún documento de la Iglesia Universal.

Estas consideraciones parecen traslucir el sentimiento antirromano que aqueja a un sector importante de la “teología latinoamericana”.

Por el contrario, se devuelve al Episcopado Latinoamericano su propia voz, su capacidad de decir el Evangelio desde una realidad específica de nuestro continente, retomando el espíritu del Concilio Vaticano II que es darle mayor protagonismo a las Conferencias Episcopales regionales y nacionales.

¿Acaso la Asamblea Especial del Sínodo de los Obispos para América quitó al episcopado latinoamericano su propia voz? ¿Acaso se dejó de lado entonces “el espíritu del Concilio Vaticano II”? ¿Acaso no incluyen las enseñanzas del Concilio Vaticano II sobre la colegialidad episcopal una referencia fuerte y clara al primado del Sucesor de Pedro? Véase la nota explicativa previa de la constitución dogmática Lumen Gentium.

Las Conferencias Generales anteriores fueron: la de Río de Janeiro en 1955, la realizada en Medellín (Colombia) en 1968, la de Puebla (México) en 1979 y la de Santo Domingo, en 1992, a los 500 años de la llegada de los europeos a América. En realidad, la primera no tuvo gran trascendencia porque se realizó antes del Concilio y no recogió la nueva conciencia que allí adquirió la Iglesia de su misión. En cambio, la conferencia de Medellín, la primera después del Concilio, es considerada la matriz de un reconocimiento de la originalidad y valor de la experiencia cristiana de América Latina. A partir de entonces las Iglesias latinoamericanas ya no se consideran menores de edad frente a las Iglesias más antiguas. Tampoco se sienten invitadas a seguir el mismo camino de las Iglesias de los países desarrollados porque se descubre que desde la pobreza y aun la violencia institucionalizada, Dios llama a toda la Iglesia a reformular el modo de seguimiento de Jesús y de su Evangelio.

Este párrafo parece trasuntar una interpretación rupturista del Concilio Vaticano II y de la Conferencia de Medellín. Dicha interpretación ve en el Vaticano II y en Medellín algo así como una fractura en la historia de la Iglesia y aspira a imponer a Aparecida, bajo pretexto de que debe ser fiel a Medellín, la adopción de la interpretación rupturista de Medellín, ¡que no es el Medellín real, sino el Medellín malinterpretado por esa línea rupturista!

Por supuesto, este rupturismo contradice frontalmente las enseñanzas del último Concilio y de la últimas tres Conferencias Generales, que se sitúan claramente en la óptica de una continuidad esencial con la Iglesia del período histórico anterior. Seguramente también la Conferencia de Aparecida se verá a sí misma en la óptica de la continuidad de la gracia en la vida de la Iglesia, que no empezó en 1962 ó 1968 sino hace casi dos mil años.

Por otra parte, no estaría de más recordar aquí que la Conferencia de Medellín condenó toda forma de violencia injusta, no sólo la institucionalizada. En aquel tiempo muchos cristianos justificaban falsamente el recurso a la violencia de las guerrillas marxistas como respuesta adecuada a una violencia institucionalizada de los gobiernos que mantenía oprimidos a los pobres. ¡Cuánto daño produjo esta mentalidad, tanto en la Iglesia como en el mundo!

Recordamos que el Papa Benedicto XVI, en su Discurso a la Curia Romana de fecha 22/12/2005, denunció la hermenéutica rupturista del Concilio Vaticano II con las siguientes palabras:

“Surge la pregunta: ¿Por qué la recepción del Concilio, en grandes zonas de la Iglesia, se ha realizado hasta ahora de un modo tan difícil? Pues bien, todo depende de la correcta interpretación del Concilio o, como diríamos hoy, de su correcta hermenéutica, de la correcta clave de lectura y aplicación. Los problemas de la recepción han surgido del hecho de que se han confrontado dos hermenéuticas contrarias y se ha entablado una lucha entre ellas. Una ha causado confusión; la otra, de forma silenciosa pero cada vez más visible, ha dado y da frutos.

Por una parte existe una interpretación que podría llamar "hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura"; a menudo ha contado con la simpatía de los medios de comunicación y también de una parte de la teología moderna. Por otra parte, está la "hermenéutica de la reforma", de la renovación dentro de la continuidad del único sujeto-Iglesia, que el Señor nos ha dado; es un sujeto que crece en el tiempo y se desarrolla, pero permaneciendo siempre el mismo, único sujeto del pueblo de Dios en camino.

La hermenéutica de la discontinuidad corre el riesgo de acabar en una ruptura entre Iglesia preconciliar e Iglesia posconciliar. Afirma que los textos del Concilio como tales no serían aún la verdadera expresión del espíritu del Concilio. Serían el resultado de componendas, en las cuales, para lograr la unanimidad, se tuvo que retroceder aún, reconfirmando muchas cosas antiguas ya inútiles. Pero en estas componendas no se reflejaría el verdadero espíritu del Concilio, sino en los impulsos hacia lo nuevo que subyacen en los textos: sólo esos impulsos representarían el verdadero espíritu del Concilio, y partiendo de ellos y de acuerdo con ellos sería necesario seguir adelante. Precisamente porque los textos sólo reflejarían de modo imperfecto el verdadero espíritu del Concilio y su novedad, sería necesario tener la valentía de ir más allá de los textos, dejando espacio a la novedad en la que se expresaría la intención más profunda, aunque aún indeterminada, del Concilio. En una palabra: sería preciso seguir no los textos del Concilio, sino su espíritu.

