MANUEL P. VILLATORO / madrid
Día 19/07/2013 - 16.59h
El 19 de julio de 1808, las tropas de Bonaparte sufrieron en Andalucía su primera derrota de la historia en campo abierto
«La rendición
de Bailén», cuadro de José Casado del Alisal que se exhibe en el Museo
del Prado, con el general Castaños a la izquierda y el derrotado general
Dupont a la derecha
Un día como hoy, aunque hace nada menos que 205 años, las tropas españolas lograron un hito que ningún otro ejército había conseguido antes:
vencer a las fuerzas de Napoleón en combate abierto. Aquella jornada,
bajo un sol de justicia andaluz que acosaba a los soldados con una temperatura de 40 grados,
las huestes del «pequeño corso» nada pudieron hacer contra los briosos
hispanos que, a mosquete y espada, defendieron el pequeño pueblo
jienense de Bailén del invasor.
Ese 19 de julio de 1808 los españoles no sólo humillaron a
las altivas tropas napoleónicas mediante un ejército formado por
multitud de milicianos, sino que también lograron dar un golpe de efecto
que marcaría el principio del fin de la ocupación francesa en España. Así, la batalla de Bailén quedaría grabada con tinta indeleble en la Historia.
Corrían malos tiempos para España en los inicios del s.
XIX. Todo había comenzado con un pequeño megalómano, Napoleón Bonaparte,
quien, después de subir al poder en Francia años atrás, asumió como
suya la tarea de dominar una buena parte de Europa y derrotar al gran enemigo de su Imperio: Gran Bretaña.
Tras caer en la cuenta de que no podía asediar a la
indomable Albión por mar, el corso prefirió pasar a una táctica menos
invasiva: bloquear el comercio de Reino Unido.
Sin embargo, para que esta idea se sucediera a la perfección, Bonaparte
debía conquistar Portugal, una región tradicionalmente aliada de los
ingleses y que no se plegaría sus deseos.
Una trampa mortal
Pero para llegar hasta Portugal una tierra se interponía en
el camino de Napoleón, España. Por ello, en 1807 el francés firmó con
Godoy –valido del rey- el Tratado de Fontainebleau, mediante el cual logró obtener el permiso para atravesar con más de 100.000 hombres el territorio hispano.
El macabro plan de Napoleón había comenzado. Y es que, en
su paso a través de España, el disciplinado ejército francés fue
ocupando diferentes ciudades hasta llegar a Madrid. Así, lo que en un
principio comenzó como un permiso de paso, acabó convirtiéndose en una invasión a gran escala.
A su vez, las intrigas políticas del «pequeño corso» –que consiguió
finalmente dar el trono español a su hermano- terminaron por minar la
paciencia de la población que, a partir de mayo, comenzó a levantarse contra los casacas azules.
Así, se iniciaron una serie de revueltas por todo el
territorio a base de rastrillo y cuchillo en contra del águila imperial.
Tocaba defender el territorio del invasor y, ante la escasez de tropas
regulares, el pueblo no dudó en proteger cada palmo de tierra hispana con su sangre. Además, a lo largo y ancho de toda España, los defensores se fueron constituyendo en pequeñas juntas locales –encargadas de organizar la resistencia contra Francia- ante la destrucción y la inactividad de los organismos centrales.
Camino de Andalucía
Sin embargo, en casi toda España comenzaba a imponerse el
entrenamiento de los soldados galos que, mejor pertrechados, plantaban
cara con osadía a cualquier levantamiento local. Por ello, con el centro
y el norte asediados, Napoleón no tardó en plantearse la conquista del
sur de la Península.
«Confiado en el éxito inmediato de la ocupación, Napoleón
ordenó al general Pierre Dupont de l'Etang que ocupara Córdoba y
avanzara hacia Sevilla y luego a Cádiz. El objetivo era rescatar a una
escuadra francesa allí bloqueada desde la batalla de Trafalgar y hacerse
con el control de los puertos andaluces, al tiempo que amenazaba
Gibraltar» señala el escritor y periodista Fernando Martínez Laínez en su obra «Vientos de gloria».
