Isabel la Católica (II). Artículo de Elena Risco
12 octubre, 2017
Los judíos no eran españoles que tenían una religión distinta a la de sus Reyes, eran extranjeros y su derecho a vivir en tierras de la Península se cobraba mediante un tributo especial. Vivían como comunidad apartada y se resistían a cualquier intento de asimilación, no eran súbditos a los que los Reyes debieran su protección. Además, ni todos los judíos expulsados ni los conversos llevaban siglos viviendo en España. Lo cierto es que a estas tierras vinieron a dar multitud de judíos expulsados de otros lugares. En el siglo XII llegaron algunos expulsados de Rusia, en el XIII los expulsados del suroeste francés por Eduardo I, en el XIV los del resto de Francia y ciertos grupos importantes originarios de Alemania e Inglaterra también expulsados por sus soberanos. De modo que lo que originariamente era una comunidad pequeña que podía ser tolerada, se convirtió en una oleada incontrolable.
Si bien es cierto que la caridad cristiana exige dar cobijo a toda persona de forma temporal, ésta no se hace extensible al caso de una comunidad de forma perpetua, aún menos si se trata de un pueblo cuya forma de vida contradice los principios del lugar en el que se asienta y los de la Iglesia. La tolerancia entre los pueblos es una excepción, no la regla general. No todo vale, no todo es compatible y no todo es permisible. Y es de sentido común admitir la incompatibilidad del cristianismo y el judaísmo, por ejemplo, en relación a principios de justicia social: prestamistas judíos llegaron a perpetrar abusos tales como el cobro de un 20% de interés a campesinos aragoneses en pleno período de hambruna.
Sería confuso y anacrónico interpretar la expulsión de los judíos como una medida antisemita. Los argumentos, como mencioné supra, son políticos, populares y religiosos, no raciales. Prueba de ello es que el mismo Fernando el Católico era de origen converso -provenía de la familia de los Enríquez por parte de madre-; también lo eran el confesor de la Reina, fray Hernando de Talavera, Hernando del Pulgar, uno de los principales participantes en la campaña de cristianización previa a la instauración de la Inquisición, y muchas otras personalidades destacadas.
• Motivo popular
En una Europa en la que la usura era tenida por pecado, según enseñanzas de la Iglesia Católica, los judíos se
• Motivo político
Diversas fuentes coinciden en afirmar que fueron judíos quienes abrieron las puertas de un gran número de ciudades a los invasores musulmanes que venían de África a comienzos del siglo VIII, siendo recompensados por ello con altos cargos, como la gobernancia de Sevilla, Granada y Córdoba. Pero tal alianza no siempre resultó pacífica. Grandes comunidades hebreas son expulsadas de Córdoba ya en el 1013 y el 30 de Diciembre de 1066 se produjo en Granada el asesinato de cuatro mil judíos, siendo los supervivientes de la masacre expulsados de la ciudad.
Las comunidades judías colaboraron con ambos bandos durante la Reconquista, por lo que recibieron favores de San Fernando, quien en 1224, al conquistar Sevilla, les hizo entrega de cuatro mezquitas para que las convirtieran en sinagogas, poniendo como condición que no insultaran la fe cristiana ni propagaran su culto entre la población. Condiciones que obviamente fueron desoídas pues tal y como admite con orgullo el especialista de origen judío Cecil Roth en su Historia de los Marranos: «la gran masa de los conversos trabajaba insidiosamente para su propia causa en las diferentes ramas del cuerpo político y eclesiástico, condenaban muy a menudo abiertamente la doctrina de la Iglesia y contaminaba con su influencia a toda la masa de los creyentes».
Los conversos se enriquecieron extraordinariamente, según testimonio del historiador judeoconverso del siglo XV Alonso de Palencia «los nuevos cristianos eran muy ricos y se les veía continuamente comprar cargos públicos, de los que se valían con soberbia». Se organizaban en clanes y dentro de Córdoba un clan llegó a tener más de trescientos hombres armados, lo que constituía una fuerza superior a la que pudiera reunir cualquier noble de Castilla y una amenaza importante para la supremacía de los Reyes Católicos.
• Motivo religioso
Un racionero de Toledo, Juan del Río, enseñaba judaísmo en las iglesias, un tal fray Juan de Madrid lo hacía en el propio confesionario, amparándose de la discreción del mismo. También en Toledo, el prior jerónimo García Zapata celebra la fiesta judía de los Tabernáculos y «durante la misa en el momento de elevación, en lugar de las palabras de la consagración pronunciaba en voz baja observaciones blasfemas e irreverentes», nos cuenta . El obispo de Segovia dio sepultura a sus padres según el rito judío, el obispo de Calahorra no creía en la Santísima Trinidad ni en la Pasión de Cristo y ganándose la confianza de los Reyes Católicos ostentó el puesto de presidente del Consejo Real, su carrera política terminó en prisión, habiendo sido condenado por el propio Pontífice. En definitiva, judíos y conversos tenían un poder tal que las leyes contra los blasfemos no podían hacerse efectivas contra ellos.
Muchos de los encargados de difundir el cristianismo, fuera por confusión o mala fe, propagaban enseñanzas adulteradas. La unidad religiosa de los reinos, base del proyecto de las Españas, se veía seriamente amenazada.
Ante la imposibilidad de abordar un estudio histórico más exhaustivo y exacto, espero que estas pinceladas casi anecdóticas puedan contribuir a la comprensión del panorama al que se enfrentaban los Reyes Católicos. La cuestión de los judíos era un problema insoslayable que exigía la adopción de medidas rápidas que evitaran desastres mayores.