De ese modo, como es obvio, queda un amplio margen para la pregunta sobre cómo se define entonces ese espíritu y, en consecuencia, se deja espacio a cualquier arbitrariedad. Pero así se tergiversa en su raíz la naturaleza de un Concilio como tal. De esta manera, se lo considera como una especie de Asamblea Constituyente, que elimina una Constitución antigua y crea una nueva. Pero la Asamblea Constituyente necesita una autoridad que le confiera el mandato y luego una confirmación por parte de esa autoridad, es decir, del pueblo al que la Constitución debe servir.

Los Padres no tenían ese mandato y nadie se lo había dado; por lo demás, nadie podía dárselo, porque la Constitución esencial de la Iglesia viene del Señor y nos ha sido dada para que nosotros podamos alcanzar la vida eterna y, partiendo de esta perspectiva, podamos iluminar también la vida en el tiempo y el tiempo mismo.

Los obispos, mediante el sacramento que han recibido, son fiduciarios del don del Señor. Son "administradores de los misterios de Dios" (1 Co 4,1), y como tales deben ser "fieles y prudentes" (cf. Lc 12,41-48). Eso significa que deben administrar el don del Señor de modo correcto, para que no quede oculto en algún escondrijo, sino que dé fruto y el Señor, al final, pueda decir al administrador: "Puesto que has sido fiel en lo poco, te pondré al frente de lo mucho" (cf. Mt 25,14-30; Lc 19,11-27). En estas parábolas evangélicas se manifiesta la dinámica de la fidelidad, que afecta al servicio del Señor, y en ellas también resulta evidente que en un Concilio la dinámica y la fidelidad deben ser una sola cosa.

A la hermenéutica de la discontinuidad se opone la hermenéutica de la reforma, como la presentaron primero el Papa Juan XXIII en su discurso de apertura del Concilio el 11 de octubre de 1962 y luego el Papa Pablo VI en el discurso de clausura el 7 de diciembre de 1965.”

Esperemos que esta V Conferencia reasuma esa tradición y sobre todo que pueda retomar en su arquitectura fundamental, el método del ver - juzgar - actuar que reconoce que Dios actúa desde la historia y desde allí, nos ofrece su salvación y nos invita a responderle personal y comunitariamente con todo nuestro ser.

¿La estructura básica de un documento episcopal no es acaso un asunto bastante contingente y opinable, donde no caben “soluciones únicas”? ¿Por qué se da tanta importancia a un simple método? ¿Será porque incluye o revela una teología subyacente que tiende a imponer como perspectiva única la de una antropología trascendental y una cristología “desde abajo”? ¿No debería regir sobre estos asuntos un sano y legítimo pluralismo teológico?

Por otra parte, el método del “ver, juzgar y actuar” es sin duda totalmente legítimo y útil, siempre y cuando se cumplan las siguientes condiciones:

1) Que la visión sea una visión de fe y no una visión previa, que luego va a preguntarle a la fe para determinar el juicio y la acción.

2) Que el juicio sea el juicio creyente, de quien ha mirado con fe y por lo tanto entiende y juzga con fe y desde la fe, libre de contaminaciones o complicidades con falsos juicios mundanos o miras humanas.

3) Que la acción sea la vida cristiana, la caridad y la misericordia, pero también la parresía cristiana dispuesta a la confesión y al martirio.

Convendría también evaluar los frutos que se recogieron de la aplicación práctica del tan manido método del "ver, juzgar y actuar". ¿No se redujo en las pequeñas comunidades demasiado a menudo el ver a una visión socio-política o psicologista? ¿A la luz de qué se “juzgó”? Porque, habiendo descuidado mucho la formación en la doctrina católica, rara vez se llegaba a un correcto discernimiento de las situaciones a la luz del Evangelio, que los miembros de esas comunidades no conocían en profundidad. Además parecía reinar una especie de espontaneísmo, tendiéndose a recomenzar de cero cada vez, sin un desarrollo sistemático del aprendizaje.

Frente a esta nueva Conferencia del CELAM, ¿cuáles son los desafíos que más interpelan a la Iglesia Latinoamericana?

No soy quién para dar cátedra en este sentido, pero sí puedo compartir sencillamente mi opinión.

- Un primer desafío tiene que ver con la actitud básica que la Iglesia asume frente al devenir histórico y a las situaciones del contexto latinoamericano. Una actitud que creo debe ser de escucha: que no pretenda tener una respuesta ya elaborada para cada problema, sino que asuma una actitud de discernimiento de la presencia de Dios en los acontecimientos.

La Iglesia no tiene una respuesta ya elaborada para cada problema, pero ¿acaso no tiene una respuesta ya elaborada para algunos problemas fundamentales del hombre y la sociedad? ¿Es necesario poner en duda todas nuestras certezas anteriores y volver a partir de cero, como si nada supiéramos todavía de la voluntad de Dios?

Esto supone superar cierta tendencia a tomar una postura directiva o puramente magisterial ante situaciones nuevas y complejas. Creo que hay que cambiar el esquema que predominaba antes del Concilio Vaticano II en que el mundo aparecía sólo como el problema y la Iglesia sólo como la solución.

“En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación. Nada extraño, pues, que todas las verdades hasta aquí expuestas encuentren en Cristo su fuente y su corona.” (Constitución Vaticano II, constitución pastoral Gaudium et Spes, n. 22).

Como se puede apreciar, “la letra del Concilio Vaticano II” propone una visión en la cual el hombre es el problema o la interrogante y Cristo es la solución o respuesta. La Iglesia, tanto antes como después del último Concilio, ha predicado antes que nada a Jesucristo, no a sí misma.

