jueves, junio 29, 2017

La caída de los dioses

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“No puedo pensar en ninguna necesidad de la infancia tan fuerte como la necesidad de protección de un padre”
Sigmund Freud
Médico neurólogo austriaco


Periódicamente tenemos noticias de padres que matan a sus hijos. Nunca habrá causa que pueda justificar el horror de una desnaturalización tan irracional, solo propia del ser racional. Los animales matan por instinto para subsistir, nosotros matamos porque pensamos.
No tiene sentido destruir lo que uno mismo ha creado.
Con frecuencia recibimos la triste noticia, de que un progenitor —como la izquierda progre denomina ahora a los padres— ha asesinado a su hijo o hijos. Y lo verdaderamente asombroso, es que la mayoría de las veces, no lo hace por odio a los mismos, sino por hacer el daño más brutal y cruel que se pueda concebir, a la que generalmente fue su pareja. Al otro progenitor.
Por referirme solo a los casos más próximos y recientes, presuntamente y según el resultado de las investigaciones de los cuerpos de seguridad del Estado, el pasado mes de mayo, Marcos Javier Miras Montánez, fue detenido como presunto autor del asesinato de Javier, su propio hijo de 11 años, quien «recibió un golpe seco con una pala en la cabeza» y posteriormente «arrojó al niño a un pequeño barranco quedando el cuerpo apoyado sobre un eucalipto».
Días más tarde, un hombre de 44 años, fue detenido en la provincia de Cádiz, acusado de haber dado muerte por asfixia a su bebé de ocho meses y haber asestado una brutal paliza a su pareja embarazada, a consecuencia de la cual hubo de ser ingresada en un hospital.
Hace apenas unas horas, ha fallecido en el Hospital Virgen Macarena de Sevilla, un bebé de siete meses, que había sido ingresado con fracturas en el cráneo y en las retinas, y moratones por todo el cuerpo —lo que se conoce como síndrome del niño sacudido— lesiones que le hicieron entrar en coma, a consecuencia de las cuales, los padres estaban siendo investigados por un presunto delito de malos tratos en el ámbito familiar, calificación que tras la muerte del bebé probablemente será modificada.
Me pregunto, ¿Qué le tiene que pasar por la cabeza a una persona para ejercer tan brutal crueldad sobre un diminuto ser inocente y absolutamente indefenso?
Tener un hijo, no le hace a uno padre, al igual que tener una batuta, no le hace a uno director de orquesta. La paternidad, es algo mucho más trascendente que la consecuencia de la unión de un espermatozoide con un óvulo; es un sentimiento que nace de lo más profundo de nosotros mismos; es una vocación de entrega incondicional; una permanente prueba de amor sin límites.
La gran sabiduría de la infancia nos permite sentir todo en lo más profundo de nuestro ser, aun cuando no alcancemos todavía a comprenderlo. El día que ya somos capaces de interpretar lo acontecido en nuestra niñez, las cicatrices que surcarán nuestra alma, serán ya excesivamente profundas. Marcarán para siempre nuestra existencia.
Dicen que la infancia es una etapa maravillosa en la que no hay pasado ni futuro; sólo un presente que se mira con inocencia e ilusión.
No es cierto.
La niñez, siempre es incomparable, no tiene punto de referencia con ninguna otra etapa de nuestra vida, podrá haber sido feliz, gris o infortunada, pero sea cual fuere como haya quedado almacenada en las profundidades de nuestro inconsciente, ningún ser humano es capaz de recuperarse de ella. Cuando menos lo esperemos, de la bruma de nuestros recuerdos, como ladrón agazapado en espera de su oportunidad, asaltarán nuestra memoria imágenes y recuerdos, que sin saberlo, han condicionado nuestro presente. Imágenes y recuerdos de lo que pudo ser y no fue; de lo que pudiendo haber sido, nunca será ya.
La infancia debería ser la más bella de todas las estaciones de la vida, pero pobres los niños que se ven obligados a sufrir las consecuencias de los naufragios de los mayores.
Con idealista desconocimiento se enarbola el mito de la «infancia dorada y feliz», en la que se asume que cualquier cosa es una maravilla. Contemplando a un niño correr alborozado tras aquello que ha despertado su ilusión y deseo, o manifestando su alegría con sus manos abiertas y sus brazos en alto por haber hecho realidad sus sueños, pensamos que nada hay más bello que disfrutar de la vida a través de sus ojos.
Sin embargo, aquello no deja de ser más que el mundo mágico forjado por la mente del niño. La realidad es que en la conmoción que sufre al pasar del sosegado reposo del claustro materno al agresivo mundo exterior, el niño se siente solo e indefenso, intuye su necesidad de protección y por ello, con su manita, en la que cabe todo un universo, se agarra casi con desesperación al pecho de la madre, cuando de él está recibiendo la vida. Su cabecita busca refugio al apoyarse sobre el hombro de quien le sostiene, mientras con su otro brazo rodea su cuello porque solo así se siente seguro.
El niño no sabe comunicarse con el mundo que le rodea. Un universo desconocido para él que ni concibe ni entiende. Su único medio de expresión es el llanto. El necesita y espera que le adivinen, y cuando esto no ocurre, siente miedo y desesperación. En su minúscula cabecita y en su pequeño corazón, experimenta la infinita tristeza de la desesperanza y la soledad.
Él no sabe quiénes son; desconoce cualquier tipo de reglas y organización, pero reconoce a quienes están cerca de él, quienes le alimentan y le cuidan, aunque no sepa lo que nada de ello significa. Sin embargo, presiente que junto a esas imágenes son con las que se siente a gusto, protegido y seguro. Para su virginal inocencia, son sus dioses protectores junto a los que se siente inmortal e invulnerable.
Pero cuando inexplicablemente para él, no es atendido, no es protegido, se hunde y desalienta. Se siente solo y perdido. Porque intuye que el peligro y la muerte lo acechan en lo más profundo de esa soledad.
¿Qué siente ese niño de 11 años que ve como su padre, el que hasta ese momento había sido su héroe, el espejo en el que se miraba, le golpea en la cabeza hasta matarle? ¿Por qué? Su estupor bloquea su pequeño entendimiento, el pánico le paraliza mientras su dios se desmorona como castillo de arena.
¿Qué negritud y soledad infinita invade al bebé de 8 meses durante los 20 segundos que dura su agonía, mientras aquella figura en la que el confiaba le impide respirar hasta segarle la vida que él mismo le transmitió?
¿Qué pánico? ¿Qué terror cósmico? ¿Qué indefensión eterna aterroriza al niño que es torturado sistemáticamente por sus padres hasta entrar en un coma irreversible que le arrancará la vida?
Dice Antonio Gala, que: “Si la soledad manchara, no habría suficiente agua en el mundo para lavar a un niño”.
César Valdeolmillos Alonso