Para cumplir esta misión, los franceses enviaron unos 9.000 soldados de infantería, a los que los que se sumaron unos 4.000 hombres montados (entre
coraceros –la caballería de élite del ejército galo experta en ataques
cuerpo a cuerpo- y dragones –jinetes armados con mosquetes-). Al mando
de esta fuerza estaba Dupont, uno de los generales más destacados y
fiables del «pequeño corso».
No obstante, la campaña andaluza salió muy cara a los franceses que, acosados por los guerrilleros y el hambre,
decidieron asentarse en Andújar (ubicada a 28 kilómetros de Bailén) con
la intención de esperar refuerzos. Con todo, prefirieron dejar su sello
de destrucción arrasando y saqueando Valdepeñas y Córdoba.
Sin embargo, lo que no sabían los soldados del águila imperial es que
los españoles les harían pagar cada gota de sangre derramada.
Una vez llegados sus refuerzos, Dupont levantó la cabeza con orgullo al saber que contaba a sus órdenes con 34.000 hombres divididos en cinco divisiones.
Para facilitar la organización de este ejército tan numeroso -como bien
explica el escritor y experto Francisco Vela en su obra «La batalla de Bailén. El águila derrotada»
- el galo entregó cada una a un oficial. Entre ellos destacaba el
General de división Vedel, un militar que se había ganado sus galones y
el favor de Napoleón combatiendo contra los austríacos varios años
antes.
«El águila derrotada»
A su vez, el francés sabía que de su lado estaba, además
del gran número de soldados galos, la experiencia de los mismos. De
hecho, se creyó tranquilo al conocer que combatiría al lado de un buen
numero de sanguinarios coraceros y un batallón de marinos de la guardia
imperial (una de las unidades de élite de la infantería imperial).
El levantamiento andaluz
Por su parte, y ante el peligro que se cernía sobre la
patria, España llamó a filas a los ciudadanos, que se sumaron las
escasas tropas regulares existentes. «Tras el levantamiento madrileño del 2 de mayo,
que se extendió prácticamente a España entera, las Juntas de Sevilla y
Granada comenzaron a formar dos ejércitos que deberían unirse en algún punto de Sierra Morena para detener a los franceses», explica Laínez.
Así, los defensores consiguieron reunir una fuerza equiparable a la de los crueles «gabachos» al contar con 30.000 soldados. Sin embargo, más de la mitad del ejército estaba formado por milicianos que,
aunque tenían en su interior el ardor propio de un militar español,
carecían de experiencia en combate. Con todo, cada uno sabía que
plantaría cara al invasor francés hasta la última bala de mosquete.
Al mando de la fuerza se destacó el general Francisco Javier Castaños. Éste, a su vez, decidió dividir a sus hombres en tres columnas, como bien explica Laínez en su obra: «La primera, con 9.450 hombres,
al mando del mariscal de campo de origen suizo Reding. […] La segunda,
mandada por el mariscal de campo belga marqués de Coupigny [contaba] unos 8.000 hombres.
[…] La tercera columna, compuesta de dos divisiones al mando de los
tenientes generales Félix Jones y Manuel La Peña [disponía] de 12.000 hombres de las milicias provinciales. […] Además, se contaba con una “columna volante” que mandaba el coronel Juan de la Cruz con unos 2.000 hombres, casi todos voluntarios».
El general Castaños
Tras una serie de pequeñas escaramuzas iniciales entre ambos contingentes, el día 17 de julio de 1808
se realizaron una serie de movimientos que marcarían directamente el
resultado de los combates. Todo comenzó el 16, jornada en que Dupont
–ubicado en Andújar- envió a la división de Vedel hacia el entonces
insignificante pueblo de Bailén con órdenes de plantar cara a las tropas de Reding, a las que se suponía defendiendo el lugar.