Hay que retomar la perspectiva conciliar: todos formamos parte del problema y todos tenemos algo que aportar en la búsqueda de soluciones. La Iglesia, claro está, tiene su perspectiva propia, la que surge del seguimiento de Jesús y de la renovada docilidad a su Espíritu.

Claro está también que “la perspectiva de la Iglesia” no es realmente suya: “Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado” (Juan 7,16). “Como el Padre me envió, también yo os envío” (Juan 20,21). La doctrina de la Iglesia procede del Padre por el Hijo en el Espíritu Santo.

Y claro está también que “la perspectiva de la Iglesia” es saberse depositaria de la Verdad revelada por Dios, para proclamarla con el máximo respeto a la libertad de las conciencias. La Palabra de Dios revelada por Cristo no es cualitativamente un aporte cualquiera más en la búsqueda colectiva de “soluciones” en una sociedad pluralista. La Iglesia no pide privilegios en el seno de esa sociedad, pero sí tiene la convicción y la pretensión de ser la humilde portadora de unas verdades fundamentales sobre Dios y sobre el hombre.

- Otro desafío tiene que ver con el hecho de que en una realidad social en la que muchas cosas cambian vertiginosamente, sin embargo la pobreza y la exclusión de amplios sectores sociales no sólo no han cambiado sino que se han acentuado en los últimos años. Por eso la necesidad de retomar la perspectiva de las conferencias de Medellín y Puebla que encuentran en el acercamiento al pobre y en la perspectiva de los excluidos, un criterio espiritual y teologal insoslayable para enfocar adecuadamente cualquier tema social o pastoral.

En este punto debería tenerse muy en cuenta la reciente notificación de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre las obras del P. Jon Sobrino SJ: la reflexión teológica sobre la pobreza es muy importante, pero no corresponde que los pobres sustituyan a la Tradición apostólica como lugar teológico fundamental.

Los pobres, no cabe duda, fueron especialmente predilectos de Jesús y lo serán siempre de la Iglesia, pero no por eso son el principal "locus theologicus", como lo han pretendido Sobrino y otros “teólogos de la liberación”. Siempre será verdad que podemos aprender de los sencillos, como dijo el mismo Jesús al agradecer al Padre, quien ocultó muchas cosas a sabios y prudentes, manifestándolas a los pequeños; pero no por eso debemos despreciar la “teología académica”. Los escritos más "pastorales" del Nuevo Testamento son las cartas a Timoteo y a Tito, pero nunca como en esos documentos se insiste tanto en la "sana doctrina".

- Por otra parte hay otras realidades que sí son nuevas:

1) hay una mayor conciencia de la originalidad de la experiencia social y religiosa de la mujer así como de la necesidad de que asuma y se le reconozcan nuevos roles en la familia, el trabajo, la sociedad y la Iglesia.

Aquí convendría hacer una clara distinción entre un feminismo legítimo, que procura la igualdad de derechos entre el hombre y la mujer, y el feminismo de la llamada “perspectiva de género”, que está vinculado a ideologías que contradicen profundamente la doctrina cristiana sobre el ser humano y sobre la familia.

2) Hay una nueva presencia y valoración de las tradiciones originarias de América Latina: los grupos indígenas ya no son vistos ni se ven a sí mismos como un resabio arqueológico respetable pero anacrónico, sino como culturas con derechos, riquezas y aportes insustituibles para la gestación de sociedades más justas y respetuosas de lo ecológico.

Aquí convendría distinguir entre la legítima defensa y promoción de los derechos de los pueblos indígenas y un indigenismo radical, marcado por una ideología anticatólica y antiespañola.

3) Otra realidad que nos desafía, es el diálogo con los nuevos grupos religiosos que tienen una presencia fuerte en América Latina. Esto nos plantea también la necesidad de revisar lo que fue la primera evangelización del continente con sus luces y sombras. Sólo una adecuada autocrítica nos permitirá superar la tentación de tratar a los demás simplemente como destinatarios del mensaje y no como verdaderos interlocutores, sean cuales sean las diferencias que nos separen.

Esta autocrítica debería abarcar también a las formas de praxis pastoral predominantes en las últimas décadas. Así probablemente se podría poner de relieve que el auge de las nuevas religiones en América Latina es en gran parte una consecuencia directa del gran decaimiento del impulso misionero de la Iglesia y de la fuerte tendencia de amplios sectores eclesiales a descuidar lo específicamente religioso y espiritual en desmedro de una acción social con tintes inmanentistas.

¡Cuántos desastres contribuyó a causar en nuestra Iglesia cierta "teología latinoamericana"!: Tantos sacerdotes que dejaron su ministerio, tanta preocupación por "los pobres" meramente sociologista, mientras en masa esos "pobres" se enrolaban en las sectas y sus pastores "católicos" improvisaban lo que se podía escuchar con mayor competencia en cualquier meeting político, etc.

Además, muchos de los nuevos grupos religiosos no muestran ningún interés en dialogar con la Iglesia Católica, sino más bien en sacarle fieles a cualquier precio. Antes que un injusto e ingenuo diálogo “meaculpista”, habría que decidirse de una vez a llevar a la práctica la “nueva evangelización” –nueva en su ardor, en sus métodos y en su expresión- que propuso el Papa Juan Pablo II en 1983 a la Iglesia en Latinoamérica.

