domingo, julio 13, 2008

Santo Tomás de Aquino (I)


Santo Tomás nació a fines de 1224 en Roccasecca (reino de Nápoles) de la noble familia de los condes de Aquino. En su infancia ingresa en el monasterio benedictino de Montecassino (la cuna del Occidente cristiano, establecido por san Benito de Nursia) y en la adolescencia estudia en Nápoles el “quadrivium” donde tiene por maestro a Pedro de Hibernia a quien debe su primera iniciación en la filosofía griega.
Escribe Ricardo Fraga
En 1239 se incorpora a la Universidad y allí traba relación con la entonces flamante Orden de Predicadores (dominicos fundados por Santo Domingo de Guzmán). A los veinte años ingresa en ella, produciéndose, como consecuencia, un grave conflicto familiar. Vencida la oposición en 1244 (no sin algunos ribetes de aventura como la novelesca fuga del castillo paterno y la definitiva superación de toda tentación contra la castidad que le valdrá, andando el tiempo, el apodo de “Angélico”) Tomás marcha a París y luego a Colonia donde prosigue sus estudios bajo el magisterio de san Alberto magno.
En 1252 es bachiller bíblico y comentador de las “Sentencias” de Pedro Lombardo y en el mismo año, conjuntamente con san Buenaventura (de la escuela franciscana) se gradúa de “magister” en la Universidad de París. Enseña luego en la corte pontificia de Urbano IV y Clemente IV y aquí conoce al dominico Guillermo de Moerbecke quien le proporciona traducciones directas y seguras de las obras aristotélicas.
La llegada de éstas al mundo europeo (ya por vía indirecta a través de árabes y judíos, ya por vía directa por medio de las traducciones de la escuela de Toledo), a lo largo del siglo XII, había suscitado un difícil problema interpretativo que será gallardamente asumido y trabajado por Tomás, dejándole una impronta tan personal que no resulta ciertamente correcto hablar de él como de un filósofo aristotélico.
Mons. Octavio Derisi ha dicho con todo, y lo señalo porque parece paradójico (y no lo es) que Tomás “es el más auténtico, inteligente y fiel discípulo de san Agustín”.
En 1269 regresa a la Sorbona y los años que siguen constituyen la cumbre de su actividad científica. En este período tienen lugar la batalla por la labor docente de los mendicantes, las polémicas con el averroísmo latino o aristotelismo radical de Sigerio de Brabante y Boecio de Dacia y la oposición de un sector de la escuela franciscana encabezado por Juan Peckham.
En 1272 está Tomás en Italia enseñando en la Universidad de Nápoles. Llamado por el Papa Gregorio X a participar del Concilio de Lión muere durante el viaje el 7 de marzo de 1274 en el monasterio cisterciense de Fossanuova, sin que la historiografía haya podido seriamente avanzar sobre las presuntas causales dolosas de su deceso.
A poco de morir sus principales tesis filosóficas fueron condenadas por el obispo de París Esteban Tempier. Pero la significación doctrinal de sus enseñanzas no tardaría en afirmarse en el universo de la filosofía y en el seno mismo de la Iglesia Católica. El Papa san Pío V lo declaró, en 1567, doctor de la Iglesia universal y, de ordinario, se le reconoce el título de “doctor común”.
Los Romanos Pontífices han insistido continuamente en la primacía, en el orden filosófico y teológico, de las doctrinas de santo Tomás. En 1879 el Papa León XIII publicaba la encíclica “Aeterni Patris” por la cual se restauraba en las enseñanzas eclesiásticas la filosofía cristiana conforme al método, principios y enseñanzas del Angélico doctor y en el mismo sentido se explanaba la encíclica “Studiorum Ducem” de Pío XI aparecida en 1923, con ocasión del sexto centenario de la canonización.
De santo Tomás ha dicho san Pío X que “una triste experiencia enseña, de modo particular en nuestros días, que los que se separan de él acaban, finalmente, por apostatar de la Iglesia de Cristo” (Ep. a Tomás Pégues de 1907) y en su “motu proprio” “Doctoris Angelicis” de 1914 señalaba con singular lucidez que “hemos ya advertido varias veces a los profesores de filosofía y teología que separarse aunque sea muy poco –“si ullum vestigium”- del Aquinatense, sobre todo en materia de metafísica, no es sin gran perjuicio y peligro”.
En julio de 1914, a través de la Sagrada Congregación de Estudios, el mismo Pío X aprobó las XXIV tesis tomistas acotando que “dichas tesis contienen realmente la auténtica doctrina del santo Doctor en sus líneas principales”.
Todo ello no significa, naturalmente, que los textos de Tomás tengan carácter definitivo y no estén –como toda enseñanza filosófica- sometidos al debate y a la reformulación, tal como sensatamente lo han recordado en el siglo XX algunos grandes tomistas al estilo de E. Gilson, Jacques Maritain o Rafael Gambra. Las advertencias pontificias señalan, simplemente, la orientación realista que toda reflexión sobre el ser ha de revestir a fin de salvaguardar el contenido dogmático de la Revelación.
Precisamente, la gran temática de Tomás ha sido deslindar las esferas de competencia entre la fe y la razón, destacando sus relaciones y, a la vez, sus respectivas autonomías, mas también el carácter subordinado de la una (la razón) respecto de la otra (la fe), tanto por la fuente original de ésta (el mismo Dios), cuanto por la dimensión salvífica que contiene (en la jerga escolástica la filosofía es “ancilla theologiae” que debe entenderse como servicio a un fin superior). Sobre esta siempre tan candente cuestión se ha expedido de manera magistral el Papa Juan Pablo II en su carta-encíclica “Fides et ratio” y ni qué decir que constituye el nervio conductor de todo el pensamiento del Papa Ratzinger, antes (siendo cardenal) y durante su pontificado.
De Tomás estudiante se cuenta que le cupo en suerte tener por maestro, en el recién fundado “estudio general” de colonia a Alberto de Böllstadt (san Alberto magno) “cuyas lecciones produjeron en él una impresión profunda. Naturalmente silencioso y concentrado las altas lucubraciones que exponía Alberto le hicieron todavía más amante del silencio y la concentración… y como era de postura prócer y de recia contextura sus jóvenes condiscípulos del Rin, de suyo inclinados a la ironía, comenzaron a distinguirlo con el apodo de ´el buey mudo´”. Más adelante el mismo autor relata que en una oportunidad le fue dicho: “-fray Tomás no parece usted un estudiante que contesta sino un maestro que define. Con humildad y reverencia Tomás contesta: ´-dispense, maestro, pero no veo otra manera de resolver la cuestión…´ y entonces Alberto le espetó sobre la marcha cuatro silogismos tan fuertes que todos creyeron que lo había apabullado. Pero Tomás los deshizo con su distinción tan fácilmente como los de la primera serie. Visto lo cual el maestro Alberto dijo: ´-llamáis a éste el buey mudo, pero yo os aseguro que este buey dará tales mugidos con su ciencia que resonarán en el mundo entero´ ”.
Continúa