Pero el general francés encontró este minúsculo pueblo vacío.
¿Qué había podido suceder? Casi sin tiempo para pensar, en la cara de
Vedel se pudo adivinar una expresión de terror. Y es que, la posibilidad
más lógica era que la división española hubiera partido hacia
Despeñaperros (un paso a través de las montañas en dirección a Madrid)
para cortar una posible retirada francesa.
«En esta ocasión todo el equívoco parte de las
informaciones dadas por el paisanaje a los franceses, en especial por un
alemán afincado en el pueblo, el cual le confirmó el paso de tropas
enemigas encabezadas por los Dragones de Lusitania, lo que acabó por
confundir a Vedel que vio cómo fuerzas regulares le sacaban ventaja en
la carrera por llegar a Despeñaperros», explica en su libro Vela.
Velozmente, Vedel inició la marcha hacia las colinas
dejando atrás el verdadero teatro de operaciones. Sin embargo, este no
fue el único error que cometieron los franceses, sino que, además,
enviaron a otro de sus generales con una considerable cantidad de tropas
hacia dos posiciones ubicadas en la sierra.
El curioso encuentro
Mientras, el altivo Dupont continuó esperando despreocupado
en Andújar creyendo inocentemente que su experimentado ejército podría
hacer frente a cualquier hueste formada por los españoles. Al parecer, nunca tuvo demasiado respeto a un ejército que, según sus palabras, carecía de instrucción y disciplina.
Días después, y ante la falta de noticias, Dupont dio un
giro radical a su plan de operaciones y partir hacia Bailén, en el cual
creía que había solo un pequeño contingente de tropas españolas. Todo
cambió cuando, en la noche del día 18,
sus exploradores le informaron de que a las puertas del lugar le
esperaban nada menos que 14.000 soldados enemigos: las divisiones de
Reding y Coupigny movilizadas días antes por Castaños.
A los españoles, por su parte, también les cogió por
sorpresa el encuentro, pues sabían que, aunque eran superiores en número
a las tropas francesas, no contaban con la experiencia suficiente para
vencer al poderoso ejército galo. No obstante, y a pesar de esta curiosa
sorpresa de verano, ambos bandos se prepararon para la batalla. Ahora
sólo quedaba ganar tiempo hasta que llegaran los refuerzos: Vedel por parte de los franceses y Castaños por el bando español.
«Como se puede comprobar, de todo esto deducimos que ambos bandos se encontraban mal informados
sobre las fuerzas y posiciones respectivas y que se dirigían a una
batalla de encuentro. Ni Dupont sabía que se iba a topar con Reding ni
éste que se le echaba Dupont encima. Aquel tenía su retaguardia
amenazada por las dos divisiones de Castaños, y Reding amenazada la suya
por Vedel», completa el autor de «La batalla de Bailén. El águila
derrotada».
¡A formar la línea!
Tras el primer contacto con las unidades de exploración
francesas –aproximadamente a las tres de la madrugada del día 19-, los
españoles dieron comienzo a una alocada carrera contra el tiempo para
formar su línea defensiva. El ejército, ahora al mando de Reding, tuvo
que organizar a dos divisiones que incluían, según Vela, a unos 12.600 infantes (armados principalmente con mosquetes) y 16 piezas de artillería. A su vez, la fuerza contaba con el apoyo de casi 1.200 jinetes, entre los que había varias unidades de los famosos garrochistas (pastores que, diestros en el uso de la lanza, se incorporaron a filas para combatir al invasor francés).
Para hacer frente a los galos, las tropas españolas formaron a las afueras de Bailén.
«Al amanecer, el ejército español se desplegó en forma de arco o
herradura abierta con los extremos apoyados en los cerros Valentín, al
norte, y Haza Walona, al este», completa el autor español en su obra.