Por otra parte, la revisión o autocrítica de la primera evangelización del continente debería evitar la recaída en un revisionismo autoflagelador basado en las "leyendas negras" sobre la Iglesia y sobre España. Se debería rescatar también todo lo bueno que aportaron nuestros antepasados europeos, aún prescindiendo del Evangelio, a pueblos que muy a menudo se desconocían o se oprimían entre sí.

4) También me parece fundamental tener presente en la V Conferencia el surgimiento del Foro Social Mundial no sólo como evento anual o cada dos años sino como un proceso permanente en el que se está descubriendo y ayudando a gestar "otro mundo posible".

La actitud de la Iglesia con respecto al Foro Social Mundial y su búsqueda de un nuevo socialismo para el siglo XXI debería tener siempre muy presentes los siguientes dos puntos:

o En primer lugar, la Iglesia debería mantenerse en guardia con respecto a la posibilidad real de que el “nuevo socialismo” sea esencialmente una continuación de formas anteriores de un socialismo profundamente anticristiano e inhumano, que el Magisterio de la Iglesia ha condenado reiteradamente y sigue condenando.

o En segundo lugar, en caso de constatarse la compatibilidad con la fe cristiana de algunas formas de “nuevo socialismo”, la Iglesia debería evitar el surgimiento y la consolidación de una especie de “integrismo de izquierda”, proclive a descartar injustamente la legitimidad cristiana de todas las posturas políticas no izquierdistas. En otras palabras, se debe mantener siempre dentro de la Iglesia la libertad de los cristianos en el amplio terreno de todo aquello que es opinable en materia política.

Dicho esto, arriesgo mi opinión personal: en el actual entusiasmo de tantos “católicos progresistas” por el Foro Social Mundial veo sobre todo un ingenuo segundo tropiezo en la misma piedra. Es decir, tras haber tropezado en la comunión más o menos estrecha con el marxismo-leninismo, tropiezan ahora en la comunión más o menos estrecha con un neomarxismo gramsciano.

- Por último diría que si, como parece, hay ya una clara determinación de culminar la Conferencia de Aparecida con el impulso de una gran misión continental, esa misión deberá ser muy cuidadosa de sus objetivos y de sus métodos para no repetir viejos errores o caer en un espíritu de "cruzada". Y deberá ver cómo involucrar activamente al conjunto del pueblo de Dios en esta iniciativa. Por otra parte, la misión siempre tiene un movimiento de ida y de vuelta: ella siempre nos interpela respecto de la forma como estamos viviendo la comunión y participación al interior de la Iglesia. Las dificultades que encontramos en la misión tienen que ver, en buena parte, con las inmadureces y contradicciones que tenemos como comunidad eclesial y que el Evangelio nos invita también a mejorar.

Creo que sería muy interesante profundizar en torno a este rechazo de un supuesto “espíritu de cruzada”. Es evidente que un tal espíritu sólo puede ser interpretado hoy en sentido metafórico, no en sentido militar (como cuando se habla de la Iglesia como “milicia de Cristo”). En este sentido metafórico, un “espíritu de cruzada” podría ser legítimo si se concibiera la acción de la Iglesia como una “cruzada” contra el espíritu del mal, muy arraigado aún en muchos sectores de nuestra porción del mundo. Para que una “cruzada espiritual”, así entendida, pueda tener lugar, es necesario creer firmemente que, como enseña el Concilio Vaticano II, el catolicismo es la religión verdadera:

“Así, pues, profesa en primer término el sagrado Concilio que Dios mismo manifestó al género humano el camino por el cual los hombres, sirviéndole a Él, pueden salvarse y llegar a ser bienaventurados en Cristo. Creemos que esta única religión verdadera subsiste en la Iglesia católica y apostólica, a la cual el Señor Jesús confió la obligación de difundirla a todos los hombres” (Declaración Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa, n. 1).

Además, la nueva misión continental que ha sido propuesta en relación con la Conferencia de Aparecida coincide esencialmente con la “nueva evangelización” propuesta por Juan Pablo II. Esta misión no tiene nada que ver con "pseudocruzadas", sino con el hecho evidente de que nos están llevando la delantera la Iglesia Universal del Reino de Dios y un pulular de otras sectas. No vemos ninguna razón por la cual esta propuesta deba suscitar aprensión, prevención o suspicacia entre católicos, dado que ella está basada sólo en el amor a Jesucristo y a las almas. Sí comprendemos la prevención que esta nueva misión continental puede provocar en quienes estén afectados por el relativismo imperante.

En el Documento de Trabajo, ¿qué aspectos se subrayan y cuáles quedan para subrayar?

En mi opinión lo primero que hay que decir es que es muy bueno que exista un documento de participación y que ese documento haya suscitado la consulta y la participación activa de multitud de grupos cristianos en América Latina.

También es positivo que a la hora de hacer el análisis de la realidad retome la importancia cuantitativa y cualitativa del tema de la pobreza. Lo que encuentro negativo es la carencia de una referencia a las causas de esa pobreza: se hace una descripción de este fenómeno que alcanza niveles absolutamente intolerables en América Latina, pero sin asumir lo que Puebla (n. 30) ya recomendaba: para comprender y revertir la pobreza hay que conocer los mecanismos estructurales que la producen. Esta falta de referencia a las causas da lugar a respuestas de tipo asistencialista que ciertamente no me parece que sean las mejores.

Aquí convendría retomar lo dicho antes acerca de la libertad cristiana en todo lo opinable. Ciertamente la reflexión teológica acerca de las causas de la pobreza no está proscripta, pero podría ser peligrosa en la medida en que se pierda de vista que la Iglesia no tiene una competencia directa en materia de ciencia económica. En otras palabras, se corre el riesgo de pretender que la Iglesia entera asuma como propio un diagnóstico de las causas de la pobreza que en realidad no es más que el diagnóstico opinable de un sector o partido.

