Entiéndase que lo que sigue va dicho sin ningún afán retórico. Sin esa retórica que con frecuencia, desviando las buenas intenciones, complica y vacía hasta lo mejor que pueda expresarse bajo la óptica del Nacionalismo. Esas grandes expresiones huecas que nos han contaminado por parecidas razones a las que trataremos de comentar en estas líneas: inacción que abunda en palabras porque no produce hechos capaces de reemplazarlas.
Los dirigentes históricos de
Pero, es cierto, el desvío empezó pronto. No en vano se popularizó aquella observación de los más lúcidos entre la generación de 1880: “Nuestros padres fueron sabios, guerreros y artistas. Nosotros somos comerciantes, usureros y agiotistas”. En efecto, tras la destrucción de la patria federal con la caída de Rosas, se inició un cambio que poco a poco, pero inexorablemente, fue dejando sin cabeza a la sociedad argentina. Y digo sin cabeza porque lo primero que se perdió fue la orientación acerca de cuáles son los verdaderos intereses de la patria. Dicho de otro modo, la inteligencia argentina perdió el instinto de conservación a manos de una ideología que nos era profundamente extraña, ante la cual no podíamos ser sino repetidores llenos de vulgaridad. Vulgares repetidores que desconocíamos, negábamos u ocultábamos, según las circunstancias, lo que teníamos dentro.
Esta realidad colectiva es el equivalente a la negación individual de los padres. Y ahí está todo el fracaso terapéutico del freudismo para enseñar dónde van a parar los espíritus tras esas negaciones.
El cambio que va desde el natural sentido de emancipación al resentimiento anti-español adoptó como propia a la “leyenda negra” inventada por los ingleses para terminar de destruir al Imperio fundador. Eso explica sin necesidad de más razones por qué nuestra independencia fue siempre ficticia, a pesar de la sangre que nos costara. La actitud de Rosas –adolescente arrojado contra las Invasiones Inglesas, pero hombre conservador ante el proceso de Mayo- es el ejemplo claro de la posición que terminó perdiendo aunque, al mismo tiempo y a despecho de la intriga anglo-unitaria que hubiera creado muchas más pequeñas repúblicas, alcanzara a ser la bendición que nos mantuvo todo lo unidos posible como nación.
Así caen los profesionales liberales, atosigados de palabras que intentan en vano esconder una muy extendida ignorancia. Pero a su lado yacen los productores, víctimas y responsables de su propia avaricia y de la avaricia del Estado insaciable organizado por los políticos. Y los industriales que, carente la nación de líneas e ideas que pudieran alentarlos, se han transformado en sumisos gerentes de lo que “se puede” hacer. Y los gremialistas, que ya no logran desprenderse de la dádiva política y se someten. Y los militares: “sin plata y sin fe”.
Quedan los políticos. Último de lo último para esta enumeración. Fruto de lo más afilado de la selección al revés. Individualmente despreciables por lo pequeño de sus trayectorias, traidores, hipócritas de profesión, que no creen sino en las prebendas que logran agachándose y no pugnan sino por su permanencia. Vengan de donde vengan, usen la camiseta temporaria que usen, son “inaptos” para todo servicio que no sea la mini-política de la falsa democracia y, hasta por instinto de conservación, deben dedicarse con exclusividad a acumular y ser reelegidos.
Como ejemplo de esta clase falta de clase, baste el del Presidente de
Se trata de políticos reducidos, incapaces de poner el interés común por delante de sus confusas ideologías. Tan confusas como para provocar permanente enfrentamiento, mismo entre ellos. Y, si no, véase cómo, en nombre de una Patria Grande cuya verdadera naturaleza no conocen porque no cabe en su formación socio-materialista, todos estos enanos latinoamericanos de la izquierda hoy gobernante, se pelean lastimosamente entre sí sin lograr otra cosa que eternizar el atraso con que el verdadero Imperio postmoderno, el del Dinero, nos tiene sometidos. No entienden pero, además, todo por el contrario de nuestros fundadores, no quieren arriesgar ni siquiera sus cuentas bancarias, que engordan en las centrales financieras del mundo.
Son insensibles a la historia y a la sangre. Han perdido el esencial sentido caballeresco que sintetiza la canción popular colombiana:
“La capa del viejo hidalgo se rompe para hacer ruanas,
Y cuatro rayas confunden el castillo y la cabaña…
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Porque soy de noble ancestro, de don Quijote y Quimbaya,
Hice una ruana antioqueña de una capa castellana.
Por eso cuando sus pliegues abrazo y ellos me abrazan,
Siento que mi ruana altiva está abrigándome el alma.”
Y como de esto no entienden ni pueden entender nada, son la clase más fácilmente teledirigida por el único señor al que sirven sumisamente: el Señor del Dinero. A él dirigen sus rezos y sus sangrientos sacrificios. Hasta que vuelva.