En vanguardia se situó la infantería formando una
consistente fuerza de choque a base de mosquete y bayoneta. Como apoyo,
se intercalaron varias piezas de artillería con las que aplastar las
formaciones francesas. En segunda línea, Reding ubicó varias unidades de infantería de reserva además de algunos regimientos de caballería con un doble objetivo: apoyar a los cañones y flanquear al enemigo.
Por su parte, el experimentado Dupont contaba a sus órdenes con unos 8.000 infantes (entre los que se encontraban los marinos de la guardia imperial), unos 2.000 jinetes (sumando a coraceros y dragones) y 23 cañones. Como siempre, la fuerza de los franceses la componía principalmente la caballería pesada, que solía ser usada como un martillo en contra de las formaciones enemigas.
Como era de esperar, Dupont ordenó formar con un sólido
bloque de infantería en el centro, la temible caballería en los flancos y
varios cañones como apoyo (estas de menor potencia que las españolas).
Con las piezas dispuestas para la partida de ajedrez, ahora todo quedaba
en manos de la resistencia, la valentía y la tenacidad de los soldados.
Comienza la batalla
La contienda comienza bajo un caos total, pues eran las tres de la mañana y la oscuridad todavía no había abandonado Bailén. «Entre las tres y las cinco de la madrugada lo único claro es que no hay nada claro.
En medio de la oscuridad […] lo único cierto son las voces de ¡quién
va!, los fogonazos de los disparos y poco más», determina en su
completísima obra Vela.
A las cinco de la mañana, y sin más dilación, varias
unidades del ejército español se lanzaron -en el extremo del flanco
izquierdo- a la conquista de una posición que les podía otorgar una
ventaja táctica de gran importancia: el cerro Haza Walona. Con sus mosquetes cargados y una buena visibilidad tomaron este emplazamiento sin combates y se aprestaron a la defensa.
Sin embargo, su alegría dura poco, pues, con la primera luz
de la mañana, Dupont ordenó a la brigada suizo-española (antiguamente
al servicio de España y ahora encuadrada a la fuerza en el ejército
francés) asaltar la colina. Por suerte, la tenacidad de los defensores
se hizo patente y consiguieron resistir este primer embiste.
La treta española
Sin más paciencia que agotar, Dupont organizó a su
caballería para que, al galope y colina arriba, tomara el Walona. En
este caso, ni el incesante fuego de mosquete español valió para detener a
lo mejor del ejército imperial, que arrasó a dos batallones españoles a los que, incluso, arrebató sus estandartes, un hecho muy significativo para la época.
Pero, a pesar de que los jinetes franceses podrían haber abierto brecha en la línea española, se retiraron a sus posiciones azuzados por una curiosa treta de los defensores.
«[Una unidad española] a las órdenes de un teniente mantuvo una
frenética actividad para dar la impresión de contar con un mayor número
de efectivos. Sin saberlo, esta actividad, junto con los agudos toques
del trompeta de este destacamento ejecutando todos los toques
reglamentarios, confundió a los jinetes galos», añade el autor de «La
batalla de Bailén. El águila derrotada».
Cuadro del pintor Ferrer-Dalmau sobre la batalla de Bailén
Mientras, en el centro del campo de batalla, los franceses
formaron columnas para lanzar la que, según creían, sería la ofensiva
definitiva sobre las tropas españolas. «La Brigada Chabert desplegó en
cuatro columnas de ataque […] e inició la contrastada maniobra gala del
choque a la bayoneta en columnas cerradas», señala Vela.
En perfecto orden, los soldados franceses avanzaron hasta situarse frente a las tropas defensoras. Sin embargo, los galos no contaban ya con parte de su artillería –la cual había sido destruida por los cañones españoles desde la lejanía- lo que provocó que fueran tiroteados sin piedad.
Tras sufrir considerables bajas, la situación terminó de
complicarse para los soldados de Napoleón cuando Reding ordenó a una
parte de la caballería española cargar contra sus filas. La presión fue
demasiada para los experimentados casacas azules, que, sin poder
resistir ni un segundo más, se retiraron manteniendo la formación.