Por otra parte, conviene recordar que frecuentemente se ha empleado el mote de “asistencialista” con la intención de desprestigiar magníficas obras de la caridad cristiana, incluso las de la Madre Teresa de Calcuta. Se ha de ayudar a todos a valerse por sí mismos en lo posible, pero siempre existirán enfermos, discapacitados, ancianos y niños huérfanos o abandonados que necesitarán del apoyo de su prójimo. Probablemente el “asistencialismo cristiano” que despliega tantas obras de misericordia corporal sea, a la hora del juicio final, mejor visto que la concentración de tantos esfuerzos en la transformación de las estructuras sociales, descuidando a menudo el debido empeño por la suerte de las personas concretas.

Otra dificultad es que se habla de la situación social recién en el 4º capítulo, con lo cual la realidad latinoamericana aparece casi exclusivamente como objeto de la acción de la Iglesia y no como el contexto en que la propia Iglesia debe discernir la acción de Dios, descubrir lo que se opone a ella y, en ese contexto, reformular su propia identidad y misión.

Que la Iglesia tenga que “reformular su propia identidad y misión” según la situación social latinoamericana es una propuesta asombrosa, innecesaria e improcedente. Ninguna asamblea eclesial tiene autoridad para llevar a cabo tal reformulación, que equivaldría a fundar “otra Iglesia”, distinta de la Iglesia fundada por Nuestro Señor Jesucristo. Al respecto Juan Pablo II nos enseñó lo siguiente:

“No se trata, pues, de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar para vivir en Él la vida trinitaria y transformar con Él la historia, hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celestial. Es un programa que no cambia al variar los tiempos y las culturas, aunque tiene cuenta del tiempo y de la cultura para un verdadero diálogo y una comunicación eficaz.” (Carta apostólica Novo millenio ineunte, n. 29).

Por otra parte, me parece ver aquí de nuevo una sobrevaloración de los aspectos formales de un documento, como por ejemplo el orden en que son tratados los temas.

Creo que otra dificultad tiene que ver con la anterior pero se refiere concretamente a la cristología, a la imagen de Jesucristo que se presenta. No da importancia a la actividad de Jesús, a sus actitudes, su práctica, sus conflictos y por eso su mensaje aparece artificialmente descontextualizado de su propia realidad. Un Jesús así presentado es más fácilmente neutralizado o manipulado porque se le quita la mordiente histórica, el sentido de su actuar y los motivos concretos por los que en última instancia lo mataron, Dios lo resucitó y hoy es nuestra esperanza.

Esta grave acusación contra el Documento de Trabajo requeriría una mayor fundamentación. Por ejemplo, sería interesante saber cuáles son, según el autor, “los motivos concretos por los que en última instancia [a Jesús] lo mataron, Dios lo resucitó y hoy es nuestra esperanza.”

Así podríamos comprobar si aquí se da o no una pretensión de manipulación de la figura de Jesús, por ejemplo contrariando la oportuna advertencia de Juan Pablo II en su discurso inaugural de la Conferencia de Puebla: “hoy corren relecturas del Evangelio que pretenden mostrar a Jesús como revolucionario y comprometido en la lucha de clases”.

Por otra parte, se debe evitar el enfatizar unilateralmente el obrar de Jesús, sin resaltar la centralidad de su persona. "Los valores de Jesús" como fundamento de la moral cristiana resultan insuficientes si no anunciamos a un Jesús que sea Alguien más grande que un profeta o que un valeroso Espartaco hebreo.

Para ser discípulo se necesita una conversión al Maestro: ¿qué exigencias comporta esta adhesión a Él? ¿Por qué la opción por ser discípulos de Jesús implica también una opción por el otro, por el pobre?

Una de las características del "discipulado" tal como aparece en el Evangelio es que no se trata de un aprendizaje limitado a un tiempo o que finalice con un examen académico. Se trata de un seguimiento y aprendizaje que no termina nunca, que nos pone en una actitud de aprender hasta el último día de nuestra vida. Porque el ser discípulo de Jesús es hacer propia su actitud ante Dios y ante los demás, asumir su "causa", hacer pie en su motivación más profunda: el Reino de Dios y el Dios del Reino, tal como aparece en los Evangelios. Pero siempre referido a las situaciones que hoy nos toca vivir.

No parece ocioso recordar aquí cómo el Papa Juan Pablo II nos puso en guardia contra las visiones inmanentistas del Reino de Dios:

“Hoy se habla mucho del Reino, pero no siempre en sintonía con el sentir de la Iglesia. En efecto, se dan concepciones de la salvación y de la misión que podemos llamar «antropocéntricas», en el sentido reductivo del término, al estar centradas en torno a las necesidades terrenas del hombre. En esta perspectiva el Reino tiende a convertirse en una realidad plenamente humana y secularizada, en la que sólo cuentan los programas y luchas por la liberación socioeconómica, política y también cultural, pero con unos horizontes cerrados a lo trascendente. Aun no negando que también a ese nivel haya valores por promover, sin embargo tal concepción se reduce a los confines de un reino del hombre, amputado en sus dimensiones auténticas y profundas, y se traduce fácilmente en una de las ideologías que miran a un progreso meramente terreno. El Reino de Dios, en cambio, «no es de este mundo, no es de aquí» (Jn 18, 36).

