martes, junio 17, 2008

La siembra de odio y resentimiento

Hoy, la Argentina está nuevamente crispada, con la posibilidad cierta de que ocurran peligrosos enfrentamientos. Y no por obra de la casualidad, lamentablemente. Los hechos ocurridos ayer en Gualeguaychú, cuando una multitud de argentinos se volcaba a las calles de las principales ciudades y hasta de pequeñas localidades del país, para protestar por la detención del dirigente de la Federación Agraria de Entre Ríos Alfredo de Angeli y unos veinte ruralistas más, prueban que la Argentina está otra vez muy cerca de vivir momentos que no deberían repetirse nunca más.

En primer lugar, estamos crispados por un estilo de gobierno suficiente y a la vez empecinado, que exige respeto, pero que es incapaz de respetar. Que no se empeña sinceramente en tratar de afianzar la paz interior, sino que apunta a dividirnos y separarnos. Que no concibe que exista espacio alguno para el diálogo: todo es imposición, como si gobernar no implicara la sabiduría de rectificar rumbos frente a los errores que todos cometemos.

Estamos ante un estilo de gestión incapaz de entender que gobernar es también saber escuchar. Que, arrogante, cree ser dueño de la verdad y tener todas las respuestas. Que no advierte que la ignorancia es hija dilecta de la soberbia. Que simplemente no tolera el disenso. Que demoniza y humilla a sus adversarios y ataca, cada vez más, a los medios periodísticos independientes. Que no vacila un instante en denostar, insultar y lastimar, pero que se ofende ante los meros desacuerdos. Que cada vez está más sospechado de falsear abiertamente la realidad. Que se rodea de sumisos, y de sospechas de abusos y de corrupción. Que intenta controlar todo y a todos. Que, para someternos a todos, pretende que comamos siempre de su mano, lo que es una afrenta a la dignidad. Y que, además, amenaza e intimida de mil maneras.

También nos crispa una enorme concentración de poder político en pocas manos, con fórmulas inéditas entre nosotros, que nos empuja vertiginosamente hacia el autoritarismo. Aquella que alguna vez mereciera que el visionario Alexis de Tocqueville señalara, en su clásico La democracia en América : "Creo que la centralización extrema del poder político termina por enervar a la sociedad y por debilitar, a la larga, al mismo gobierno".

En el camino, hemos sido mudos testigos de una profunda y caprichosa deformación de principios esenciales de la Constitución, a la que demasiados, angustiados por la crisis de 2001, consintieron en silencio, por largo rato. Existe, asimismo, un vergonzoso sometimiento de alguna parte de la Justicia al poder político. Se ha destruido, en los hechos, el federalismo financiero. Vivimos acostumbrados a los silencios cómplices de muchos de nuestros legisladores, gobernadores e intendentes, como si fueran normales; algo que, por imperio de la seducción que ejercen los negocios con el Estado, se extiende a parte de nuestra dirigencia privada.

En ese ambiente, se advierte fácilmente la falta de coraje en muchos de nuestros políticos y dirigentes empresariales. Y, además, una falta de solidaridad real con quienes viven efectivamente postergados.

En este escenario, en el que una estructura de poder parece estar devorando todo para sostenerse a sí misma, no resulta extraño que la siembra permanente de odio, rencor y resentimiento nos crispe y nos divida.

Sin embargo, como lo hemos hecho numerosas veces desde estas columnas en los últimos tres meses, reiteramos que, hoy más que nunca, vale serenar los ánimos y buscar, y encontrar, nuevos caminos para retomar las negociaciones -una tarea ineludible para el Gobierno, porque tiene en sus manos las herramientas para hallar la solución-, pero esta vez sin desplantes y sin engaños. Está en juego la preciada paz de la Nación argentina, y nuestra sociedad espera que se haga realidad, y el diálogo y el reencuentro fructifiquen por fin.

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