Isabel la Católica (I). Artículo de Elena Risco
6 septiembre, 2017
El propósito de este breve artículo no es otro que el de salvar a Isabel la Católica. Salvarla del olvido, de la leyenda negra, de las injusticias que contra ella se han cometido. Pero lo mejor de la tarea de salvar a la Reina Isabel es que no consiste simplemente en un alegato más o menos sentimental a favor de un personaje histórico. Salvarla implica salvar también el proyecto católico de las Españas.
Entre los dragones de nuestra vida se oculta una princesa que pide socorro
R.M. Rilke
Parece que nadie está hoy dispuesto a defender la Inquisición, la Conquista de las Indias, la expulsión de los judíos ni el proyecto imperial. Sin embargo, en mi opinión, asumir el catolicismo es, en cierto modo, asumir también lo anterior. En ocasiones, puede parecer que ciertos eclesiásticos tratan de congraciarse con ideologías modernas y liberales cargando sobre las Españas y sobre personas, como la Reina Isabel, esos supuestos errores molestos que no casan bien con la nueva imagen que se quiere proyectar, a causa de lo cual se reinterpretan y liman ciertos principios hasta hacerlos coincidir con el discurso políticamente correcto. Y recae ahora sobre nosotros la culpa -feliz y bendita culpa- porque probablemente fue aquí donde se intentó llevar a cabo el proyecto de política católica más auténtico. De hecho, hay quien defiende que las Españas durante mucho tiempo fueron más católicas que la propia Roma. Lo cual no significa que quedaran totalmente asimiladas a la Iglesia y a la voluntad del Papa. Isabel la Católica y muchos de sus descendientes supieron caminar sobre la delgada línea de la necesaria distinción, que no separación, de la Iglesia y el Estado, sin caer del lado del absurdo y fanático laicismo actual ni del clericalismo beato también de moda en estos momentos. Como señalaba el profesor Gambra en una reciente conferencia: «La Iglesia puede recordar cuáles son los principios clásicos de la política católica, pero no es cosa suya su aplicación prudencial»
Prueba de lo anterior: la suspensión en el año 1991 del proceso de beatificación de Isabel la Católica. Así la leyenda negra sólo mancha a las Españas, sólo mancha la memoria de Isabel la Católica. Parece que ha sido la Iglesia la primera en dar la espalda a la princesa que pide socorro amenazada por los dragones de la modernidad. Y tal actitud constituye una total falta de… cuanto menos caballerosidad.
Mi intención es la de presentar algunos datos que ayuden a cuestionar la leyenda negra que se ha importado para ser enseñada en nuestros colegios y que domina por completo el imaginario colectivo. Para ello trataré por bloques separados los que habitualmente suelen ser los aspectos más polémicos relacionados con el reinado de Isabel: su legitimidad, la conquista del reino de Granada, la expulsión de los judíos y la Inquisición.
LEGITIMIDAD
En ocasiones se ha puesto en duda la legitimidad de Isabel llegando a calificarla como usurpadora del trono de Juana la Beltraneja -y sí, creo que Beltraneja es el sobrenombre más propicio para Juana porque no deja de ser llamativo que un rey, cuyo primer matrimonio fue declarado nulo tras doce años por no haber sido consumado, en su segundo matrimonio, consiga tener una hija al cabo de siete años casado con su segunda esposa, eventualidad que coincide con una súbita lluvia de favores a un tal Beltrán de la Cueva, a quien llega a concedérsele el maestrazgo de la Orden de Santiago, privilegio reservado a miembros de la familia real-. Pese a lo anterior, hay que admitir que en los vaivenes políticos del pusilánime y corrupto Enrique IV la cuestión de la sucesión no quedó clara.
Aun admitiendo que doña Juana tuviera legitimidad de origen, dejó de tener legitimidad de ejercicio al convertirse en un instrumento en manos del rey Alfonso V de Portugal, que junto a Luis XI de Francia pretendían hacerse con el poder en Castilla y Aragón.
La legitimidad de origen es un medio, no un fin en sí mismo. De hecho, la legitimidad de origen es la institucionalización de la legitimidad en el ejercicio. Las dinastías reales y nobles de las Españas se forjaron en el combate, en la Reconquista, en la protección de su tierra y sus gentes. En palabras de Rafael Gambra: se trata de un oficio no de una dignidad.
Según Vázquez de Mella: «si el poder se adquiere conforme al derecho escrito o consuetudinario establecido en un pueblo, habrá legitimidad de origen; pero no habrá legitimidad de ejercicio, si el poder no es conforme con el derecho natural (…) y las leyes y tradiciones fundamentales del pueblo que rija. Si falta legitimidad de ejercicio, puede suceder que cuando esta ilegitimidad sea pertinaz y constante, desaparezca y se destruya hasta la de origen; y puede suceder, como ocurrió muchas veces en la Edad Media, que, empezando el poder con ilegitimidad de origen, llegue a prescribir el derecho del soberano desposeído, por haber adquirido el usurpador legitimidad de ejercicio.»
En resumen, la legitimidad de origen está subordinada a la legitimidad de ejercicio y, por ello, es infame calificar como ilegítimo el reinado de Isabel la Católica.
CONQUISTA DEL REINO DE GRANADA
La conquista del reino Nazarí de Granada supone el culmen de la Reconquista iniciada siglos atrás. Tal esfuerzo, desatendido por ciertas políticas anteriores, supone la legítima expulsión de unos invasores con los que, por fuerza de las circunstancias, se llegó a coexistir. El enclave de dicho reino suponía un grave peligro para los intereses cristianos, por ser lugar estratégico de acceso a la Península. Pese a que todo lo anterior justificaría sobradamente un ataque por parte de los Reyes Católicos, lo cierto es que el primer golpe fue asestado por el bando contrario con la toma del castillo de Zahara en 1481.
Me parece destacable el hecho de que el rey Fernando luchó cuerpo a cuerpo en esta guerra e Isabel se encontró a menudo en el frente, organizando los famosos hospitales de sangre en los que cuidaba a los heridos con sus propias manos. Ambos se encontraban presentes para valorar, de primera mano, el esfuerzo y sufrimiento de sus gentes y de este modo poder conceder con justicia y conocimiento de causa los títulos, premios y distinciones merecidas por aquellos que lucharon con valentía y honor en la guerra, evitando así que la nobleza se convirtiera sólo en un privilegio injustificado.