Se dan además determinadas concepciones que, intencionadamente, ponen el acento sobre el Reino y se presentan como «reinocéntricas», las cuales dan relieve a la imagen de una Iglesia que no piensa en sí misma, sino que se dedica a testimoniar y servir al Reino. Es una «Iglesia para los demás», -se dice- como «Cristo es el hombre para los demás». Se describe el cometido de la Iglesia, como si debiera proceder en una doble dirección; por un lado, promoviendo los llamados «valores del Reino», cuales son la paz, la justicia, la libertad, la fraternidad; por otro, favoreciendo el diálogo entre los pueblos, las culturas, las religiones, para que, enriqueciéndose mutuamente, ayuden al mundo a renovarse y a caminar cada vez más hacia el Reino.

Junto a unos aspectos positivos, estas concepciones manifiestan a menudo otros negativos. Ante todo, dejan en silencio a Cristo: el Reino, del que hablan, se basa en un «teocentrismo», porque Cristo –dicen- no puede ser comprendido por quien no profesa la fe cristiana, mientras que pueblos, culturas y religiones diversas pueden coincidir en la única realidad divina, cualquiera que sea su nombre. Por el mismo motivo, conceden privilegio al misterio de la creación, que se refleja en la diversidad de culturas y creencias, pero no dicen nada sobre el misterio de la redención. Además el Reino, tal como lo entienden, termina por marginar o menospreciar a la Iglesia, como reacción a un supuesto «eclesiocentrismo» del pasado y porque consideran a la Iglesia misma sólo un signo, por lo demás no exento de ambigüedad.

Ahora bien, no es éste el Reino de Dios que conocemos por la Revelación, el cual no puede ser separado ni de Cristo ni de la Iglesia.

Como ya queda dicho, Cristo no sólo ha anunciado el Reino, sino que en Él el Reino mismo se ha hecho presente y ha llegado a su cumplimiento: «Sobre todo, el Reino se manifiesta en la persona misma de Cristo, Hijo de Dios e Hijo del hombre, quien vino "a servir y a dar su vida para la redención de muchos" (Mc 10, 45)». El Reino de Dios no es un concepto, una doctrina o un programa sujeto a libre elaboración, sino que es ante todo una persona que tiene el rostro y el nombre de Jesús de Nazaret, imagen del Dios invisible. Si se separa el Reino de la persona de Jesús, no existe ya el Reino de Dios revelado por él, y se termina por distorsionar tanto el significado del Reino -que corre el riesgo de transformarse en un objetivo puramente humano o ideológico- como la identidad de Cristo, que no aparece ya como el Señor, al cual debe someterse todo (cf. 1 Cor l5,27).

Asimismo, el Reino no puede ser separado de la Iglesia. Ciertamente, ésta no es fin para sí misma, ya que está ordenada al Reino de Dios, del cual es germen, signo e instrumento. Sin embargo, a la vez que se distingue de Cristo y del Reino, está indisolublemente unida a ambos. Cristo ha dotado a la Iglesia, su Cuerpo, de la plenitud de los bienes y medios de salvación; el Espíritu Santo mora en ella, la vivifica con sus dones y carismas, la santifica, la guía y la renueva sin cesar. De ahí deriva una relación singular y única que, aunque no excluya la obra de Cristo y del Espíritu Santo fuera de los confines visibles de la Iglesia, le confiere un papel específico y necesario. De ahí también el vínculo especial de la Iglesia con el Reino de Dios y de Cristo, dado que tiene «la misión de anunciarlo e instaurarlo en todos los pueblos».

(Carta Encíclica Redemptoris Missio, nn. 17-18).

El seguimiento de Jesús implica transformarse en algo así como en un artista: el cristiano no es un soldado que acata órdenes o un ejecutivo que implementa programas, sino un artista que debe inventar todos los días la mejor forma de ser fiel al mensaje, al estilo y a la motivación teologal que animaba a Jesús.

Eso supone dejarse interpelar por los demás y tomar siempre como referencia lo que otros sufren, lo que otros enseñan, lo que otros aportan, sobre todo en la perspectiva de los más pobres. Pero sin olvidar que los pobres antes que nada, son personas. Son personas que viven una experiencia de despojo y de bloqueo de sus posibilidades.

Y por eso mismo, porque son ante todo personas, y no sólo pobres, es que son seres espirituales esencialmente religiosos y que la mayor obligación de la Iglesia hacia ellos es el anuncio explícito del Evangelio de Cristo y no sólo el servicio de promoción humana y social. “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mateo 4,4), respondió Jesús al mismísimo demonio.

Debemos por eso superar esa actitud paternalista, que se centra en sus carencias y en lo que nosotros podemos hacer por ellos y no en lo que ellos pueden hacer por sí mismos y por nosotros, en la medida en que tengan las mismas posibilidades que tuvimos quienes no somos pobres.

La teología latinoamericana nos invita a descubrir que la única perspectiva que no excluye, la única auténticamente universal, es la que parte de los que son sistemáticamente dejados de lado.

Afirmar que la perspectiva que parte de los pobres es la única perspectiva universal parece autocontradictorio. La actitud del mismo Cristo fue la de un amor preferencial por los pobres, no un amor exclusivo o excluyente: con tanto amor atendió a los pobres y marginados, como a Nicodemo, a Zaqueo, a José de Arimatea... hombres ricos que optaron decididamente por Jesús.

Aquí de nuevo debemos evitar el error –ya mencionado antes- de hacer de los pobres y la pobreza el criterio hermenéutico central o fundamental de la teología. El amor a los pobres encuentra su justo lugar dentro del misterio del Dios-Amor revelado por Jesucristo a los Apóstoles y transmitido por éstos a la Iglesia.

