jueves, julio 18, 2013

Otras dos adulteraciones en el relato cristinista

Otras dos adulteraciones en el relato cristinista

Parece sucederle al Gobierno lo peor que le podría ocurrir en un tiempo electoral, donde su destino político está en juego. Su relato naufraga como tantas veces, pero ahora por la corrosión de dos vigas maestras que sirvieron para sostener la estructura construida por Néstor Kirchner y heredada por Cristina.
La política de derechos humanos y la declamada defensa de la soberanía compactaron a una vanguardia intelectual, y también obraron como imán de la simpatía de un importante segmento de la sociedad.
Aquellos dos pilares están sufriendo, desde hace días, una acción desintegradora producto de una marea de críticas frente a las cuales el cristinismo sólo atina a balbucear o prefiere refugiarse en el silencio. La referencia apunta a un par de cuestiones en boga: la controvertida situación del nuevo jefe del Ejército, general César Milani, y el acuerdo que la reestatizada YPF celebró con la petrolera estadounidense Chevron.
Sobre Milani pesan por ahora dos cargos. Una situación patrimonial difícil de explicar si el repaso de su trayectoria se limitara únicamente a la larga carrera militar. En ese aspecto el cristinismo tiene el cuero bien curtido. Sus intelectuales jamás indagaron en el crecimiento patrimonial de los Kirchner. Recién ahora, con timidez, alguno de ellos –Ricardo Forster, de Carta Abierta y candidato en Capital– se atrevió a echar sombra sobre Ricardo Jaime. Hace cinco días que el ex secretario de Transporte está prófugo, luego del dictado de detención que lanzó el juez Claudio Bonadio. Desde la clandestinidad explicó incluso, mediante un comunicado, lo que piensa hacer. Está en el país. Sólo una protección desde el poder le permitiría comportarse con semejante impunidad.
El otro lastre, el de los derechos humanos, se torna, en cambio, insoportable para una defensa honesta, sin remordimientos, que el cristinismo debiera hacer de Milani. El Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), una usina del Gobierno en esa materia, brindó una vidriosa explicación sobre su respaldo al militar y las sospechas que recaen sobre él. Estela de Carlotto, la titular de las Abuelas de Plaza de Mayo, fue igualmente ambigua. Con menos fundamentos de los que hoy incomodan al jefe del Ejército, Carlotto se prestó a campañas contra supuestos hijos de desaparecidos, que la Justicia y la ciencia demostraron que no lo eran. Habló de “apropiación” en público. Cristina hizo más que ella: para idéntico objetivo utilizó la cadena nacional.
Un detenido durante la dictadura, Ramón Olivera, narró en el Nunca Mas, de La Rioja, cómo el entonces teniente Milani habría participado de su interrogatorio y una serie de aprietes. Permanece en la nebulosa, además, la desaparición de un ayudante suyo, en los años 70, el soldado Alberto Ledo. Su madre dejó entrever que la Justicia no habría hecho una buena investigación del caso. Están además las presunciones –no más que eso– sobre una supuesta simpatía de Milani con los ex carapintadas que embistieron, sobre todo, contra Raúl Alfonsín y, en una medida mucho menor, contra Carlos Menem.
¿Por qué con esos antecedentes Milani pudo llegar donde llegó?
¿Por qué otros cientos de uniformados quedaron en el camino sólo a raíz de vínculos familiares con ex militares de la dictadura?
Un dato: el jefe del Ejército fue quien participó en esas purgas, en especial en tiempos en que Nilda Garré comandó el Ministerio de Defensa. Como epílogo, Milani instó a sus subordinados, al asumir, a alinearse con el proyecto del Gobierno. A la Presidenta, en épocas de vacas flacas, l e importó más la solidaridad política que el apego al relato y a la moral pública.
El episodio Milani sería parangonable, en el desmembramiento del relato K, con el anuncio del convenio firmado por Chevron. Algunas imágenes hablarían, en este caso, más que el texto convalidado ayer para la explotación del valioso yacimiento de Vaca Muerta, en Neuquén. Es difícil no recordar el alboroto que armó Cristina cuando expropió Repsol y reestatizó YPF. Actos con presencias estelares y masivas en la Casa Rosada, siempre con La Cámpora en primera fila. El acuerdo suscripto con la petrolera estadounidense se hizo con llamativa discreción, lejos de las luces y los bombos. Como si se estuviera ocultando algún dejo de vergüenza. ¿Por qué motivo? ¿Se estaría mancillando, tal vez, la pregonada defensa de la soberanía?
La memoria regresa inevitable al mes de abril del 2012. La Presidenta alardeó aquella vez que para cualquier cambio futuro en las condiciones de funcionamiento de YPF harían falta los dos tercios en el Congreso, porcentaje sólo factible –aunque muy lejano hoy– para el oficialismo. Pues bien, el convenio con Chevron fue posible gracias a un decreto presidencial que, de un día para otro, se divulgó en el Boletín Oficial. Por ese decreto se creó un régimen especial para las empresas que inviertan más de US$ 1.000 millones en la explotación de hidrocarburos. Después de cinco años tendrán libre disponibilidad de las divisas y podrán exportar el 20% de la producción sin abonar impuestos. Condiciones que Repsol (que descubrió Vaca Muerta) hubiera aceptado, seguramente, con los brazos abiertos.
Esas concesiones (y otras aún secretas) fueron aceptadas para que Chevron invierta US$ 1.240 millones en auxilio de una matriz energética desfalleciente.
Primó la desesperación, al parecer, por encima de las creencias soberanas.