sábado, enero 17, 2015

Julián Romero, un español que repartió a diestro y siniestro

 

Su nombre a fuer que no tiene entre nosotros el áurea mítica y hercúlea de otros como Cabeza de Vaca, Alvarfáñez, Francisco de Aldana, Alonso de Contreras, Rodrigo Díaz de Vivar, Garcilaso de la Vega, Luis de Recassens, Alejandro Farnesio, Álvaro de Bazán, Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel, apellidos y nombres legendarios y heroicos de la sacra Historia de Nuestra Nación.
Pero Julián Romero de Ibarrola los tenía tan bien puestos como ellos. Además, lo suyo, si hemos de ser sinceros como no siempre lo es la Historia, tiene áun más mérito, pues sin provenir de herencias ni de familia con posibles y una retahíla de títulos nobiliarios supo auparse a las cumbres de nuestro Olimpo de tipos batalladores y reparteestopas. Ítem más, en aquellos tiempos de los primerísmos Tercios, debutantes en la carnicería y la escabechina, él tuvo el honor de llegar a ser Maestre de Campo, viniendo como venía de una familia modesta, afincada en la villa conquense de Huélamo, según parece, donde nuestro bravísimo soldado nació en 1518, sin que se tengan datos exactos de la fecha, aunque eso ahora no ha de importarnos en demasía, que más nos importan las gónadas inmensas que mostró y demostró ante los herejes protestantes en mil y una batallas.
Y suerte tuvo el Turco de que don Julián, ya algo mayorcete en 1571 no se pasara por Lepanto a darles una buena puñada. A los dieciséis añetes (a esa hora, entonces ya se era casi un hombretón) se alistó (para salir del hambre) en los recién fundados Tercios, como tamborilero y ayudando con la impedimenta, los pertrechos y el rancho como mochilero.
En 1745, ya como oficial (sargento mayor, se decía entonces) se comporta como un héroe en la batalla de Pinkius, combatiendo bravamente con los ingleses en contra de los escoceses y el rey lo nombra Sir, como a Paul McCartney. Cuando Enrique VIII se convierte al protestantismo, Don Julián, que ya se ha dicho que no se andaba con tonterías, vuelve a Flandes, diciendo (y con razón) que no quería servir a herejes.
Ya reinaba Felipe II , mejor que mejor para el bravo de Romero, que se convierte en uno de sus adalides, en batallas como la de Gemmingen (aquí le puso la cara bonita a la gabachería a arcabuzazo limpio) y San Quintin, y a la postre Su Majestad Católica le nombra Maestre de Campo (lo más de lo más en aquella época) y Caballero de la Orden de Santiago. En Gravelinas también repartió a diestro y siniestro entre los franchutes y tres años después, sitiado en Dinant, los galos lo engañan de mala manera con añagazas y lo hacen prisionero. Es encarcelado en Fointeneblau, pero la cosa no fue muy grave.

De muy mala manera

De modo y manera que en 1865, Felipe le manda a Sicilia de mala manera, poniéndole de segundón, pero el terrorífico Duque de Alba (terrible para los apóstatas, no para la causa católica, claro) lo aposenta entre los suyos que se aprestan a partir desde la isla italiana (entonces en poder español) camino de los rebeldes Países Bajos. Lo harán a través del mítico Camino Español, un prodigio de ingeniería militar, gracias al cual nuestros hombres podían partir desde los puertos del Mare Nostrum y llegar hasta el norte de Europa sin dar toda la vuelta a la Península Ibérica. Romero fue de los primeros en transitarlo y aquella gesta es recordada con mayor gloria aún que la del paso de de los Alpes por Aníbal y sus elefantes en pos del saco de Roma.

Encantado con él

El duque de Alba está encantado con él y por eso se inventa un altísimo cargo para él, para Romero: Sargento Mayor General del Ejército, y nuestro hombre, Romero, se lo devuelve con creces. Pierde un brazo de un arcabuzazo en el asedio de Mons, participa en la cruenta toma de Haarlem, donde pierde un ojo, y cuando las tropas españolas de Utrecht se amotinan porque no les avituallan ni les proveen de sus soldadas Julián Romero media en el asunto y consigue que nuestros veteranos se apacigüen… y cobren. Su siguiente empresa tampoco es baladí: el asedio y saqueo de Amberes, donde los nuestros se fueron un poco de las manos.
Mayor, cansado de haberlo dado todo por la Fe, el Rey y España (incluido un brazo y un ojo y más de media vida), nuestro hombre, Julián Romero quiere volver a España. Pero Felipe II pasa de él (algo habitual y normal en las malas, malísimas costumbres de Su Majestad Católica hacia los que lo dieron todo por él) y don Julián muere en la ciudad italiana de Cremona a los 59 años, una vida longeva para un fiero soldado.
A lo largo de los siglos, pocos, muy pocos se acordaron de Romero a pesar de su gloria conquistada (y no es una frase hecha) con sangre sudor y lágrimas, salvo El Greco que lo retrató a finales del siglo XVI (el cuadro están en el Prado) y el poeta Diego Jiménez de Ayllón, que le rindió lírica pleitesía en un hermoso soneto:
Temido vuestro brazo fue y espada
en estas partes y ánimo extremado
y en tierra y mar habéis siempre cursado
vuestra virtud con gloria sublimada.
De Marte a vos tal gracia fue otorgada
con que venciste campo tan nombrado
y habéis contra el de Orange muestra dado
de veros con sus gentes en jornada.
Digno de la corona preeminente
sois que la excelsa Roma concedía
a aquel que procuraba señalarse.
Con premio muy mayor cosa decente
por vuestro valor grande y valentía
pues pueden con vos pocos igualarse.
Gloria, pues, a don Julián Romero, Maestre de Campo de los Tercios Españoles,