Si ésta no es la perspectiva central, es seguro que todo lo que hagamos va a perpetuar las relaciones existentes y los esquemas que todos llevamos adentro: porque todos estamos programados para mirar hacia el centro, para descartar lo que no es rentable, para creer que la salvación viene de la fuerza, y de todos aquellos espejismos de los que Jesús vino a liberarnos.

En eso creo que la Iglesia de América Latina ha hecho un valiosísimo aporte a la Iglesia Universal: un don del Espíritu que, por otra parte, ella debe custodiar como un tesoro y hacer crecer permanentemente.

Y a la inversa, la Iglesia en América Latina ha recibido valiosísimos aportes de la Iglesia Universal: dones del Espíritu que ella debe custodiar como un tesoro y hacer crecer permanentemente.

El sentido "localista" nunca ha de prescindir del sentido "católico". Hemos de ser artistas e intérpretes a la vez, porque no podemos inventar el Evangelio y éste ha de ser reconocible entre los esquimales y los ugandeses, los norteamericanos y los polacos. Se deben tener en cuenta las peculiaridades locales, pero de modo tal de no deformar lo sustancial. "Id […] a todas las gentes [lo cual supone adaptación, pero], […] enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado" (Mateo 28,19-20).

La historia nos enseña reiteradamente que "iglesias nacionalistas" fueron la ruina de la Católica: las iglesias protestantes sometidas a los príncipes electores, el galicanismo francés, el febronianismo austriaco, las iglesias "autocéfalas" de Oriente, sometidas al emperador (o zar o politburó) de turno. Sólo el Papa, Piedra de la Iglesia, ha salvado de estas ingerencias indebidas a la Iglesia universal.

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La edad mínima para la Confirmación

Daniel Iglesias Grèzes

Cuarenta años atrás, lo normal en toda la Iglesia de Occidente era recibir la Primera Comunión y la Confirmación en torno a los siete años. Después del Concilio Vaticano II se difundió mucho la tendencia a postergar la Primera Comunión y la Confirmación hasta edades más tardías, por diversas razones pastorales. En el caso de la Confirmación, esa postergación se relaciona muy a menudo con la concepción de la Confirmación como sacramento de la madurez cristiana. Así en algunas diócesis la edad mínima para la Confirmación ha llegado incluso hasta los diecisiete años. Actualmente en Uruguay por lo general se recibe la Primera Comunión a partir de los diez años y la Confirmación a partir de los quince años.

A mi juicio el asunto de la edad mínima para la Confirmación debería ser reexaminado a la luz de los resultados insatisfactorios alcanzados mediante la mencionada praxis pastoral post-conciliar. Las dificultades existentes hoy en Uruguay (dificultades que seguramente se dan en términos parecidos en muchos otros países) podrían ser sintetizadas de la siguiente manera:

Con mucha frecuencia los niños se alejan de la práctica sacramental poco tiempo después de haber recibido la Primera Comunión. Pocos son los que perseveran en la recepción asidua de los sacramentos de la Eucaristía y la Penitencia, reciben el sacramento de la Confirmación y llevan luego una vida cristiana militante. De hecho este último sacramento ha quedado reducido a una minoría de los fieles católicos.

Conviene recordar que, acerca de la edad mínima para recibir la Confirmación, el Código de Derecho Canónico (CIC) establece lo siguiente:

El sacramento de la confirmación se ha de administrar a los fieles en torno a la edad de la discreción, a no ser que la Conferencia Episcopal determine otra edad, o exista peligro de muerte o, a juicio del ministro, una causa grave aconseje otra cosa.” (CIC, can. 891). El mismo Código define como “edad de la discreción” los siete años cumplidos (cf. CIC, can. 97,2). Por lo tanto, a pesar de la amplia difusión de la tendencia a postergar la Confirmación, la legislación de la Iglesia universal continúa considerando a los siete años como la “solución por defecto” al problema de la edad mínima para la Confirmación.

Por otra parte, al tratar acerca de quién puede recibir el sacramento de la Confirmación, el Catecismo de la Iglesia Católica establece entre otras cosas lo siguiente:

“Todo bautizado, aún no confirmado, puede y debe recibir el sacramento de la Confirmación (cf CIC can. 889, 1). Puesto que Bautismo, Confirmación y Eucaristía forman una unidad, de ahí se sigue que "los fieles tienen la obligación de recibir este sacramento en tiempo oportuno" (CIC, can. 890), porque sin la Confirmación y la Eucaristía el sacramento del Bautismo es ciertamente válido y eficaz, pero la iniciación cristiana queda incompleta.

La costumbre latina, desde hace siglos, indica "la edad del uso de razón", como punto de referencia para recibir la Confirmación. Sin embargo, en peligro de muerte, se debe confirmar a los niños incluso si no han alcanzado todavía la edad del uso de razón (cf CIC can. 891; 893,3).

Si a veces se habla de la Confirmación como del "sacramento de la madurez cristiana", es preciso, sin embargo, no confundir la edad adulta de la fe con la edad adulta del crecimiento natural, ni olvidar que la gracia bautismal es una gracia de elección gratuita e inmerecida que no necesita una "ratificación" para hacerse efectiva. Santo Tomás lo recuerda:

“La edad del cuerpo no constituye un prejuicio para el alma. Así, incluso en la infancia, el hombre puede recibir la perfección de la edad espiritual de que habla la Sabiduría (4,8): `la vejez honorable no es la que dan los muchos días, no se mide por el número de los años'. Así numerosos niños, gracias a la fuerza del Espíritu Santo que habían recibido, lucharon valientemente y hasta la sangre por Cristo (S.Th. 3,72,8,ad 2)”.”

(Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1306-1308).

El Catecismo de la Iglesia Católica, pues, vuelve a recordar y a valorar la tradicional costumbre latina de conferir la Confirmación en la edad del uso de razón. Además en cierto modo relativiza la concepción de la Confirmación como sacramento de la madurez cristiana y le hace algunas puntualizaciones importantes, citando incluso a Santo Tomás de Aquino, a cuyo pensamiento se remiten con frecuencia los promotores de esa concepción.

Por otra parte, en su reciente exhortación apostólica post-sinodal sobre la Eucaristía, el Papa Benedicto XVI escribió lo siguiente sobre el orden de los sacramentos de la iniciación cristiana:

“A este respecto es necesario prestar atención al tema del orden de los Sacramentos de la iniciación. En la Iglesia hay tradiciones diferentes. Esta diversidad se manifiesta claramente en las costumbres eclesiales de Oriente, y en la misma praxis occidental por lo que se refiere a la iniciación de los adultos, a diferencia de la de los niños. Sin embargo, no se trata propiamente de diferencias de orden dogmático, sino de carácter pastoral. Concretamente, es necesario verificar qué praxis puede efectivamente ayudar mejor a los fieles a poner de relieve el sacramento de la Eucaristía como aquello a lo que tiende toda la iniciación. En estrecha colaboración con los competentes Dicasterios de la Curia Romana, las Conferencias Episcopales han de verificar la eficacia de los actuales procesos de iniciación, para ayudar cada vez más al cristiano a madurar con la acción educadora de nuestras comunidades, y a asumir en su vida una impronta auténticamente eucarística, que le haga capaz de dar razón de su propia esperanza de modo adecuado en nuestra época (cf. 1 P 3,15).”

(Benedicto XVI, exhortación apostólica Sacramentum Caritatis, n. 18).

El problema del orden de los sacramentos de iniciación es diferente al problema de la edad mínima para recibir dichos sacramentos, pero está íntimamente relacionado con él. El orden más antiguo y tradicional es Bautismo-Confirmación-Eucaristía. En este orden, por ejemplo, se presentan los sacramentos de la iniciación cristiana en el Catecismo de la Iglesia Católica. Sin embargo en Occidente, desde hace muchos siglos, se impuso el nuevo orden Bautismo-Eucaristía-Confirmación. En el texto citado, aunque no se pronuncia taxativamente a favor de ninguna de las dos soluciones al problema del orden de los sacramentos de iniciación, Benedicto XVI parece inclinarse a favor de la solución más antigua, al establecer como criterio determinante el de “verificar qué praxis puede efectivamente ayudar mejor a los fieles a poner de relieve el sacramento de la Eucaristía como aquello a lo que tiende toda la iniciación.” Es evidente que el orden antiguo supera en este aspecto al orden nuevo, al colocar la Eucaristía como último sacramento de iniciación.

Un regreso al orden tradicional de los sacramentos de iniciación supondría un replanteamiento del tema de las edades mínimas para recibir esos sacramentos. En diócesis como las de Uruguay, donde rige una edad tardía para la Confirmación, habría en principio dos soluciones posibles: adelantar la edad de la Confirmación (en Uruguay, por ejemplo, hasta los diez años); o bien atrasar la edad de la Primera Comunión (en Uruguay, por ejemplo, hasta los quince años). Esta segunda alternativa, sin embargo, parece poco juiciosa, por lo cual podría ser descartada, quedando así sólidamente unidos el regreso al orden tradicional de los sacramentos de iniciación y la reducción de la edad mínima para la Confirmación.

En mi opinión, dicha reducción (con o sin cambio del orden de los sacramentos de iniciación) tendría grandes ventajas pastorales con respecto a la praxis más generalizada actualmente, puesto que permitiría extender el sacramento de la Confirmación a un mayor número de fieles cristianos y lograr que los adolescentes católicos cuenten con la gracia de la Confirmación antes de experimentar las crisis propias de su edad.

Además, si se redujera la edad mínima para la Confirmación (en Uruguay, por ejemplo, de quince a doce años) manteniendo el orden Bautismo-Eucaristía-Confirmación, se facilitaría la perseverancia en la vida cristiana de los niños que han recibido la Primera Comunión, se daría una mayor formación cristiana a los adolescentes católicos a una edad más temprana y se convertiría al sacramento de la Confirmación en la puerta de entrada normal de la pastoral juvenil.

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Acto de Contrición

Dios mío,
me arrepiento de todo corazón
de todos mis pecados
y los aborrezco,
porque al pecar, no sólo merezco
las penas establecidas por Ti
justamente,
sino principalmente porque Te ofendí,
a Ti sumo Bien y digno de amor
por encima de todas las cosas.
Por eso propongo firmemente,
con ayuda de Tu gracia,
no pecar más en adelante
y huir de toda ocasión de pecado.
Amén.

Deus meus,
ex toto corde pænitet me ómnium
meórum peccatórum,
éaque detéstor,
quia peccándo,
non solum poenas a Te iuste
statútas proméritus sum,
sed præsértim quia offéndi Te,
summum bonum,
ac dignum qui super ómnia diligáris.
Ideo fírmiter propóno,
adiuvánte grátia Tua,
de cétero me non peccatúrum
peccandíque occasiónes próximas fugitúrum.
Amen.

Fuente: Catecismo de la Iglesia Católica – Compendio, Apéndice, A) Oraciones comunes.