jueves, enero 04, 2018

La carta de Francisco Franco y Martínez-Bordiú a su madre

Reivindica la memoria de su madre, recordando sus propias palabras: «No quiero ser juzgada por la vida de los demás. Soy Carmen. Nada más»

 

 

 



Ha sido providencial que la RAE haya incorporado, recientemente, un término tan preciso para definir lo que va a suceder con la memoria de mi madre.
Los emperadores romanos emplearon las «Damnatio memoriae» para condenar el recuerdo de un enemigo o predecesor, eliminando toda imagen o vestigio del mismo. Hoy se ha rescatado tan primitiva práctica, añadiéndole la «Posverdad», que tan eficazmente utilizó Stalin como arma de propaganda totalitaria. En el refinamiento de tal perversión, en España decidieron legislarla, a través de la ley de Memoria histórica del inefable Zapatero, una norma infame en línea con la dictadura de lo políticamente correcto, utilizada para que los cobardes se autocensuren y estigmatizar a quienes tienen un pensamiento libre e independiente.
Aún caliente el cuerpo de mi madre, en una tertulia televisiva se apresuraban a faltarle el respeto, poniéndose la «medalla» de llamarla «hija del Dictador» y anunciando ya su propia posverdad. No tuvieron la decencia de dar una tregua de cortesía, no quisieron perder un minuto para pensar en el dolor de su familia, pero prefiero quedarme con estas palabras suyas:
«Aquí estoy. Dispuesta a recibir aquello que venga. Sin lágrimas. No tengo miedo a nada. Ni tan siquiera a la muerte. La he visto de cerca muchas veces y la conozco perfectamente. No le tengo miedo. No me pillará quieta. Reivindico mi nombre porque no quiero ser juzgada por la vida de los demás. Ni la de mis padres, ni la de mi marido, ni la de mis hijos. Soy Carmen. Nada más. Carmen, una mujer que ha sido testigo de casi un siglo de historia».
Es fácil criticar a quien no se conoce, pero no deja de ser una temeridad y una práctica que descalifica a quien lo hace. Quien conoció de verdad a Carmen, dudo que pueda decir nada malo de ella.
Siempre he dicho que mi madre fue hija de su padre y mujer de su marido y que, solo tras su viudedad, fue ella misma. Fue una mujer discreta, y prudente, aprendió a pasar de puntillas y evitar situaciones tensas. Sobreprotegida durante más de la mitad de su vida, aprendió a sobrevivir en un mundo hostil. Y lo hizo con una enorme dignidad, sin un solo lamento. Era increíblemente comprensiva con las debilidades humanas y no conocía el odio ni el rencor. Su máxima fue siempre la de no molestar, aún en los umbrales de su muerte.

Capacidad de adaptación

Me tocó, como hijo y médico, comunicarle hace casi dos meses la inmediatez de su fin, sin cura ni remedio y fue ella la que quiso consolarme a mí. Me dijo que estaba preparada, que ya lo intuía y lo recibiría con fe y serenidad.
Generosa hasta el extremo, nunca dejó de sorprenderme su capacidad de adaptación y mente abierta ante los múltiples problemas y disgustos que la vida le deparó, especialmente a través de nosotros, sus hijos. Jamás le oí un lamento ni un reproche, todo lo aceptaba con naturalidad. Le costaba emitir opiniones, acaso para evitar molestar a nadie, había que sacárselas a la fuerza y cuando las decía, siempre eran ponderadas, reflexivas, llenas de sentido común, siendo un fuerte pilar y apoyo para todos los que la rodeábamos y queríamos.
No conseguí que escribiese sus memorias, pues desde su gran humildad, consideraba que no tenían interés, siendo su mayor orgullo haber presidido la Asociación contra el cáncer y su colaboración con Nuevo Futuro hasta el final.
Admiro especialmente su inmensa capacidad de renuncia, una virtud heredada de su padre, que, junto con la humildad y la bondad fue su seña de identidad.
Descansa en paz, madre y gracias por tu impagable amor y tu ejemplo. Defenderemos tu memoria contra la epidemia de la posverdad.