Sin embargo, la inexperiencia de algunas de las tropas
hispanas salió cara a Reding cuando los garrochistas, ávidos de
venganza, no mantuvieron la formación y se lanzaron solos contra varios olivares defendidos por soldados galos. Por desgracia, los mosquetes franceses no perdonaron este error e hicieron mella en las filas de los confiados lanceros.
La imprudencia sale cara
Con el espeso polvo surcando el campo de batalla y el calor haciendo mella en los soldados,
la situación se recrudeció en el flanco derecho cuando un escuadrón
español, fogoso y ávido de hacer sangrar a tantos soldados franceses
como pudiera, se adelantó demasiado y perdió el apoyo de sus compañeros.
Tras un breve intercambio de disparos con la infantería
gala, la imprudencia de estos españoles les terminó pasando factura
cuando, de improviso, tuvieron que hacer frente nada menos que a una
carga de caballería francesa. Por suerte, y a pesar del gran número de
bajas que sufrió esta unidad, se consiguió mantener la línea gracias al
apoyo de varios regimientos cercanos.
La batalla de Bailén en el momento del tercer ataque de Dupont
La última carga del águila
Ya al medio día, el sol se convirtió en un desagradable protagonista para ambos ejércitos cuando la temperatura sobrepasó los 40 grados. En ese momento hicieron su entrada en batalla cientos de mujeres del vecino pueblo de Bailén que, arriesgando sus vidas, trasportaron cántaros de agua entre sus compatriotas.
Abrasados por el calor, extenuados por el cansancio y
temerosos ante la posibilidad de que Castaños atacase su retaguardia,
los franceses organizaron entonces a sus últimas tropas para llevar a
cabo un desesperado asalto contra Bailén. Para ello, además de a las
mermadas unidades de infantería que le quedaban, Dupont llamó también a
sus escasas reservas: los marinos de la guardia imperial.
«Eran en total unos 3.300 hombres desesperados encabezados
por el mismísimo Dupont y su Estado Mayor, que sabían que se les acaba
el tiempo», señala el experto. Conocedores de que necesitaban un milagro para dar un vuelco a la contienda, los franceses trataron de sacar últimas fuerzas y plantar cara a sus enemigos.
No obstante, la misión era casi imposible y las últimas tropas galas fueron pasadas a mosquete por los ávidos españoles. La última gota de ánimo que aún mantenía vivos a los franceses se acabó cuando Dupont fue herido y casi derribado de su montura. Finalmente, la esperanza imperial se desvaneció cuando vieron aparecer a las tropas de La Peña por su retaguardia.
Rendición final
Todo había acabado. Sabedor de la derrota, Dupont ordenó la rendición y llegó a un acuerdo con los españoles
para que sus tropas fueran repatriadas a Francia (cosa que nunca se
llegó a realizar, pues una gran parte de los soldados imperiales
acabaron muriendo de inanición en una isla cercana).
De nada valió la llegada en el último momento de las tropas de Vedel
por la retaguardia española, pues Dupont ordenó a su subordinado
detener el ataque ante el temor de las represalias sobre los soldados
franceses capturados. Había aparecido demasiado tarde para poder ser
determinante y las «inexpertas» tropas españolas se habían hecho con la victoria.
La capitulación fue, al parecer, demoledora para Napoleón, que nunca antes había visto a su ejército derrotado en campo abierto.
Además, el hecho de que hubiera sido vencido por una fuerza formada por
multitud de milicianos no ayudó a calmar su ira. Tal fue su enojo que acabó con la carrera de los pocos oficiales galos que volvieron a Francia.
Una vez acabada la batalla hubo que recontar las bajas. Por el lado francés sumaban –entre muertos, heridos y contusos- unos 2.200 soldados (el resto fueron hechos presos). «En el bando español […] se confirmaron 192 muertos, 656 heridos, 8 contusos y 1.013 extraviados», finaliza Vela.